Me giré al escuchar sus pasos. Sin poder
hacer nada por evitarlo, un nudo se me formó en la boca del estómago. Esperaba
encontrarlo más viejo, más gordo; tal vez con las cicatrices lógicas en su rostro. Pero no.
Seguía igual de alto, igual de fuerte. Puede que más atractivo que nunca.
–Al final has venido –le dije con cierto nerviosismo.
–Para eso me llamaste– se dirigió a la
licorera y se sirvió una copa generosa del whisky escocés que tantas veces
había saboreado–, sabes muy bien que no estaría aquí de no ser así.
Hacía tiempo que había guardado sus besos y
sus caricias en una caja polvorienta de mi memoria. Junto a las otras. Pero
tenerlo enfrente me provocó una nostalgia
similar a la de quien revisa un álbum familiar antiguo.
Esbocé una ligera mueca antes de sentarme en
el amplio sofá de piel.
–Siéntate si quieres– le invité señalando el
hueco libre.
–Creo que prefiero seguir de pie.
Observé como le daba otro trago a la copa. En
ese momento era incapaz de recordar porque las cosas no habían funcionado entre
nosotros. Estaba claro que era mucho más que un hombre con un culo y una
musculatura perfecta. También tenía una mente brillante. Se había encargado de
demostrármelo en multitud de ocasiones.
– ¿Estás segura de que quieres hacerlo?– me
preguntó de golpe, yendo al grano.
Volví a mover los labios con nerviosismo.
–Sí.
–Si acepto…
–Si aceptas, estaremos en paz–le atajé harta
de que fuese él el que manejara la conversación–, no nos volveremos a ver.
Podrás irte a donde quieras, dedicarte a lo que te dé la gana.
Bebió el resto del licor de un trago y me
señaló con un dedo intentando decir algo que al final no dijo.
–Está bien–posó con violencia la copa sobre
la licorera antes de marcharse–. Espero que cumplas con tú parte. Por tú bien.
Abandonó el salón dando grandes zancadas.
Dejando el eco de sus zapatos en las bóvedas del techo hasta ser roto por el
portazo que dio al salir.
Mejor así. De haberse quedado más tiempo, no
habría sido capaz de dominar los instintos que su presencia me provocaba.
Y eso sólo complicaría las cosas aún más.
Cansada, subí las ornamentadas escaleras
hasta la planta superior. Necesitaba un baño espumoso bien caliente.
El servicio tenía el día libre por orden mía,
así que abrí el grifo y dejé que se fuese llenando la bañera, mientras encendía
las innumerables velas aromáticas repartidas por el suelo. Me quité la ropa y
esparcí un par de pastillas de sal de baño efervescentes sobre el agua. Todo
estaba a mi gusto. Como siempre. Probé el agua mojando los dedos de un pie y me
metí dentro.
Una oleada de bienestar me inundó de
inmediato. Inspiré con fuerza y me dejé escurrir hasta sumergir la cabeza durante unos segundos.
Saqué la cabeza del agua y dejé caer todo el
pelo sobre un hombro. En el inmenso reloj de la pared, las manillas marcaban
las siete menos cuarto. Debía hacer una llamada.
Descolgué el auricular del teléfono
supletorio y marqué el número del salón de belleza al que siempre iba.
Enseguida recibí respuesta del otro lado.
–Salón de…
–Liz, soy yo– le corté–. Hoy no voy a ir,
estoy machacada. Cámbiame la cita para mañana a las doce.
Colgué sin esperar a que me respondiera. No
lo necesitaba. Con el dineral que me dejaba allí todos los meses, tenía sitio
cualquier día y a cualquier hora. Incluso sin necesidad de llamar. De no ser
por lo mucho que me interesaba constatar que estaba en casa, no lo hubiese
hecho.
Poco a poco el agua caliente fue haciendo su
efecto en mí y me quedé dormida.
Tras un buen rato me desperté sobresaltada.
Las velas ya se habían apagado por completo y me encontraba rodeada de
oscuridad. Suspire aliviada durante un segundo, ya debería haber sucedido.
Sin esperarlo, un ruido me hizo dar un
respingo. Con el corazón cada vez más
acelerado, oí como unos pasos avanzaban por la casa hasta el cuarto de baño.
La puerta se abrió, y tras ella apareció él.
– ¿Sabes?, tú marido me paga más– me dijo
sonriente mientras me mostraba un inmenso cuchillo–. Te envía recuerdos.
Horrorizada, consciente de mi destino, cerré
los ojos incapaz de seguir mirando.