Era
una mañana lluviosa aparentemente normal. Un día corriente en la vida de
tantos. Aunque él fuese incapaz de imaginar lo cerca de la muerte que iba a
estar.
Martín
estaba sentado en la cafetería, junto a la cristalera mirando a la calle,
ensimismado en las idas y venidas de la
gente. Sabía que estaba rodeado de personas, pero notaba que la soledad y el
vacío le oprimían el pecho al respirar. Nada tenía sentido para él. Sentía que
estaba viendo sin ver, oyendo sin oír. Y lo más importante, viviendo sin vivir.
Había
entrado en esa cafetería con la intención de tomarse un café que le despejase
un poco la mente, pero aún lo tenía delante. Hacía rato que ya se le había quedado frío, sin que le llegase a
dar ni un sorbo. Se dio cuenta de que solo lo había pedido para poder sentarse
allí.
Para
poder estar en algún lado.
Ella
se había marchado, y sería para siempre.
Lo había abandonado y engañado, sin importarle lo más mínimo, y él
seguía pensando que, con tal de que solo le acariciara una vez más, dejaría de
importarle todo. Como si nada hubiese pasado.
Pero,
por mucho que pensara eso, sabía que nunca sucedería. Le robó todo lo que pudo.
Hasta
su propia existencia se había devaluado tras su paso. <<Qué ingenuo había
sido, cómo no se dio cuenta>>.- pensaría cualquiera que conociese su
situación.
El
rechinar de los vasos y los pocillos de café en las bandejas de camarero,
entremezclados con las animadas conversaciones, lo sacó de su estupor. Deslizó
su mirada por el local sin mucho interés. Dos madres, con sus carritos al lado,
cuchicheaban al calor de un par de manzanillas, mientras acunaban sin fijarse
mucho en el modo a sus jóvenes retoños.
Un
hombre mayor leía la prensa a través de unas gruesas gafas de pasta. Su mirada
era indiferente, le daba igual pasar las páginas de necrológica, que las de
economía. El impertérrito rictus facial era el mismo. Aunque tal vez eso se
podría deber a que, seguramente después de muchos años, había llegado a la
conclusión de que las noticias siempre eran las mismas. Desgracias, Deportes y personajes Destacados.
Las tres D.
Del
final de la barra le llegaba un eco de carcajadas. Eran un grupo de amigos
charlando animadamente. A Martín se le antojó tan ajena la risa, que ya no fue
capaz de entenderla. Ya no recordaba si alguna vez la había usado, o si tenía
sentido.
Estaba
jodido.
Estaba
completamente amargado, pero no quería representarlo en su mente con palabras.
<< ¿Para qué?,- piensa cada vez que lo intenta.- Acaso va a cambiar algo>>.
Se lo jugó todo a una carta y le salió
mal. Perdió. Y, aunque era lo que menos le importaba, no solo le robó sus
sentimientos. Todo su trabajo y dinero también se fue con ella.
Lo
había manejado como a un muñeco de trapo sin voluntad. Satisfacía sus anhelos,
como si fuesen propios, por una sonrisa, por un beso. Cambió todo, por su cariño,
sin saber que jugaba a un juego con las cartas marcadas.
Hizo
el amago de echarse la mano a la chaqueta para quitar un cigarrillo antes de
ver la pegatina que anunciaba la prohibición. Ya no lo recordaba. Cogió la
cucharilla y removió el café en un tic nervioso, como si realmente todavía
estuviese esperando a que enfriara.
La
puerta del local se abrió, dejando que se colara el silbido del viento. Una
mujer con el pelo calado por la lluvia entró, se quitó la gabardina como pudo y
se sentó en una mesa cercana a la de él, dejando pequeños charquitos tras sus
pisadas.
Martín
la observó con detenimiento sin darse cuenta. Le resultaba familiar. No sabía
quién era, pero había algo en ella que le era sumamente reconocible. Puede que
fuese el gesto de la cara, puede que fuese la sugestión, pero inmediatamente
supo que también estaba sufriendo.
Vio
como dejaba sus cosas en otra silla y le pedía al camarero un café lo más
caliente posible. Rebuscó en el bolso y sacó el móvil. Estuvo manoseándolo al
menos un cuarto de hora antes de que la primera lágrima silenciosa saliera de
sus parpados. Con gesto de rabia se la secó con el dorso de la mano.
Desde
que se sentó en la otra mesa, Martín, no le había quitado los ojos de encima, desesperado
por preguntarle que le pasaba, y por corroborar su intuición. Así que, cuando
la vio secarse la lágrima, se levantó como si llevase un muelle y se sentó en
la mesa de ella sin pararse a pensar en si era buena o mala idea.
La
mujer quedó paralizada ante aquel acto espontaneo. Él le ofreció un paquete de
pañuelos de papel que llevaba en el bolsillo. Una fracción de segundo dejó al
tiempo en stand by. Ella, sin decir nada, cogió los pañuelos y se secó debajo
de los ojos.
-¿Qué
te pasa?-le preguntó él, casi suplicante.
-“Nada”.
-Hay
demasiada determinación en ese “nada” como para que suene creíble. En serio,
¿Qué te pasa? A lo mejor puedo ayudarte.
-Oye-sería
casi una exclamación de no ser por el contenido tono de voz que usó-, yo no sé
cuánta costumbre tienes tú de meterte en la vida de los demás, pero en lo que
respecte a la mía, te voy a pedir por favor, que mantengas las distancias.
Mira…, no quiero ser desagradable contigo, no te conozco de nada y hoy no es el
mejor de mis días. No soy buena compañía.
-Yo…,
es que te vi, y me pareció…, no sé, creí que tenías algún problema y que te
podía ayudar. Pero lo siento, debes disculparme. Tienes toda la razón, debes de
pensar que estoy loco o algo así. No debería haberme tomado la libertad de
sentarme a tú mesa sin conocerte de nada. Me llamo Martín.
-En
serio, te agradezco la buena voluntad.-lo despreció ella.- Pero por el momento,
prefiero seguir sola. Gracias.
Cortado,
Martín retiró la mano y se levantó con una sonrisa arrugada a modo de despedida.
Allí
dentro ya no tenía nada que hacer. Mejor volver a casa, mientras todavía fuera
casa.
2
El
tiempo se había suavizado un poco y el agua que caía ya no obligaba a abrir el
paraguas para caminar cien metros sin empaparse.
Callejeó bajo los balcones hasta llegar a su
coche, un bólido italiano de más de cuatrocientos caballos. Había sido su
orgullo durante años, la prueba fehaciente de su éxito, pero ahora ya no
representaba nada más que otra deuda. Otro capricho mal cumplido. Antes de
entrar en él, retiró la octavilla publicitaría que le habían dejado en el
cristal, para que no se le desintegrara cuando activase el limpiaparabrisas.
Era
de una casa de empeños, qué ironía. Tal vez tendría que visitarla pronto si
quería seguir comiendo.
Cuando
se sentó al volante, todavía pudo notar el olor a cuero de los asientos. Miró
en rededor y comprobó que el coche parecía recién sacado del concesionario. No
había nada, ni papeles en los compartimentos, ni adornos en el salpicadero. Era
impersonal. Se dio cuenta que hacía tiempo que no tenía personalidad propia.
Que su vida estaba vacía.
Con
un suave ronroneo el motor obedeció al contacto de la llave e inició la marcha.
Tenía que pasar por el juzgado para firmar los papeles del divorcio, el último
trámite que lo unía a la mujer que aún amaba.
Supuso
que en cierto modo no quiso pensar antes en ellos, para darle tiempo a volviera.
Pero ya había postergado demasiado ese momento, y sabía, aunque quizás eso
fuese lo que más le doliese, que lo más probable es que no se presentara y ni
siquiera la podría ver una última vez.
Seguramente
ella estaría perdida en algún lugar lejano, gastándose el dinero que le había
quitado.
Frenó en el semáforo justo cuando la lluvia
volvió a apretar. El agua caía en gotas del tamaño de un garbanzo y allí
detenido, por primera vez pensó en lo mala persona que ella era.
No
fue capaz de evitarlo; lloró.
Lloró
y golpeó el volante con impotencia. Estaba a punto de estallar y notó como la
bilis le subía por el esófago. Pensó en que tal vez fuese una situación de esas
en las que a la gente se le da por hacer locuras.
El
semáforo cambió a verde y él pisó el acelerador a fondo. Primera, segunda…, las
marchas subían como las revoluciones en el tacómetro. Los coches a los que
adelantaba se empezaron a convertir en manchas. Las manchas, en difusas líneas
de diversos colores. El tramo estaba
limitado a cincuenta y ya iba a ciento sesenta. Piensa que no tiene nada que
perder y sigue apretando el pedal con una determinación casi asesina.
La
mancha estaba allí, pero él no la pudo ver. Apenas era un charquito de aceite
en el vértice de la curva.
Tras pisarlo, las ruedas perdieron la
adherencia inmediatamente, haciéndolo trompear. Sintió como la parte trasera se
deslizaba a cámara lenta, aunque realmente todo transcurrió en segundos.
El brutal impacto de la zaga contra un
muro de piedra frenó en seco el movimiento errático, haciendo cabecear otra vez
hacia el muro. Esta vez el impacto fue con el morro. El airbag saltó con un
estornudo gigante, mientras por la ventanilla pudo ver las chispas que saltaban
de la carrocería al arrastrarse sobre la piedra.
En
algún momento el coche se detuvo. Estaba aturdido, pero sintió los calambres en
la pierna que usó para frenar como un recuerdo de que aún estaba vivo. Apartó
como pudo la bolsa del airbag y salió del coche.
Estaba
destrozado.
Se
quedó allí de pie, bajo la espesa lluvia, contemplando lo cerca de la muerte
que había estado. Sin poder creerse lo que había pasado.
Hipnotizado,
sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la grúa. Casi le da la sensación
de que el accidente había sido de otra persona.
3
Pudo
haber muerto. Sabía que golpes más leves se habían llevado la vida otros con
menos suerte que él. Y todo por la tristeza que el divorcio le causaba. Todo
por culpa de la mujer que hasta hacía poco, llamaba esposa.
El agua le caía en cascada por el abrigo y el
pelo, mientras la gente se empezaba a agolpar en torno al siniestro. Son curiosos
que cuchichean, que dicen <<Iba como un loco, no sé cómo no se
mató>>
La
grúa apareció tras un rato bajo el agua.
Era
un vehículo amarillo grande con remolque, del que se bajó un hombre con un mono
manchado de grasa. Malhumorado, le pidió los papeles del seguro. Seguramente
estaba molesto por tener que trabajar bajo aquel diluvio. Martín, balbuceando
más que hablando, le indicó que todos los papeles estaban en la guantera.
El
operario, con el nombre de Juan bordado en la pechera, lo miró cómo si no diera
crédito a lo que escuchaba. Dejando insinuar hostilmente que ese no era su
trabajo. Que ya bastante tenía con remolcar el amasijo de hierros en el que se
había convertido su coche bajo aquella apestosa lluvia.
Martín,
todavía en trance, obvió todos esos gestos y abrió la única puerta sana del
coche para sacar los papeles. Cuando tendió la mano para entregárselos al
operario de la grúa, de estos se cayó una foto de ella… Sintió una punzada en
el estómago que lo hizo volver a un tiempo más feliz.
Rubia
como el sol, cuerpo diminuto. Sonrisa amplia, de nacarados dientes enmarcados
en unos carnosos labios, bajo un par de platos turquesa. Ternura en estado
puro. Así era ella, un regalo de Dios para la vista y los sentidos.
Aquella
foto era del día del zoo. De cuando entre pipas y fotos se rieron como
colegiales. De cuando se juraron amor eterno y yacieron juntos hasta el
amanecer.
El
móvil vibró en su bolsillo. Era el abogado para recordarle que llegaba tarde.
Justo a tiempo de evitarle otro colapso nervioso. Dejó todos los papeles en
manos del operario llamado Juan, y adjuntó su número de teléfono. Tenía que
coger un taxi, para ir al juzgado inmediatamente.
Cumplió
con el trámite y regresó a casa. Ya eran ex marido y ex mujer.
Tal
y como creía, ella no había ido. Casi lo prefirió así, no hubiese sido capaz de
soportarlo. Se sentó en el sillón de piel que tenía en el salón, con un vaso de
Jack Daniels con hielo en la mano. No tenía hambre y ni siquiera se le ocurrió
encender la televisión. La cabeza amenazaba con estallarle y un mareo repentino
le hizo sentir un vértigo similar al que sufría en la noria cuando era niño.
Pero
le daba igual. Ese día se iba a emborrachar. ¿Acaso los americanos no hacen una
especie de celebración en los funerales? Pues él brindaría por la defunción de
su matrimonio y por la persona que arruinó su vida, y su existencia, incluso
antes del mismo divorcio.
-¡A
tú salud!- gritó alzando el vaso y
bebiéndose todo el licor de una vez.
Volvió
a llenarlo otra vez y repitió el ritual. Mano al aire, exclamación, trago de
golpe. Así hasta que la botella se acabó. Sin moverse del sillón, hasta que el
sueño o la inconsciencia, se adueñó de él.
Cuando
se despertó, tenía todos los músculos doloridos y la boca pastosa. Se intentó
incorporar para ir al baño, pero un repentino mareo le hizo perder la
verticalidad y acabó de rodillas en el suelo. Estaba peor que mal.
Tenía
el estómago encogido, la cabeza le dolía más allá de lo que era capaz de
recordar y cada vez que trataba de erguirse volvía a caerse. No estaba bien. Debía
ir al médico inmediatamente.
Después
de asearse mínimamente, no sin esfuerzo pues los mareos amenazaban
constantemente su precario equilibrio, logró bajar a la calle y parar un taxi.
El hospital estaba relativamente cerca, pero el taxista le dio un tour por su
propia ciudad sin que Martín tuviese fuerzas para protestar. Pagó con los
últimos cincuenta euros que le quedaban en el bolsillo y trastabillando entró
en urgencias.
Cuando
llegó su turno en recepción, mostró su tarjeta de la seguridad social a una
enfermera regordeta que atendía tras el mostrador con unas gafas en la punta de
la nariz.
-¿Motivo
de la visita?- preguntó la mujer con un fingido tono de interés complaciente.
Martín
le relató someramente los síntomas que padecía, sin mencionar el hecho del
accidente del día anterior, pues se avergonzaba de ello. Ella asentía con la
cabeza mientras tecleaba algo en el ordenador con una rapidez pasmosa. Con una
sonrisa, mucho más fingida que el tono de voz, le mandó tomar asiento y esperar
a que lo llamaran, en una sala al fondo del pasillo.
Pasaron
los minutos y él ya no sabía cómo sentarse. Estaba incomodo de todas las
maneras. El olor a enfermedad se le calaba en la nariz e incrementaba su
malestar haciéndolo pensar incluso con irse para casa de nuevo. Pero
desgraciadamente seguía mareado y no tenía dinero para el taxi de vuelta.
Al
cabo de cuarenta y cinco infernales minutos, un hombre vestido de verde gritó
su nombre. Lo guió hasta una de las consultas, o boxes, y le hizo volver a
relatar los síntomas, mientras le indicaba que se tumbara en la camilla para la
exploración.
-¿Ha
recibido algún golpe fuerte en los últimos días?-inquirió el doctor mientras le
palpaba las cervicales.
Martín
admitió haber tenido un accidente de tráfico, eludiendo la forma y el porqué.
-Bien.
Vuelva a esperar en la sala, que enseguida vendrá una enfermara a por usted,
para realizar más pruebas. Es probable que tenga una lesión cervical.
Resignado
regresó a su butaca de plástico marrón. Una idea asaltó su cabeza, <<acaso nunca nadie había pensado que en esas sillas
se sienta gente enferma y con malestares, y que seguramente serían incomodas
hasta para los sanos>>.
Veinticinco
minutos más trascurrieron hasta que lo volvieron a llamar. Era la voz de una
mujer la que lo hacía. De piel pálida y timbre dulce.
Era
la misma mujer que había visto el día anterior en el café.
4
Morena
y con gesto triste.
Ojeo
la tablilla que llevaba, mientras volvía a llamarlo sin levantar mucho la voz.
-¡Martín
Leal, por favor!
Él
se levantó todavía recordando el día anterior, consciente del corte que le
había dado la mujer. Se preguntó si ella también lo reconocería. Pero en cuanto
levantó la vista para verlo, se dio cuenta de que sí que sabía quién era. Fue
ese gesto de sorpresa de cuando no esperas encontrar a alguien el que la
delató.
Al
entreabrir la boca dejó al descubierto un diente de las paletas ligeramente
mellado. En la cafetería no lo había apreciado, pero allí, de cerca y bajo los
potentes flexos, se hacía omnipresente para él.
Aunque
tal vez fuese por su reticencia a mirarla directamente a los ojos, debido a la vergüenza
que sentía.
-¿Martín
Leal?-le preguntó sin mucha firmeza en la voz.
-Me
temo que sí.
-Sígueme,
por favor.- se mordió ligeramente el labio, fruto del nerviosismo que ella también
padecía.
Lo
condujo por los asépticos pasillos del hospital hasta el escáner. En el
trayecto constató dos cosas. Una, que los azulejos de la pared le recordaban
mucho a los que había en el colegio al que había ido de pequeño. Eran de un
color marrón suave y de forma rectangular. Y dos, si no llegaba pronto a una
silla o camilla, se caería por el camino.
Afortunadamente
para él, dos puertas después de que le surgieran esos pensamientos, llegaron a
su destino.
Antes
de mandarlo ponerse en ningún lado, le hizo unas preguntas rutinarias del tipo
de si tenía marcapasos, prótesis metálicas,… y todo ese tipo de cosas
incompatibles con las resonancias magnéticas.
Él respondió a todo con escuetos noes, y ella
le mandó depositar todos los objetos de los bolsillos en una cajita para
guardarlos en una taquilla.
-El
anillo también, por favor.- le solicitó una vez se hubo despojado de sus
pertenecías.
El
anillo. Aún no se lo había quitado, y ya hacía un día que oficialmente ya no
estaba casado. Martín apretó los labios hasta que se le emblanquecieron,
pensando en por qué todavía lo llevaba puesto, mientras se lo daba a la mujer.
-Túmbese
ahí, y procure no moverse a ser posible- dijo señalando un artefacto inmenso, con una boca circular,
al que le sobresalía una lengua blanca en forma de camilla que lo
iba a engullir.- Por el altavoz le
iremos dando indicaciones de lo que debe hacer.
Martín
se tumbó y se puso rígido, procurando cumplir con la indicación de no moverse.
La máquina emitía un ruido repetitivo y mecánico, y cuando la camilla lo
introdujo en el interior sintió un poco de claustrofobia. Nunca había tenido
problemas con los espacios cerrados, pero se notaba un poco intimidado por
aquella mole ruidosa.
No sería capaz de decir cuánto duró
la prueba. Tenía la sensación de que allí dentro el tiempo transcurría a otro
ritmo.
Cuando acabó, recogió sus
pertenencias y guardó el anillo en el bolsillo. Le tocaba volver a esperar el
resultado de las pruebas en su silla favorita. De camino a la sala de espera,
la enfermera se le acercó por detrás.
-Toma, ponte esto, te va aliviar un
poco.- le dijo tendiéndole un collarín de espuma.
-¿Por qué?, ¿Ya sabes lo que me pasa?
-Hombre, yo no soy médico, pero diría
que tienes una lesión cervical importante.-titubeo un poco pero al final se
atrevió con la pregunta.- ¿Cómo te lo hiciste?
-Ayer…, al salir de la cafetería,
tuve un accidente con el coche. Creo que lo siniestré.
-Ah, y eso, ¿Te embistieron, o algo
así?- era evidente que sentía
curiosidad.
-La verdad…,- dudó, pero algo le hizo
ser sincero.- no estoy en el mejor momento de mi vida. Y no sé por qué. Pero
iba encerrado en mis problemas y se me cruzaron los cables mientras conducía.
Ella lo miró sin comprender del todo,
parecía que mil preguntas acechaban su mente. Al final, una sonrisa bondadosa
apareció en sus labios.
-Y eras tú el que pretendía ayudarme.
Martín solo pudo responder con una
mueca de resignación. Qué le podía decir, no tenía argumento de ningún tipo. Lo
que había hecho era un sin sentido.
Una enfermara de profundas arrugas,
que rondaría los cincuenta y tantos, recriminó a la mujer a lo lejos.
-Marta, deja la cháchara para tú
tiempo libre que aquí aún hay muchas cosas que hacer.- era evidente que era una
persona acostumbrada a imponer su ley.
-
Entonces, ¿No tienes en que volver a casa?
-No, supongo que iré caminando.
-Los resultados de tus pruebas
saldrán enseguida, si me esperas, a las tres salgo y te puedo acercar. En tu
estado no creo conveniente que de momento camines mucho. Si quieres…, vamos.
-¡Oh! Sí, por favor, te estaría
sumamente agradecido. ¿En la puerta de
Urgencias a las tres?
-Sí.-respondió ella alejándose a la
carrera hacía el puesto de enfermeras con la sonrisa todavía pintada en su
rostro.
5
Elena se subió violentamente la falda
por encima de la cintura, para poder sentir el cálido contacto de la lengua
sobre su entrepierna. La música atronaba en el cuarto de baño de aquella
discoteca, pero le daba un ritmo agradable a la situación. Hacía que las repeticiones
siempre fueran acompasadas.
Sostenía la cabeza del chico asiéndole con
fuerza del pelo rizo, empujando su rostro contra lo más profundo de su pubis.
Pronto comenzó a jadear, curvando ligeramente la espalda. A veces se golpeaba
la cabeza contra la pared alicatada, pero hacía que lo sintiera todo más
excitante aún. Más animal.
El orgasmo comenzó a asomar cuando el
frenesí aumento. Tal vez fueran unos pocos segundos, pero para ella el mundo
desapareció. La música había cesado llenándolo todo de un silencio vacío, y las
imágenes que llegaban a sus ojos se congelaron instantáneamente.
Sin llegar a ser consciente del momento, el
chico la penetró, y sus sentidos regresaron de nuevo. Pero no del todo. Iban y
venían a intervalos. Como a fogonazos, similares a la sensación de cruzar un
túnel iluminado en coche, o a la de ponerse y quitarse unos auriculares de las orejas. Solo que en el momento de la
nada, su cerebro, sentía una cálida oleada de un placer indescriptible.
El ritmo de la música parecía haber
aumentado y las embestidas contra la pared cada vez eran más violentas. Sintió
que otro orgasmo cabalgaba desbocado hacia ella. Le clavó las unas en la
espalda al chico. Aquel clímax fue más intenso y prolongado que el primero.
Quería saborearlo hasta el infinito y se mordió en el labio con fuerza
provocándose sangre y encontrándose con un placer diferente al del propio sexo.
No sabía si el chico había acabado o
no, pero tras un instante de respiro, lo empujó bruscamente para separarse de
él. Todavía jadeaba y la miró con un gesto de incomprensión. Ella se bajó la
falda y se pasó el dedo por el labio sangrante. Con un gesto, casi sexual, se
chupo la gota de sangre que este había recogido y beso con aspereza los labios
de su amante desconocido, antes de salir al lavabo.
Tras colocarse adecuadamente el
tanga, se arregló un poco la maraña de pelo que tenía. El agua del grifo corría
sobre sus manos cuando vio a través del espejo como el chico se apretaba el
cinturón y se dirigía hacia ella con la intención de decirle algo. Sin llegar a
sacar las manos de la pileta se volvió hacia él para ofrecerle una gélida
mirada que lo paró en seco. No necesitaba hablarle para dejarle claro que
aquello se acababa allí.
Se sacudió las manos sobre el lavabo
y cogió un toallita de papel para secarse antes de salir por la puerta.
Un metro ochenta y cinco de musculosa
carne llegó a la puerta del baño en el momento en el que Elena salía perseguida
por su amante.
-¡Dónde estabas metida, zorra de
mierda!-le espetó violentamente a la chica, antes de fijar su atención en el
chico.-Tú, no te habrás follado a mi chica, ¿no?, ¿Qué hacías ahí dentro?
El chaval, que tendría dieciocho años
mal cumplidos, sintió como el mundo se abría a sus pies. Aquella mole debía
pesar unos cien quilos y parecía ser capaz de arrancarle la cabeza de un
manotazo.
-Eh…-balbuceo el muchacho.
-Este, estaba ahí dentro dándole a
otra, lo que tú no eres capaz de darme a mí.- le espetó ella con desprecio
antes de chocar contra él para hacerse sitio y alejarse de la situación,
señalando la puerta.-Pregunta ahí si quieres saber más.
La multitud que se acababa de agolpar
en torno al alboroto no pudo reprimir una carcajada que hizo sonrojar las
mejillas del gigante.
-¡No te creo!-rugió con un grito a su
espalda y descargo un brutal puñetazo sobre el rostro del muchacho, liberando toda su frustración sobre él.-Te la has
follado cabrón.
Una salva de golpes cayó sobre el
chaval, sin que nadie moviese un dedo para ayudarlo. En uno, más desafortunado
que el resto, se le rompió la nariz con un sonoro crujido. María, la única
amiga de Elena en la isla, estaba apoyada en la pared observando el dantesco
espectáculo cuando ella se paró a su altura.
-¿Qué le pasa a Joaquín?-le preguntó
María con indiferencia, sin llegar siquiera a descruzarse los brazos.
-Nada, me agota. Otro incomprensible
ataque de celos de los suyos.-repuso ella con una mueca de incomprensión, como
si lo que estaba sucediendo a unos escasos pasos de su espalda no tuviese nada
que ver con su persona y cambió de tema como sin nada.- ¿No tendrás nada para
mí? Tengo que subir a bailar en veinte minutos, y estoy sin vida.
-Claro que sí mi vida, para ti
siempre tengo algo.-María esbozó una amplia sonrisa. De repente parecía la
mujer más feliz del mundo, cuando un instante antes tenía el aspecto del
aburrimiento personalizado. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó
dos pastillas el doble de grandes que dos granos de arroz juntos.-Esta son diez
euros,-dijo señalando la primera.- y esta te la regalo cariño. Tú te lo mereces
todo.
María habría acabado la frase con una
caricia disfrazada en un suave pellizco en el rostro de Elena. Pero la vista se
le posó en la paliza que Joaquín le estaba dando al pobre chaval y la sonrisa
se le borró de golpe, haciéndole retroceder la mano del rostro de ella como si
fuese a pasar corriente a través de él.
-Toma.-dijo Elena extendiéndole un
billete rojizo que había extraído del sujetador.-Nos vemos a la salida.
Elena cogió las dos pastillas de la
mano de su amiga y se marchó hacía los atriles donde tendría que bailar las
siguientes dos horas. Mientras se abría paso hacía ellas, tropezó con un montón
de gente que corría para ver la pelea.
Se paró en la barra más cercana y pidió un
agua. Como Gogo, no pagaba las consumiciones, pero les estaba prohibido pedir
nada que llevase alcohol. Cogió el botellín de agua y lo abrió para darle un
sorbo antes de internarse más en la pista central. La música parecía poseer a
los centenares de personas que había allí bailando, en un sinfín de cabezas
asintiendo al unísono. Protegida entre el gentío cogió una de las pastillas y
se la metió en la boca para terminar de tragársela con un trago de agua.
La música seguía ascendiendo como si
quisiera emular el éxtasis que había sentido Elena unos instantes antes. Pero
ella sabía que eso era imposible. El ritmo solo lograba tal perfección cuando
ella estaba sobre el atril y bailaba con todo el desenfreno de su alma. Solo en
ese momento la música alcanzaba la misma fuerza que el sexo.
6.
Pasaban cinco minutos de las tres, y
Martín, que la estaba esperando en la puerta de urgencias con cierta
impaciencia, se preguntaba si ella se habría arrepentido.
Cuando la vio aparecer, vestida de
calle, parecía otra persona. No estaba maquillada, ni llevaba ningún peinado
especial, pero había algo claramente diferente en ella. Tal vez fuese el brillo
de sus ojos, o la sonrisa que no pudo ver el día anterior en la cafetería. El
caso es que por primera vez pensó que
era guapa.
-¿Llevas mucho rato esperando?
-No, diez minutos o así.-mintió él
mirando el reloj.-Ni me había dado cuenta de que ya era la hora.
Y lo cierto es que lo había pasado bastante
mal. Hacía algo más de media hora que el médico lo había despachado, entre
pastillas y recomendaciones de descanso absoluto. Porque lo malo de tener que hacer tiempo en su
situación, era que, cuando estaba sentado, el cuello y la espalda le dolían
ferozmente, pero cuando se levantaba un vértigo lo obligaba a volverse a sentar
si no quería acabar en el suelo.
Aun así, sonrió
Caminaron doscientos, o trescientos
metros por la calle, hasta el coche de ella. Un Peugeot 106 gris, con más
golpes y desconchones que años. Al abrir la puerta, el interior no parecía
corresponderse con el exterior. Estaba limpio y de los asientos emanaba un olor
floral muy agradable, como si se hubiese trasportado en él un cargamento de
rosas o algo así.
Regló los espejos y arrancó el motor
con un rugido que delataba que era a gasolina.
-Y bien, ¿Dónde vive exactamente?- le
preguntó antes de incorporarse a la carretera.
-En el centro. En el edificio
contiguo a la sede del teatro Fraga.
-¡Joder, cómo te cotizas, no!-le rió
ella.
- Bueno, lo cierto, es que no sé
cuánto tiempo más podré seguir viviendo ahí. No me van muy bien las cosas y
ahora mismo ya no me lo puedo permitir. En cuanto me recupere un poco tendré
que buscar otra cosa.-con un alquiler de mil doscientos euros al mes, no se podría
decir que el ático era caro, pues estaba en el meollo de la ciudad. Pero para
Martín, que no tenía ni para comer al día siguiente, era un lujo de otro
tiempo. Lujo al que había accedido cuando las cosas le funcionaban, y era un
empresario de éxito. Porque ella, su ahora ex mujer, se había encaprichado de
él y no supo decir que no.
-Ah.- fue evidente que ella se sintió
incomoda, pero la pregunta era casi obligada.- ¿Y a qué te dedicas?
-Ahora a nada, antes era empresario.
El principal accionista de un conglomerado de empresas del sector servicios,
para ser más exacto.
-¿Y ahora ya no?
-Pues no. Lo cierto es que lo perdí
todo. No me quedo con deudas grandes, que es importante, pero todo aquello que
fue mío, va a dejar de serlo.
- Yo también perdí cosas en la vida,
y no por eso voy estrellándome con el coche por ahí.
Martín sonrío por el comentario de la
mujer, pues percibió en él limpieza. No había maldad.
-Pues viendo como lo tienes por
fuera, cualquiera lo diría.- le replicó él también con bondad.- y que se supone
que perdiste tú.
-A mi hija.- el rostro de María se
contrajo un instante por el dolor que el pensamiento le evocaba.
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