Cintia se apoyó contra un árbol
para tratar de recobrar el aliento. Le dolían las piernas, los brazos, la
espalda… No estaba acostumbrada a correr.
Abatida por su nefasto estado
físico, sopesó la idea de dar media vuelta y regresar a casa. Aunque, por algún
motivo que ella misma ignoraba, se resistía a aceptar ese fracaso.
A unas decenas de metros la
esperaba realizando estiramientos su mejor amiga.
– ¿Quieres volver? –preguntó.
–No –alcanzó a responder Cintia entre
sus resuellos–. Terminemos el circuito.
Sheila esbozó una media sonrisa
ante la tozudez de su amiga.
– ¿Estas segura?
–Sí –haciendo un gran esfuerzo,
volvió a trotar hasta alcanzar a Sheila–. ¡Vamos! Este verano quiero lucir
modelito.
Las dos mujeres continuaron con
su carrera por el sendero de arenilla. Cada pocos metros se cruzaban con más
personas que al igual que ellas, se habían decidido a aprovechar la soleada
tarde para hacer algo de ejercicio por el parque.
–Anoche –comentó Sheila–, Lipp no
vino a cenar.
Cintia apenas tenía fuerzas para
correr, pero aquella noticia la hizo acelerar el paso para no distanciarse de
su amiga.
–Llegó tarde y se metió en cama
sin hacer ruido… –continuó– Olía raro…
Por un momento ninguna dijo nada.
– ¿Crees que está teniendo una
aventura? –preguntó Cintia al cabo de unos segundos.
Sheila quiso llorar, pero no lo
hizo.
–No lo sé…
Cintia sabía lo que era la
traición. La puñalada trapera cuando menos te lo esperas. Sus carnes la habían
sufrido en un pasado muy cercano.
Comenzó a recrearse en sus propios
recuerdos, descompasándose del ritmo de su amiga.
– ¡Espera! –le pidió al ver que
ésta aceleraba el paso.
Sheila se giró para ver el trecho
que le había sacado, perdiendo la posibilidad de percatarse de que tras la
curva venía un chico montado en bicicleta.
El golpe fue tremendo.
Sheila cayó por la pequeña
pendiente que había por los laterales del sendero y fue a parar detrás de unos
matorrales. Boquiabierta, Cintia, tardó unos instantes en asimilar lo que había
pasado.
El ciclista se levantó del suelo,
llevándose la mano a la cabeza.
– ¿Dónde está? –preguntó confuso.
– ¡Allí! –Cintia señaló los pies
que asomaban tras los arbustos.
Los dos bajaron corriendo hasta
el lugar donde se encontraba. Estaba inmóvil, parecía inconsciente.
– ¡Oh, Dios mío! –exclamó Cintia
ahogando un grito de pánico.
– ¡Hay que llamar a una
ambulancia! –el chico también estaba nervioso.
–No traje el móvil… –la joven
mujer se pasó las manos por la ceñida ropa deportiva que llevaba.
Sheila escuchaba las voces como
un eco lejano. Llegaban hasta sus oídos, pero perdían coherencia en el cerebro. Comenzó a moverse
despacio, con los ojos todavía cerrados. Le dolía muchísimo la cabeza, apenas
era capaz de recordar lo que había pasado. Todo era una gran confusión.
–Se mueve… –alcanzó a entender,
sin darse cuenta de que se referían a ella.
Decidió abrir los ojos
lentamente. Notaba su cuerpo lleno de roces y arañazos. No tenía ni la menor
duda de que con toda seguridad, no eran pocos los cortes que le sangraban.
Quejumbrosa, se estiró con la
intención de salir de allí. Sin embargo, percibió algo por el rabillo del ojo
que la perturbó hasta el punto de hacerla olvidar todos sus dolores. A unos
centímetros de su cara, en el corazón del arbusto, una mano asomaba de entre
las raíces con un bolígrafo sujeto entre los dedos.
Gritó con fuerza.
El ciclista y su amiga la
quitaron de un tirón y vieron su cara de horror.
– ¡Hay un hombre! –señaló al
lugar.
Cintia vio a Sheila sin
comprender.
– ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Muerto! –Sheila
comenzó a hiperventilar.
Cintia la abrazó con ternura para
consolarla, mientras el muchacho contra el que se había accidentado removía el
arbusto para comprobar lo que decía la mujer.
–¡¡Joder!! –exclamó–. ¡Tiene
razón!
–No te muevas –Cintia dejó a su
amiga en el suelo y se acercó para ver.
Se asomó al hueco que el chico
había despejado con las manos, para no ser capaz de dar crédito a lo que estaba
viendo. Había un hombre tirado en el suelo, vestido con una camisa blanca
impregnada de sangre. Siguió la línea hasta su cabeza para descubrir con
repugnancia que a aquel ser le había arrancado los ojos de sus cuencas. Sin
pensárselo más, dejó de ver y corrió a abrazar a su amiga de nuevo.
Nadie reparó en que, tras unas ramas
sin remover todavía, en la otra mano del cadáver, se ocultaba un periódico atrasado
con dos enormes círculos concéntricos dibujados a todo correr.
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