( Es posible que haya cosas que no suenen bien, o que tal vez estén mal expresadas. También estoy seguro de que son muchísimas las faltas de ortografía y de estilo en las que he incurrido. De momento no sé hacerlo mejor y por supuesto apreciaría de buen grado, cualquier opinión que cualquira tubiera a bien de darme.)
Muchas gracias por vuestra atención.
1
Kaunas se incorporó a la fila, con la cabeza
gacha, evitando cruzar la mirada con la de los guardias; temía que si lo
miraban a los ojos, pudiesen leer sus intenciones como en un libro
abierto. Se sentó en el lugar que tenía
asignado y al poco rato comenzó a removerse nervioso en el asiento. Aquellas
palabras que no debía haber oído se repetían en su cabeza, recordándole lo
mucho que se jugaban.
Con la desaparición del último rayo de sol y
la salida de la séptima luna del año, el gobernador dio comienzo a su puesta en
escena. Los guardias cerraron las pesadas puertas de granito tras él, y todos
los presentes se pusieron en pie para verlo avanzar hasta el escenario. Nadie
se atrevía a alzar su mirada más allá de sus pies; el silencio sería total de
no ser por los golpes sordos que daban contra el suelo -con los bastones de sus
picas-, los soldados de la guardia.
El gobernador subió los cuatro peldaños que
daban acceso al escenario y lo cruzó con
lentitud ceremoniosa, hasta llegar al monolito que presidía el teatro.
Una vez allí, metió la mano en el hueco horadado en la piedra y extrajo un pequeño libro. Se dio la vuelta
sosteniéndolo con ambas manos, besó sus tapas y lo alzó por encima de su
cabeza, antes de que aquel teatro que parecía invadido por un estado de
ausencia, rompiera en unos atronadores gritos de vivas y alabanzas.
Dejó que el júbilo corriera por su pueblo
durante unos segundos antes de acallarlo y reducirlo al mismo estado de
ausencia anterior con un mínimo gesto.
– ¡Queridos hermanos– elevó su voz el gobernador para dirigirse a
la gente–, seguimos vivos!– las cuatrocientas almas allí congregadas quisieron
volver a gritar de alegría, pero continuó hablando–. No han sido tiempos
sencillos. La muerte y la desdicha nos han perseguido. Pero no nos han
derrotado. Y todavía podemos decir con orgullo que somos los últimos hombres
sobre la faz de la tierra.
El público quiso volver a levantarse para
seguir jaleando su suerte, pero el gobernador acalló cualquier intento con la
mirada.
Kaunas cada vez estaba más nervioso. Estaba
seguro de lo que había oído, y si se producía, pensaba aprovecharlo. Buscó con
la mirada a Silos y a Cercione. Ellos también estaban expectantes, y de vez en
cuando, lo miraban en busca de alguna indicación. Pero él poco podía decirles
aún.
El gobernador siguió hablando durante media
hora más, repitiendo el mismo discurso de todos los años. Ensalzando las
virtudes de un pueblo trabajador, que a causa de su obediencia y de su fe total
en sus gobernantes, se veía recompensado con el don de la existencia.
Una vez acabó, dio paso a los elegidos para
realizar la representación del día en el que a sus antepasados le fue revelada
la salvación. Kaunas reconoció entre los actores que daban vida a los siete
personajes más importantes de aquella historia, al hombre al que había
escuchado decir entre susurros que el día de la séptima luna, cuando se cruzase
con él en el escenario, mataría al gobernador. Cercione, consciente del punto
en el que se encontraba la situación volvió la vista atrás para volver a ver a
Kaunas, pero este estaba atento al escenario.
Fue en un segundo. La hoja del cuchillo
apenas tuvo tiempo a brillar con la luz del escenario desde el escondrijo que
el hombre tenía entre sus ropas, hasta el pecho del gobernador, sin que nadie
fuese capaz de impedirlo.
Por el teatro corrió un grito de horror,
mientras los soldados de la guardia contemplaban atónitos como chorreaba la
sangre de su máximo mandatario por la túnica de seda blanca. El caos se apodero
de la situación. Algunos gritaban de desesperación, los niños lloraban
desconsolados contra los pechos de sus madres y los hombres más fuertes,
acompañados por toda la guardia, se abalanzaron sobre el escenario.
Kaunas dirigió una rápida mirada a sus amigos
y corrió agachado hasta la brecha en la pared que había estado reparando unos
días antes. En cuanto Cercione y Silos llegaron hasta allí, Kaunas le dio una
patada al amasijo de adobe, dejando al aire un boquete suficiente para poder
escapar los tres.
– ¿Estáis convencidos de que lo queréis
hacer?– les pregunto con miedo. – Una vez salgamos por este agujero, no habrá
vuelta atrás.
– ¡Vámonos ya!– le urgió Cercione.
Los tres cruzaron por el boquete y corrieron
envueltos en la oscuridad, ocultándose del amparo de la séptima luna del año,
para dejar atrás aquel lugar que tanto detestaban.
2
Los tres corrían por el bosque con la
determinación de quien sabe que se está jugando la vida. Seguían a Silos, sus
cinco años en la brigada de leñadores le hacían conocedor de aquel bosque como
de la palma de su mano. Kaunas y Cercione podían ver como se anticipaba a todos
los obstáculos e intentaban imitarlo, aunque no siempre con la misma fortuna.
La única idea de cruzar los confines
permitidos del valle lo antes posible, los espoleaba a seguir apretando el
paso.
Conforme se internaban en el bosque, la
pendiente sobre la que corrían se iba endureciendo y los árboles se volvieron
más frondosos; formando, en ciertos lugares, verdaderos muros de madera viva.
Cercione sentía que estaba cerca de su
límite. Ya no aguantaba más. No quería detenerse, pero la descoordinación que
venía arrastrando en sus pasos desde hacía unos metros, la hizo tropezar con
unas raíces gruesas ocultas entre la maleza antes de caer.
El golpe fue tremendo. Acabó dándose de
bruces contra el suelo con un ruido seco y un restallido de dolor recorrió su
cuerpo. Por un instante llegó a olvidarse de todo mientras se retorcía en el
suelo. Kaunas, que iba detrás de ella, tuvo que saltar por encima para evitar
pisarla, pero también perdió el equilibrio, yendo a darse contra unos troncos
antes de caer de costado.
Silos, al oír los quejidos de Kaunas y de
Cercione, regresó sobre sus pasos para ayudar a sus amigos.
– ¿Estáis bien?– les preguntó con la voz
entrecortada por la respiración. – ¿Os
habéis hecho daño?
Cercione se incorporó hasta quedar a cuatro
patas. Jadeando por la mezcla de agotamiento y de dolor, se dio un segundo
antes de contestar.
– Creo…, que sí. – Hizo una mueca de dolor al ponerse de pie.
– Me he dado un buen golpe, pero creo
que estoy bien. – terminó de decir la
muchacha mientras se palpaba todo el cuerpo en busca de alguna sensación que le
indicara que algo iba mal.
Por un instante una punzada de miedo se
apoderó de su ser, atenuando casi todo el dolor físico. Se volvió a palpar,
pero no notó nada raro.
No podía permitirse correr el riesgo que
corría para nada.
El murmullo de los quejidos de Kaunas la hizo
salir de ensimismamiento. Estaba vuelto
sobre sí mismo, hecho un ovillo que rodaba por el suelo.
– ¿Qué te pasa?– Silos se agachó preocupado junto a su amigo.
Kaunas, con las lágrimas en los ojos, se
volvió hacia ellos para mostrarles su hombro dislocado. Este marcaba un ángulo
inverosímil respecto al resto del cuerpo. Cercione tuvo que ahogar un grito de
dolor al verlo, mientras no podía evitar pensar que todo aquello era culpa
suya.
– ¿Puedes continuar?– preguntó, apuntó de
echarse a llorar.
Kaunas apretó la mandíbula e hizo un gesto
con la mano para que esperasen, mientras se ponía en pie. Su respiración era
entrecortada, y con cada esfuerzo se le escapaban unos terribles resoplidos.
–Tírame del brazo. –le dijo a Silos una vez
terminó de recuperar la verticalidad, ofreciéndole el lado del hombro
dislocado.
Silos lo observó durante un instante sin
hacer nada.
– ¿Estás seguro?– Cercione se adelantó un poco hasta apoyar su
mano en él.
– Sí. –
respondió Kaunas a la vez que hacía un gesto con el tronco de su cuerpo
a Silos para que le agarrara del brazo.
– Cercione, busca un trozo de madera pequeño
para que lo pueda morder.– le ordenó Silos mientras agarraba el brazo de su
amigo, con una mano un poco por debajo del codo, y la otra un poco por encima.
En cuanto ella encontró un pedazo de madera
de unas dimensiones asequibles para la boca de Kaunas, lo sacudió con la mano y
lo puso entre los dientes de este.
– Agárralo por la cintura. – le indicó Silos, mientras se concentraba para
dar el tirón.
Kaunas aprovechó el brazo sano para asirse a
una rama y cerró los ojos para concentrarse en su respiración.
– A la de una– inició la cuenta atrás Silos cogiendo
impulso–, a la de dos…, y a la de tres.
Silos tiró del brazo de su amigo con un
movimiento seco para provocar el crujido en la articulación. Kaunas gritó de
dolor, apretando sus dientes contra el pedazo de madera hasta el punto de
pensar en deshacerlo en su boca.
Conforme las lágrimas iban acudiendo a sus
ojos para inundarlos, Kaunas notó como, aunque era gradual, el dolor se le iba
disipando.
– Tenemos que aprovechar ahora que estoy en
caliente. Si nos detenemos aquí, estamos perdidos. –Pronunciar aquellas simples
palabras fue un suplicio para él, pero tendría que haber perdido las piernas
para quedarse allí–. Vámonos ya.
– Estamos cerca de la salida– le dijo Silos.
– Tal vez deberíamos tomárnoslo con un
poco más de calma.
– No, sigamos corriendo. Por lo menos hasta
llegar a los confines. – Se empeñó
Kaunas.
– Con todo el revuelo que se montó con lo del
gobernador, no creo que hasta mañana se den cuenta de nuestra desaparición.
– Cercione apoyó su mano en el hombro
sano del muchacho, intentando convencerlo.
– Precisamente. – Kaunas no se quería dejar
convencer de nada. – Tenemos que
aprovechar para alejarnos lo más posible. El tiempo que perdamos ahora, no lo
vamos a recuperar jamás. Y si nos persiguen, nos va a hacer falta aprovecharlo
al máximo posible. Vamos. – le indicó a Silos con la cabeza para que volviera a
marcar el camino.
Los tres continuaron corriendo por el
laberinto de árboles que tan bien conocía Silos. Kaunas pretendía seguir con el
mismo ritmo que tenían antes, pero era incapaz de mantenerlo. Así que, poco a poco, el grupo se adaptó a un
trote constante hasta llegar a la salida del bosque.
Cruzar por aquella diminuta brecha entre los
troncos de dos árboles, resultó más doloroso de lo que Kaunas creyó desde un
principio. Solo la pudo cruzar con la ayuda de Silos desde un lado, y de
Cercione desde el otro. Al otro lado, había no más de sesenta metros de
pendiente con un gran desnivel, despejada por completo de árboles, hasta llegar
a la cima del valle.
Cercione se adelantó corriendo casi a cuatro
patas por la ladera, mientras Silos se ofreció como apoyo para Kaunas. Este lo
rodeó con el brazo por el cuello, apoyando parte de su peso en él, y ascendieron
juntos hasta alcanzar los confines permitidos del valle.
Una vez arriba, los tres muchachos se tomaron
un segundo para respirar; nunca habían visto una luna tan grande ni tan luminosa. Sintieron como si aquella
luz los purificara, y les diera su bendición para continuar su camino hacia la
libertad.
Antes de echar a correr ladera abajo, y
abandonar para siempre el valle de Rocazeniza, Kaunas se giró para mirar por
última vez el único lugar que conocían en el mundo. No fue mucho rato, lo justo
como para reafirmarse en su sentimiento de odio hacia aquel lugar.
Atrás quedaban las normas arbitrarias. Las
decisiones injustas. La obediencia ciega a unas leyes crueles y la sumisión
absoluta a sus gobernantes. No sabía si el gobernador había muerto o no. Pero
no le importaría si fuese así. No pensó mucho en el hombre que lo apuñaló. Ni
en cual había sido el motivo que lo había empujado a empeñar su vida con aquel
acto.
Solo dio gracias por haber estado en lugar y
en el momento adecuado.
3
El segundo oficial entró en los aposentos del
mariscal Sisgar, tras apenas haber tocado con los nudillos en la puerta. Sabía
que no iba a tener contestación del otro lado. No al menos, en el estado en el
que se encontraba su superior.
Avanzó
en la penumbra hasta el lecho del mariscal. Por un instante, pensó en reprimir
una arcada. El olor a podredumbre y a enfermedad apenas si podía escaparse por
el escueto ventanuco que tenía la habitación. Pensó, en que cómo era posible
que el mariscal viviese así. En lo que haría él, el día que ocupase su cargo.
Una vez se puso a su altura, carraspeo con
nerviosismo antes de empezar a hablar.
– ¿Mariscal?
El hombre se volvió con pesadez y se quedó
mirando a su subordinado en silencio.
–Mariscal, el consejo reclama su presencia en
la sala capitular con urgencia –durante una fracción de segundo, la que tardó
el mariscal en reaccionar y demostrar todo lo contrario, por la cabeza de aquel
muchacho, cruzó la tonta idea de lo sencillo que sería acabar con su superior
en ese momento y conseguir un ascenso por la vía de la sangre–. Han apuñalado al gobernador en el teatro de
la humanidad.
El mariscal Sisgar dio un gruñido de
exasperación.
– ¿CÓMO?
¡Eso no es posible!– le gritó a su subordinado saliendo de su
sopor–. ¿Dónde estaba su guardia
personal?
El segundo oficial quiso escoger con cuidado
las palabras.
–Señor, fue todo muy rápido… Confuso– la voz
le traicionaba un poco, dejando escapar pequeños gallos de vez en cuando– El agresor era uno de los representantes de
la escena de la séptima luna y, aprovechando su presencia en el escenario, se
abalanzó sobre el gobernador de improviso, impidiendo cualquier reacción por
nuestra parte.
El mariscal le dirigió una mirada cargada de
odio.
– ¡Malditos ineptos!– volvió a bramar. – ¿Cómo se encuentra ahora el gobernador?
Por un segundo reinó el silencio.
–Me temo que no me he explicado bien, señor...
– el segundo oficial sudaba en frio. Ya
no existía ni el olor a podredumbre, ni a enfermedad; ya no se le pasaba por la
cabeza el pensar en quitar de en medio a su superior. Ahora solo le quedaba
transmitir la noticia más difícil de dar a aquel hombre. – El gobernador está muerto.
El rostro del mariscal se contrajo de una
forma que no esperaba el segundo oficial. Este esperaba gritos y más gritos.
Amenazas y sanciones gravísimas para él y sus hombres. Tal vez la pena de
muerte para algún soldado de la guardia personal del gobernador. Pero no el
estado de apatía emocional con el que había reaccionado.
– Está bien. –El mariscal apartó las mantas
con las que se cubría para salir de la cama, dejando al descubierto el emplasto
de gasas ensangrentadas que tenía en el bajo vientre. – Dile al consejo que voy
ahora.
El muchacho se quedó un instante embobado
ante la herida de su superior.
– ¡Es que no habías visto antes a un hombre
desnudo!– el mariscal recuperó la
vigorosidad de su tono para echar a su segundo de sus aposentos. – ¡Largo de aquí!
El joven oficial dio la vuelta sobre sí mismo
con precipitación, ansioso por abandonar aquella habitación lo antes posible.
– ¡Névoj!–
el mariscal detuvo a su segundo en el momento en el que este posó la
mano sobre el picaporte de la puerta. –
¿Qué hicisteis con ese perro sarnoso?
– ¿El asesino?– preguntó con torpeza, mientras observaba como
los ojos del mariscal se tornaban fríos como el hielo. –Está vivo. En las
celdas de la Guarnición –se apresuró a responder para enmendar su error –. A la
espera de lo que dictamine el consejo, Señor.
–Que nadie hable con él, mantenedlo aislado.
Ese hombre, es solo mío. –le dijo
amenazándolo con el dedo. – ¡Me entiendes!
4
Envuelto en un estado de concentración
absoluta, el mariscal Sisgar marchaba sin escolta hacia la sala capitular. Sus
pasos marcaban una cojera pronunciada a causa de su herida en el abdomen, pero
en su rostro no parecía atisbarse ningún rastro de dolor. A sus mal conservados cincuenta años, ya
había soportado demasiados tipos de sufrimiento, como para ser sensible a él.
Y
menos, cuando tenía su objetivo al alcance de la mano.
La
séptima luna todavía era lo suficiente grande y brillante como para poder
orientarse sin necesidad de farol alguno y el mariscal lo agradeció. Localizó
enseguida el pequeño, pero bien conservado edificio de piedra. Tal vez, la
construcción más sólida del valle.
Los dos guardias que custodiaban la puerta de
acceso con sus picas cruzadas entre sí, las recogieron al instante, con un
gesto marcial, para dejar pasar al mariscal.
Este cruzó la entrada y subió los pesados
escalones de piedra que daban acceso a la sala capitular, apoyando su peso en
el bastón que lo señalaba como máximo responsable del ejército de Rocaceniza
En la estancia, sentados alrededor de una
mesa con dos vacantes, estaban cuatro hombres. Cada uno con una túnica de un
color diferente.
– Mariscal Sisgar– lo reconoció de inmediato el hombre de la
túnica azul cuando su rostro empezó a ser visible bajo la escasa claridad del
farol que colgaba sobre la mesa. – Lamento que haya sido necesario llamarlo, y
más teniendo en cuenta su estado de salud. Pero me imagino que su segundo ya le
habrá informado de la gravedad de lo ocurrido.
El mariscal tomó asiento en su lugar.
– Desgraciadamente,
he recibido una información que nunca debí recibir, arquitecto Kiks.– el mariscal le dirigió una mirada intensa, a
la vez que pronunciaba las palabras arrastrando las letras con odio.– Rodarán cabezas por esto. Se lo aseguro.
Los cuatro hombres dieron un pequeño
respingo. El mariscal era un hombre que les intimidaba. Lo conocían bien. Si
amenazaba con cortar cabezas, sabían que así sería. Aunque fuesen las suyas propias.
– Mariscal–
intervino con voz pausada el anciano de túnica marrón, el maestro Godwin–,
el motivo de esta reunión no es determinar los castigos, ni a quien corresponde
castigar. Eso es algo menos apremiante que lo que tenemos que tratar ahora. El
pueblo está conmocionado; tenemos que darle estabilidad.
– Y qué se supone que hay que tratar. – fingió desconocer el mariscal.
– La sucesión, Sisgar –respondió el maestro
Godwin, articulando un poco las manos –.
Ahora que el gobernador está muerto…, uno de nosotros debe ocupar su
cargo.
El mariscal se levantó de su silla con un
violento movimiento, a la vez que cogía su bastón para apuntarles con él.
– ¡Apena su cuerpo si se ha enfriado, y
vosotros ya estáis repartiéndoos su cargo!– vociferó preso de la ira – ¡Malditos bastardos! ¡Merecéis que…!
– Te ruego que te tranquilices. – le interrumpió
el jurista Ogs, el único de aquellos hombres que fue capaz de conservar algo de
sangre fría, mientras trataba de apaciguarlo–. No nos malinterpretes. Nosotros
también queríamos al gobernador y nos duele su perdida casi tanto como a ti. Aunque
no fuésemos verdaderos hermanos de sangre. Pero es un requerimiento de la ley
del valle.
Tal vez, el hecho de que el jurista Ogs no
tuviese la capacidad de ver, fuera lo que lo espoleaba a hablar sin temor.
-No podemos regir este valle si no tenemos
una cabeza jerárquica que lidere al pueblo-añadió tras un segundo para
respirar-. Y tú lo sabes.
El mariscal Sisgar permaneció impasible
durante unos segundos, tras los que empezó a desplazar su mirada por cada uno
de los hombres allí presentes:
El arquitecto Kiks, con la túnica azul cielo
y el blasón de maestro constructor bordado en el pecho, le esquivó con el rostro
apenas se sintió observado; el maestre Godwin, y su túnica con el cuño de la
sabiduría, parecían no querer ocupar lugar en aquella mesa; Ogs era el único que mantenía una posición
rígida en su silla, mostrando por completo el emblema de la diosa justicia,
pero sus ojos carentes de vida o calor alguno, lo hacían parecer estar lejos de
allí; por último, quedaba el único de
aquellos hombres que todavía no había hablado. El capataz Sert. Vestido con su
habitual túnica verde oscuro, tenía una postura un tanto recogida sobre sí
mismo, pero a la vez en el rostro del hombre se asomaba una desagradable
sonrisa.
-yo voto porque el nuevo gobernador sea el
mariscal Sisgar- dijo de pronto, rompiendo el tenso silencio-. Es la mejor
opción para el valle.
Al mariscal le molestó un poco el tono que
había usado. Sabía que Sert se pondría de su lado y que lo apoyaría, pero algo
en su actitud lo empujó a sentir recelos de él.
-¿La mesa del consejo propone a algún otro
candidato?- elevó la voz el jurista Ogs, dando validez a la propuesta del
capataz.
La sala permaneció en silencio unos segundos
antes de que el jurista volviese a hablar.
-¿Votos a favor para que el mariscal Sisgar ocupe
la vacante dejada por nuestro amado gobernador Ragsis?
Uno a uno todos los miembros del consejo, a excepción
de Sisgar, alzaron sus manos al aire para votarlo como gobernador.
-¿Resultado?- preguntó el jurista a su
compañero de asiento, el maestre Godwin.
-Cuatro votos positivos.- contestó este
mientras bajaba su brazo.
El jurista se puso en pie y, guiando sus
pasos con la colaboración del maestre, se dirigió hasta un pequeño armario
situado al fondo de la estancia. Quitó la llave de la cadena que le colgaba del
cuello, para, con un movimiento casi impropio para las manos de aquel anciano,
abrir el candado de oro que bloqueaban las portezuelas. De allí extrajo el
libro sagrado del valle y caminó de vuelta hasta ponerse junto al mariscal.
-Por el poder de las leyes sagradas del valle
de Rocazeniza, y dada la votación
realizada por la mesa del consejo, yo, Ogs, la quinta generación de mi familia
en la mesa del consejo y máximo guardián de las leyes, proclamo al mariscal Sisgar,
como nuevo gobernador del valle.
El anciano depositó en las manos del mariscal
el librito sagrado y prosiguió:
-Que los dioses te guíen como guiaron a tu
predecesor, y te proporcionen la sabiduría para enfrentar con valentía todas
las decisiones que has de tomar. La vida y la muerte de este valle recae en tus
manos- terminó de recitar la vieja fórmula por la que se nombraba al gobernador
desde tiempos inmemoriales-. A partir de hoy, y con la séptima luna como
testigo, los miembros de esta mesa se reconocen como tus primeros, y más leales
siervos.
El mariscal sostuvo el librito que tantas
veces había visto, primero en manos de su padre, y luego en las de su hermano,
como la constatación del anhelo que tanto tiempo llevaba esperando.
Lo besó en sus tapas y lo alzó por encima de su cabeza.
-Así, sea- elevó su voz como solía hacer su
hermano cuando quería darse solemnidad-. Y que los dioses tengan a bien en
escuchar tus plegarias hermano Ogs.
Todos, a excepción del capataz Sert -que
seguía con una sonrisa burlona dibujada en su rostro-articularon una leve
reverencia ante su nuevo gobernador. Sabían el poder que acababan de depositar
en manos de aquel hombre despiadado. Y lo empezaban a temer antes de que tomara
ninguna decisión.
El mariscal Sisgar penetró en el edificio de
la guarnición envuelto en la oscuridad. Ya solo le quedaba un tema por
resolver. Un cabo suelto, que pronto quedaría atado para siempre.
Con la destreza de quien conoce un lugar como
la palma de su mano, se orientó sin chocar con nada hasta las escaleras que
daban a las celdas. Las bajó de una en una, con cierta pesadez, pero sin que su
rostro abandonara el habitual rigor en sus facciones.
Cuando llegó abajo, el soldado que estaba a
cargo de la vigilancia dio un respingo al ver aparecer de improviso a su máximo
superior.
-Mariscal, Sisgar.-Saludo con las maneras más
marciales que pudo articular.
-¿El prisionero ha dicho algo?-inquirió sin hacer mención a que
su cargo ya era otro. Para eso ya habría tiempo.
-Solo dice desvaríos, Señor. Incoherencias.
-Está bien. Vete fuera.- le ordenó el mariscal.- Quiero hablar
con ese hombre a solas.
El soldado se apresuró a subir corriendo las
escaleras para desaparecer lo antes posible de allí. No sabía lo que iba a
pasar en esas celdas, pero sabía que lo mejor él era estar lo más alejado del
mariscal.
Las celdas de la guarnición eran poco más que
los nichos donde descansaban los muertos. Una treintena de agujeros rebosantes
de humedad de un metro y medio de alto, dos de largo y uno de ancho,
practicados a lo largo de los 40 metros de metros de una de las paredes del
sótano del edificio donde se formaba a la nueva guardia.
Conforme Sisgar se fue acercando al único
hombre encerrado, el soniquete que este repetía le llegaba con más claridad:
-…lo sé todo, lo sé todo…-murmuraba en un
mantra que acompañaba de un incesante balanceo.
6-8…9(Quién sabe…)
Kaunas se estaba hartando de aquel sin
sentido.
– Es que no lo entiendo… ¿Por qué tienes la
cara pintada así? Apenas se te reconoce.
Silos y Cercione llegaron en ese momento;
cargaban ramas y hojas secas para la
hoguera que los calentaría esa noche. Al ver al diminuto mercader con aquellas
vestimentas tan estrafalarias, ambos tuvieron que aguantar una carcajada. Ellos
tampoco habían visto nada parecido en su vida.
Y más
aún, cuando vieron a Kaunas iniciando una nueva discusión con él.
– Esa es la idea, “casi hombre”– replicó Olave poniendo los ojos en blanco–. Ya te lo
expliqué, se llama Entroido. Es una tradición que sobrevivió de los hombres
antiguos. Dicen que de cientos, tal vez miles, de años de antes de la primera noche. O de la séptima
luna, como os empeñáis en decir
vosotros. Algunos lo llaman carnaval.
Kaunas se volvió hacia sus amigos en busca de
apoyo. Pero estos sólo sonreían.
–Decidle que esto es una locura, por dios. – imploró.
– A mí no me mires – le dijo Silos divertido,
tras dejar la madera en el suelo–. No es idea mía.
– Mañana, cuando lleguemos a Omsi, todo el
mundo va ir disfrazado– continuó el pequeño mercader, ignorando a Kaunas–. Si
queréis cruzar la muralla a lo largo del próximo ciclo lunar, sólo lo podréis
hacer así. No hay otra forma. Y más allá de esa fecha, la ciudad es
impenetrable, ¿entendéis?
– Vamos, Kaunas – intervino Cercione tomando
parte–. Ya escuchaste antes a Olave.
Omsi es lo suficiente grande como para que nadie se pregunte quiénes somos, ni
de dónde venimos. Podríamos establecernos allí
durante una buena temporada. O quién sabe…, tal vez para siempre.
El muchacho torció un poco el gesto de su
cara contrariado.
– No estoy seguro de que sea muy buena idea
rodearnos de golpe con tanta gente, Cercione – se sinceró Kaunas –. Me asusta. Hasta hace cuatro días, pensábamos
que éramos parte de una minoría de elegidos; que no existía la vida más allá de
los confines permitidos del valle de Rocazeniza. Y ahora– levantó los brazos queriendo abarcar la
inmensidad del horizonte–, parece que hay cientos de lugares llamados ciudades,
en los que, si lo que dice este hombrecillo
es cierto, viven miles de personas y…
Cercione dejó su montoncito en el suelo y
avanzó unos pasos hasta el muchacho.
– A mí tampoco me hace gracia– admitió la
muchacha poniéndose la mano en el vientre–. Sabes que no te lo pido por mí .Pero
cuando llegue el momento, no estoy segura de poder hacerlo sola; puede que
necesite una ayuda que, ni Silos, ni tú, me podréis dar.
Kaunas claudicó con la mirada. La
supervivencia de ese bebe, al fin y al cabo, era el motivo por el que se habían
fugado de Rocazeniza.
O al menos, el que lo había precipitado todo.
– Está bien, lo haremos. – Concedió al fin,
tras unos segundos en los que Cercione permaneció en silencio aguardando una
respuesta de viva voz.
– Gracias, Kaunas – la muchacha se acercó a
él y le dio un beso en la mejilla que precedió a un pequeño abrazo–. Te lo
agradezco de veras.
– Bueno, entonces, ¿Qué?– interrumpió el mercader, ajeno a cualquier
tipo de consideración, con su vocecilla irritante– ¿Queréis probaros vuestros
trajes?
El pequeño hombre se hizo a un lado con una
floritura, dejando entrever un sinfín de trajes multicolor y de extrañas máscaras en el interior del
carromato.
–No me ha costado mucho escogeros algo de
vuestro tamaño–. Remató con una sonrisa un tanto velada.
Kaunas se separó de su amiga dirigiéndole una
mirada cargada de odio a aquel enano. No lo soportaba. Cada vez que hablaba,
era como si alguien rechinara un cubierto por encima de un plato; un desagradable
dolor de cabeza que le laceraba el oído.
Por un
instante resistió la tentación de volver a implorar a sus amigos que se
replanteasen aquello. Pero se dio cuenta de lo inútil que resultaría.
Sólo le quedaba lamentar para sus adentros el
día en el que se lo encontraron. Y rezar a los dioses, si es que estos eran
ciertos, que el desagradable presentimiento que le embargaba no llegara a
materializarse.
Hola Borjas, he leído todo lo que llevas escrito para entender mejor la historia. Me alegra encontrar nuevos personajes, los antagonistas, era lo que esperaba. Sigo con mis interrogantes que se irán resolviendo poco a poco. Rocaceniza obviamente necesita de los políticos para mantener el orden, claro está, manipulando las emociones de la población. Esto no es muy diferente de la realidad actual y tampoco lo puedo descartar como un futuro posible, tal vez eso es lo que hace la historia interesante. Llega el día en que lo que nos parece ficción se puede convertir en realidad. Un saludo desde Caracas.
ResponderEliminarDisculpa Borja, escribí mal tu nombre!
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