“…Apuró el paso al escuchar las doce
campanadas. Cenicienta sabía que no debía…”
El abuelo se quitó las gafas y dejó a un lado el cuento
infantil para dedicarle una amorosa mirada a su nieta dormida. Era incapaz de
describir lo que sentía por aquella niñita. Se había convertido en el soplo de
vida que lo empujaba a seguir viviendo.
La tapó lo mejor que pudo con las mantas, encajando los
pliegues bajo el colchón, y la besó en la frente con ternura antes de salir de
la habitación.
La sonrisa bondadosa de su rostro se borró en cuanto vio a
los dos hombres sentados en la mesa de su cocina.
– ¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo habéis entrado? –les preguntó de
malos modos.
–Les he traído yo –respondió una voz diferente a su espalda.
El anciano se giró y vio con sorpresa el rostro de su hijo a
un palmo del suyo.
–Me oyeron quejándome
de lo injusto que eres… y se ofrecieron a ayudarme para convencerte de que lo
mejor es que una hija esté con su padre –continuó hablando con gesto inocente
–. A qué sí, muchachos.
– ¡Bastardo! –rugió el viejo antes de escupir a la cara de
su hijo– Deberían haberte matado en la cárcel.
– ¡Papá! –Exclamó con una naturalidad fingida, mientras le
soltaba un violento bofetón, aprovechando el movimiento para limpiarse el
escupitajo – ¿Te parece bonito decirme esas cosas?
El anciano cayó al suelo como un saco. De la boca comenzó a
brotarle un hilillo de sangre que pronto aumentaría de caudal.
–No voy a dejar que te lleves a la niña –rumió con odio–. No
estás preparado. Eres un maldito psicópata.
– ¿Me llamas psicópata? ¿Tú, a mí? –Soltó una carcajada–.
Traedlo aquí –les ordenó a los matones.
Los dos esbirros se acercaron despacio, un tanto inseguros
de lo que estaban haciendo.
– ¡Espabilad! –Les gritó para sacudir sus dudas – ¡Es para
hoy!
–Lo siento jefe –musitó uno de ellos al oído del anciano
mientras lo ponía en pie –. Esto no debería ser así, pero…
– ¡Vamos! –volvió a urgirlos– Aquí tiene que haber cambios
radicales.
El viejo intentó resistirse, pero la fuerza de aquellos dos
gorilas era imposible de combatir para él.
Aun así, estaba desbocado. Braceando y pataleando.
En su vida había pasado por una situación que le generara
tanta impotencia. Era el patriarca de la familia. El jefe del clan. Nadie se
atrevía a ponerle la mano encima. Su palabra era la ley, y todos se plegaban
ante ella. Incluso la verdadera ley.
– ¡ESTÁIS MUERTOS! ¡ESTÁIS TODOS MUERTOS! –gritó enloquecido
una vez lo dejaron de nuevo ante su hijo.
– ¡Oh!, ¡venga ya, papá! –su hijo continuó burlándose con el
mismo tono socarrón y exasperante de antes– Tú ya no estás en condiciones de
matar a nadie.
El ruido del picaporte de una puerta paralizó toda la escena
durante un instante. Tras los diminutos pasos, la niña entró a la cocina con un
peluche bajo el brazo.
– ¡Abuelo! –exclamó asustada al ver la sangre en la comisura
de sus labios.
– ¡Hija mía! –su padre se abalanzó sobre la niña,
olvidándose de todo por un momento.
La niña dio un chillido y se echó hacía atrás aterrorizada
ante el desconocido que pretendía abrazarla.
–Cariño, ¿qué te pasa? Soy yo, papá. ¿Es qué no me
reconoces? –con cada paso que daba, la niña retrocedía todavía más.
–Abuelo… –comenzó a balbucear– ¿Qué está pasando? ¿Quién es…
–Tranquila, Lucy. No va a pasar nada –la tranquilizó el
anciano–. Ya lo verás.
–Pero… –intentó protestar ella con el rostro inundado de
pucheros.
– ¡Serás cabrón! ¡La has puesto en mi contra! –gritó su hijo
exasperado, dando dos pasos rápidos hasta él y soltándole un puñetazo en la
cara– ¡Ni siquiera sabe quién soy!
– ¡Para! ¡Para! –Lucy echó a correr y comenzó a golpear a su
padre para que dejara en paz a su abuelo.
– ¡Lleváosla de aquí! –les ordenó a los matones–Esperadme en
el coche.
La niña siguió
pataleando mientras la levantaban en peso para llevarla al coche.
–Tranquila preciosa. Papá va a solucionar esto, y tú yo
podremos estar juntos –desvió la vista hasta su padre un instante, y volvió a
mirarla a ella antes de que se la llevaran –. Ya verás lo bien que lo vamos a
pasar.
En cuanto se llevaron a la niña, el anciano comprendió que
había llegado el día que tanto había temido.
El día en el que no le quedaba más remedio que matar a su
hijo.
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