La doctora Rose fijó los dos
últimos parches adhesivos a la frente del Mayor Philip y pulsó el botón para
sellar el tanque de tele-transportación. Pronto el cuerpo del soldado estuvo
flotando en aquel extraño líquido azulado; al igual que sus otros cinco
compañeros.
Volvió al puesto de control sin
perder de vista el reloj digital que presidía
la sala. Faltaban pocos segundos para la hora programada.
– ¿Constantes vitales? –inquirió a
su ayudante.
–Normales.
– ¿Estado de las copias de
conciencia?
–Completas.
– ¿Copias de seguridad?
–Concluidas y guardadas en el
servidor.
–Adelante, entonces –dijo
iniciando la secuencia necesaria en el panel de mando.
Los tanques comenzaron de
inmediato a chispear, como si una pequeña tormenta eléctrica se hubiese formado
dentro de ellos. El indicador de potencia subió con rapidez hasta llegar al
nivel necesario y la mujer se quedó con la vista fija en el reloj digital y la
mano preparada sobre el pulsador.
…3, 2, 1…
– ¡Ahora! –Exclamó pulsando con
fuerza.
En ese momento entró a la carrera
un oficial con el rostro desencajado, agitando un papel en alto.
– ¡Paren el viaje! ¡Nos informan
de que es una emboscada!
Philip era uno de los jefes de
operaciones del grupo de fuerzas tele-transportadas. Un grupo encargado de
realizar incursiones desde dentro del
territorio enemigo.
La tele-transportación se había
vuelto un concepto sencillo, aunque era el gran secreto del gobierno para el
que trabajaba: su arma más efectiva. Tan solo necesitaban un clon en el lugar
necesario y una conexión estable de cuantinet –el internet cuántico–, para
enviar la copia de la conciencia de un cuerpo, a otro. De un lugar, a otro.
Simple como apretar un botón.
Al Mayor, pese a los más de
cincuenta viajes que tenía a sus espaldas, despertar en el cuerpo de destino siempre
le resultaba traumático. Nunca terminaba de acostumbrarse. Las náuseas
iniciales se veían relegadas por una sensación de desorientación y de miedo
profundo que lo dominaban todo, en tanto su conciencia no terminaba de
amoldarse por completo al cerebro en blanco.
Aunque aquella vez supo que algo
iba mal desde el principio.
Todo estaba oscuro; hasta sus
oídos solo llegaban ruidos confusos.
Sin previo aviso, la tierra
comenzó a vibrar con violencia tras un enorme estruendo.
Philip reaccionó como pudo. Se
notaba lento, agarrotado por la inactividad a la que había estado sometido el
cuerpo clónico en comparación con el cuerpo que acababa de dejar atrás, pero
consiguió escapar del tanque portátil antes de verse atrapado debajo del.
Tanteó con la mano hasta llegar a
una pared. Supuso que estaba en el interior de la caja de un camión, como en
otras misiones, y que este había volcado tras una explosión, pero tampoco podía
asegurarlo con certeza. Se retiró todos los parches y rebuscó a tientas
tratando de encontrar algo que pudiese iluminar aquel lugar.
En ese instante, una gran
explosión hizo que uno de los laterales se volatilizara, lanzando el cuerpo de
Philip contra el extremo opuesto.
La humareda tardó unos segundos
en disiparse. Los mismos que le costó al soldado sacudirse el aturdimiento. Estaba
entrenado para actuar, no para quedarse quieto. Semidesnudo, se acercó hasta el
boquete que había quedado para valorar la situación.
Los cinco camiones yacían sobre
sus costados, y los que todavía no ardían, seguían siendo azotados por una
intensa lluvia de balas.
Aquella operación había salido
mal, no tenía arreglo. Era urgente que iniciara el protocolo de emergencia, los
rebeldes no debían hacerse con su tecnología.
Rebuscó por toda la caja del
camión, apartando como podía la ingente cantidad de trastos que había por el
suelo a causa del volcamiento, hasta encontrar la caja negra.
Abrió la tapa e inspiró con
fuerza. Esperaba que la doctora Rose no tuviese problemas con las copias de
seguridad. La continuidad de su existencia, y la de sus compañeros de armas,
dependía de ello.
Cerró los ojos y, dejando de
pensar, oprimió el botón para convertir aquel lugar en un cráter inmenso.
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