Palabras amargas salieron de sus labios. Me
quemaron el alma. Entraron en mi cuerpo y arrancaron de lo más profundo de mis
entrañas un quejido lastimero. Como el de un niño, desconsolado, buscando la
falda de su madre.
Intenté alzar la vista para verla, pero no
fui capaz. La cabeza me pesaba mucho. La vergüenza me aplastaba. Busqué sin
éxito alguna explicación que me pudiese justificar. Me mordí el labio
intentando forzar las palabras, pero solo logré notar el sabor de la sangre.
Agrio. Metálico.
Mentiroso.
En ese preciso instante comprendí que hay
dolores más fuertes que los físicos. Que hay otra substancia líquida que
representa al sufrimiento, a veces incluso mejor que la propia sangre. Las
lagrimas.
Lagrimas como las que me caían por la cara.
Discontinuas. Pesadas. Cargadas de sentimientos.
Tragué algo de saliva. Tenía que decirle
algo. No podía dejar que se marchara así.
Inspiré profundamente rogando encontrar el
valor. Pero lo único que fui capaz de balbucear entre los quejicosos sonidos
del llanto, fue un patético y escueto:
-lo siento.-Así, sin más. No supe hacerlo
mejor. Como si eso fuese a corregir algo, como si eso bastase.
Ella dio un paso hacia mí y me sentí obligado
a verla a los ojos por primera vez. Mis lágrimas se congelaron en el acto. Su mirada
estaba cargada de odio. Me odiaba. Lo supe en el mismo instante. Incluso antes
de que la bofetada que me dio, sonrojara mi mejilla.
Se giró para irse. Sin volver a dirigirme la
mirada, en el más absoluto de los silencios. Ya no tenía nada que decirme,
había quedado todo claro.
Pensé que nunca más volvería a ver a esa
mujer.
Supongo que el destino es caprichoso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario