Con cariño, a la gente de Badajoz
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Alguien, en algún lugar, inició la cuenta
atrás…
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Anxo Nogueira, periodista de investigación de
treinta años, estaba inclinado sobre el mostrador, luchando por retener un
bostezo entre los dientes, cuando la campanilla de la puerta tintineó para
anunciar a otro cliente. Fue inevitable, giró la vista hacia la nueva ocupante
de la tienda, una mujer joven de ojos azules; vestida con una prenda de un rojo
fuego que resaltaba todavía más el intenso moreno de su pelo.
De inmediato, algo en ella llamó su atención,
aunque no supo decir qué.
–… es una pieza fantástica, de una factura
exquisita –escuchó como continuaba hablando el dependiente mientras levantaba
la tapa de la cajita de música–. Y la melodía, no me diga que no es preciosa.
Parece compuesta por el mismísimo Mozart.
Anxo volvió a desviar la mirada hacia el
vendedor que le estaba atendiendo. Aquel hombre desgarbado, con el nombre de
Vicente grabado en una chapita colgada del pecho, parecía disfrutar su trabajo.
Toqueteaba el artilugio con amor, sonriendo y hablando casi más para sí, que
con intención de vender nada.
Por un momento, Anxo, sintió lástima de él.
Se dio cuenta de que llevaba algo más de tres cuartos de hora mareándolo.
Procurando sonsacarle información con preguntas veladas, a la vez que le
obligaba a revolver toda la tienda, en la búsqueda de un objeto inexistente.
–No sé… –empezó a excusarse el periodista,
simulando examinar el resto del mostrador, para poder tener una visión completa
de la mujer que acababa de entrar–. Tal vez sea demasiado delicado. No tengo
muy claro que le vaya a gustar. Mi novia es más de gustos… –hizo un gesto
difuso con las manos– diferentes.
– ¡Oh!, pues es una pena. En cuanto lo vi,
pensé que pegaba con usted –repuso el hombre un tanto decepcionado, mientras
devolvía el objeto a su lugar bajo el cristal templado–. Pero dígame, cuál pude
gustarle a ella –prosiguió con empeño, abarcando con su largo brazo la colección
existente–. Tenemos casi cualquier cosa.
Por desgracia, Anxo ya no le prestaba
atención. Su mente estaba centrada en la mujer del vestido rojo. En ver cómo se
le acercaba el dueño de la tienda de antigüedades, y cómo tras un breve saludo
y una leve muestra de discrepancia, se encerraban en el despacho del hombre. Un
pálpito se adueñó de él en ese instante; una parte profunda en su interior le
dijo que aquella mujer tal vez fuese el hilo del que debían seguir tirando.
Aunque no tenía muy claro cómo iba a
explicárselo a sus compañeros.
– ¿Sabe qué?–repuso el joven periodista
intentando poner en orden sus pensamientos–. Lo lamento mucho, pero creo que no
le va a gustar nada. Tal vez en otra ocasión… o para otra persona –le sonrió al
dependiente antes de despedirse–. Que tenga buena tarde.
–Lo mismo le digo, señor –repuso el vendedor,
sin dejar asomar su decepción–. Aquí estaremos para cuando nos pueda necesitar.
El periodista abandonó la tienda y miró a
ambos lados antes de cruzar la céntrica avenida hasta el coche. En el interior,
sus dos compañeros y amigos, Juan Luís y Lupe, esperaban impacientes. Habían
decidido que solo iría uno. No podían entrar en tromba, no conseguirían nada.
En la fase en la que estaban era mejor disimular; echar un vistazo al lugar sin
delatarse y valorar la información antes de seguir actuando. Hacer lo contrario
sólo lograría dejarlos como unos idiotas.
La experiencia se lo había demostrado en
multitud de ocasiones.
– ¿Y, bien?–preguntó Lupe– ¿Cómo te ha ido?
– ¿Quitaste fotos de la gente que entró en la
tienda?–le devolvió la pregunta Anxo.
–Sí. De casi todos.
– ¿Cómo que de casi todos?–se exasperó un
poco.
Lupe abrió los ojos hasta unos límites
insospechados. No comprendía a su compañero, no le había dado instrucciones de
ningún tipo. Las fotos que tomó, las hizo porque se le ocurrió a ella hacerlas.
No tenía derecho a reprocharle nada.
– ¡Oye!, ¿qué
pasa contigo?–se defendió la mujer, buscando la mirada de Juan Luís para
sumar su apoyo.
–Disculpa–rectificó en seguida con una
sonrisa nerviosa. Estaba un tanto excitado y se había dejado llevar–, es que
creo que la mujer de rojo, la última que entró, puede estar relacionada con la
investigación.
– ¿Y qué
haces aquí entonces?–soltó Juan Luís con estupor– ¿No deberías seguir
dentro, fisgando?
– ¡Ya!, y me paso dos horas escogiendo un
regalo carísimo, para una novia que ni siquiera tengo –medio mintió a sus
amigos–. Además, se encerró con el dueño en el despacho. ¿Qué querías que
hiciera?
Lupe repasó las últimas fotografías en la
pequeña pantalla de LED de la cámara.
– ¿Es esta?–le dijo tendiéndole la máquina.
–Sí. Es ella–sonrió Anxo.
– ¿Y qué tiene de especial?–preguntó Juan
Luís quitándole la cámara de las manos para ver él– Aparte de estar como un
tren.
Anxo intentó buscar algo para dar sentido a
sus explicaciones, pero no lo encontró. Él sólo había tenido un pálpito. Al
igual que Lupe con los precintos de la tienda de antigüedades.
–La verdad, no lo sé –se sinceró–. Aunque
estoy convencido de que guarda relación con la historia.
–Es imposible que lo sepas –volvió a incidir
Juan Luís, para poner algo de cordura.
–Ya sé que es imposible. Pero estoy seguro. Aunque
no te pueda explicar por qué –Anxo comenzó a desesperarse–. Además, cuando Lupe
propuso acercarnos a esta tienda, tú no pusiste ningún inconveniente.
–Eso fue diferente. Encontró los pedazos de
papel en las dos zonas de las marcas. Era una coincidencia que merecía la pena
investigar. Lo tuyo no es nada –contraatacó Juan Luís–. Una intuición fiada a
un pálpito… ¡Por favor, Anxo, despierta!
–Pues si no es ella, ahí dentro no hay nada
interesante–sentenció Anxo.
Se quedaron todos en silencio durante un
instante. Anxo aprovechó para quitar un cigarrillo y lo encendió tras bajar un
poco la ventanilla. Sabía que todo lo que decía su amigo era cierto, y que lo
hacía para ayudarle a no perder el norte.
– ¿Y ahora, qué vamos a hacer?–preguntó Lupe
para romper el silencio– El jefe nos va a matar si no le llevamos nada.
En aquel momento, la mujer del vestido rojo
salió por la puerta de la tienda con una bolsa bajo el brazo. Anxo dio una
última calada al cigarrillo y lo tiró al asfalto por la ventanilla.
–Vosotros, no sé. Yo voy a hacerle algunas
preguntas–les dijo cerrando la puerta del coche tras de sí, antes de que estos
pudieran reaccionar.