– ¿No te pasa qué a veces
piensas: “Por qué no me habré quedado a hacer horas extras en la oficina”?
–preguntó mientras abría una lata de cerveza.
–No sé Joy, ya sabes que yo no
comparto tú afición por chupársela al jefe –le respondió Dave, haciendo lo
propio con otra lata.
– ¡Vete a tomar por el culo! –se
rio Joy–. Me refiero, a que llegas cansado de trabajar, quieres estar tranquilo
y… –señaló la pequeña melé que formaban a unos metros de ellos, sus hijos y los
de Dave, mientras sus esposas se afanaban en separarlos–. ¿No te jode?
–Amigo –Dave y Joy se conocieron,
y entablaron amistad, el mismo día que bajaron allí por primera vez–, mira a tú
alrededor. ¿De qué te extrañas?
–Ya… –Joy espantó una mosca con
el rabo en ese momento–. ¿Tú, cómo haces para soportarlo?
–A todo se acostumbra uno –repuso
Dave indiferente, dando otro sorbo a su cerveza.
Sus esposas llegaron en ese
momento. Por fin habían logrado separar a sus engendros, y los llevaban sujetos
por las muñecas.
–Intenta tranquilizar a tus
hijos. Ya me tienen hasta la punta del cuerno –dijo Cao-cao tocándose su asta
izquierda.
– ¡Diablillos, míos! ¡Venid a los
brazos de papá! –los alentó Dave.
Las dos criaturitas se
abalanzaron sobre su progenitor en un par de aleteos.
– ¿Sois malos? –les preguntó.
– ¡Sí! –respondieron al unísono.
– ¿Cuánto de malos?
– ¡Cómo el mismísimo Satán! ¡Los
peores demonios de todo Infernoville! –volvieron a recitar a la vez, como una
letanía mil veces repetida.
– ¡Así me gusta! –los dejó otra
vez en el suelo mientras arremolinaba un poco más sus encrespados cabellos
negros– Anda, y ahora iros a dar por saco a un sitio donde no os veamos. El
parque es grande –hizo un gesto con la mano–. Y procurad no haceros daño. Ni
por casualidad, ni a propósito. ¡Qué nos conocemos!
Cao-cao se quedó mirándolo de
hito en hito.
– ¡Así los tranquilizas tú! –le
reprochó mientras los niños desaparecían de su vista.
– ¿Qué? –Dave se encogió de
hombros–. Es su naturaleza.
Los hijos de Joy y Kero se
removían frenéticos por perseguir a sus compañeros de fatigas.
– ¡Venga, vosotros también podéis
ir! –les dijo Joy, haciéndole una seña a su esposa– Pero no hace falta que
seáis muy malos…
Los diablillos ya se habían
soltado y marchaban corriendo tras las pista de los otros dos.
–Portaros regular… –añadió a
sabiendas de que no le prestaban
atención.
Por un momento, los cuatro
adultos permanecieron callados.
– ¿Queréis que empecemos a preparar
la comida? –sugirió Dave, para romper aquel encantamiento.
Cao-cao y Kero se miraron y
asintieron con la cabeza.
–Vale, así vamos preparando
nosotras el resto –repuso la mujer de este.
Dave cogió la bolsa con las
hamburguesas de serpiente y se dirigió hacia las barbacoas acompañado de Joy. Tras
embutir en el hueco bajo la parrilla una cantidad ingente de carbón, aplicó
calor con sus manos hasta prenderle fuego.
Joy abrió otra cerveza y le
susurró a su amigo.
–Todavía no te dije que estoy teniendo
una aventura.
Dave lo miró divertido.
–En lo que va de año, yo ya llevo
tres –se rio.
– ¿Tres?
Dave asintió con la cabeza y le
dio la vuelta a una hamburguesa.
– ¿Cómo crees que aguanto, si no?
– ¡Dave! –gritó su mujer desde el
lugar donde estaban extendiendo la gran sabana sobre la que comerían–. ¿Por qué
hay un periódico viejo entre las cosas?
–Yo qué sé… –respondió sin
volverse–. Habrá venido por error.
– ¡Siempre igual! ¡No te fijas en
nada! ¿Eran pocas las cosas que había que cargar?
Aquellos reproches entraron y
salieron de su cabeza sin hacer parada ni fonda en su cerebro.
–Arpías… –susurró de tal modo que
solo Joy lo escuchó.
La comida transcurrió sin mayores
sobresaltos hasta la hora del postre. Sus engendros, apenas terminaron de
engullir las hamburguesas, salieron disparados con la intención de seguir con
sus juegos.
–Mirad lo que tengo –dijo Dave
sacando una bolsita con unos gramos de ceniza –Cosecha del 44. No habéis probado
nunca nada con tanta maldad.
Dave cogió un estuche de pinturas
de su mujer, y formó seis líneas de ceniza sobre el espejo.
– ¿Queréis? –les ofreció a las
mujeres una vez que ellos dos inhalaron las primeras.
–Bueno, una pequeñita –dijo Cao-cao,
escogiendo la más grande que quedaba y pasándole el estuche a Kero para que se
sirviera.
Kero esnifó y le pasó el estuche
otra vez a su marido para que repitiese.
– ¡Joder! ¡Sí que es buena, sí! –exclamó
Joy apretándose la nariz–.Tienes que probar la que tengo yo. Cosecha del 75. De
un tal Franco.
– ¡Oh! Pues esa no ha de estar
mal tampoco –repuso Dave acabando con la ceniza que quedaba –. Me la ofrecieron
el otro día, pero era bastante cara.
Kero reaccionó al instante.
– ¿No te estarás gastando dinero
en esta mierda? –le espetó a su marido.
–Eh…
– ¿Y tú? –Intervino Cao-cao
mirando a su marido– Me dijiste que te la regalaban.
Dave puso los ojos en blanco.
– ¡Bueno!, ¿no se suponía que
veníamos a pasar un día de buen rollo al parque?
– ¡Siempre igual! –Cao-cao se
puso en pie hecha un basilisco– ¡¡Me tienes harta, te dejo!! ¡Vámonos Kero, tú
y yo seremos más felices juntas que con ellos!
– ¡Pero Cao… –intervino Joy.
–Lo siento Joy. Prefiero quedarme
con tu mujer –dijo Cao-cao besando con pasión a Kero–. Me pone más.
Las dos arpías echaron a andar
por el parque, sin volver la vista atrás.
– ¿Así que tenías una aventura? –Comentó
Dave con una sonrisa mientras abría otra cerveza– ¡Qué hijo puta!
Joy se encogió de hombros.
–Ya… –musitó mientras veía a lo
lejos como sus bastardillos le plantaban fuego a una papelera.
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