Corrí a la orilla del rio,
necesitaba evadirme; tal vez para ellos fuese sencillo afrontar aquella
situación, pero para mí era diferente. Todo lo que conocía, iba a desaparecer.
El rumor tranquilizador de las
aguas me retrotrajo al instante a momentos más gratos.
Cuántas tardes de verano…
Salté con cuidado, apoyando los pies en las
planicies de las piedras, y crucé al otro lado. Desde allí, sí cerraba los
ojos, el mundo parecía haber vuelto a su estado original.
Solo había paz.
Me encaramé con agilidad al árbol
al que siempre subía, y en menos de unos pocos segundos, llegué hasta la rama
en la que solía sentarme a ver correr el agua. No entendía muy bien por qué
teníamos que irnos. Yo era feliz. Puede que siempre hubiese cosas que se
pudiesen mejorar, pero en esencia tenía todo lo que necesitaba: Amigos,
juguetes, cosas chulas…. aquel rio detrás de casa.
Frustrado, renegué con la cabeza
unas cuantas veces. No podía hacer nada. La decisión ya estaba tomada. Mis
padres así lo creían conveniente.
Me desgañité en su momento,
intentando hacerles entrar en razón. Aunque solo fue una pérdida de tiempo. El
trabajo de mi padre era más importante que cualquier otra cosa.
Por supuesto, yo quería que a él
le fuese bien. Siempre pensé que era el mejor del mundo; nadie hacía lo que él
con el balón. Jugaba tan bien, que todos los años desde que tengo memoria,
había rumores sobre su posible traspaso a otros equipos. Acostumbrándome tanto
a ellos, que esa vez no fui capaz de prever los acontecimientos, hasta que
estos se presentaron como una bofetada incontestable.
Cerré los ojos, bloqueando
cualquier tipo de pensamiento. Solo quería escuchar el rumor del agua; alejar
de mí, la tan cruda realidad.
Y por un instante, casi lo logré.
Debieron de pasar quince minutos,
no muchos más, cuando mi madre vino a buscarme.
Decepcionado ante lo inevitable,
bajé haciéndome de rogar. Frotando bien la ropa contra el árbol para
estropearla lo más posible en muestra de mi rebeldía. Ella me observaba, sabía
lo que estaba haciendo, pero no dijo nada. No parecía tener ganas de entrar en
conflictos ese mañana.
Sin embargo, yo notaba como la
sangre me empezaba a hervir de impotencia; la discusión del día anterior
todavía me escocía.
–Anda, vamos, Papá ya está
esperando en el coche. No querrás que perdamos el avión –me animó una vez toqué
el suelo.
– ¡Yo no quiero ir a ningún lado!
– dije gritando más de lo que me creía capaz, y me tiré en bomba al arroyo en
un último acto desesperado.
El agua apenas me llegaba por la
cintura, pero no contaba con que estuviese tan fría. Mi mente ofuscada se había
olvidado por completo de que estábamos a mediados de enero. Saqué la cabeza del
agua, ahogando un grito por mor del contraste térmico; boqueando, en busca de
un oxígeno que mis pulmones se negaban a retener.
Pude ver como el rostro de mi
madre languidecía y echaba a correr hasta la orilla.
– ¡¿Qué has hecho, bobo?! –Me
regañó mientras me ayudaba a salir del agua–. ¡Estas empapado!
Tiritando como un loco, apenas
fui capaz de prestar atención a lo que me decía de camino a casa. Aunque
supongo que tal vez fuese mejor así.
Tan pronto nos vio, mi padre
levantó una ceja en señal de desaprobación desde el inmenso todoterreno.
–Lo baño, lo cambio y nos vamos
–le dijo Mamá desde la puerta de casa–. Diez minutos.
Él se limitó a ver la hora en su
reloj de oro e hizo un mohín de disgusto. No solía ser muy severo conmigo; era posible que saliera airoso de aquella.
Un último baño de despedida,
pensé divertido, mientras me sacudía el frio por las escaleras.
Aunque, en realidad, fue el peor
de todos. Mamá se empeñó en bañarme ella misma; impidiendo cualquier tipo de
recreación por mi parte. Terminó, me secó y me peinó sin importarle mucho si me
daba algún tirón en el pelo de vez en cuando con el cepillo. Noté que, en ese
momento, cualquier protesta por mi parte solo provocaría un empeoramiento de la
situación.
Callado, me limité a vestirme con
un chándal, de la misma marca que patrocinaba las botas de mi padre. Me estaba
un poco pequeño, era del año pasado, y me asomaba algo de brazo por delante del
elástico de la muñeca. La ropa que solía usar había salido por la mañana, junto con la de
mis padres y una gran parte del mobiliario.
–Mamá… –comencé a murmurar
mientras ella terminaba de recoger todo – No quiero irme de aquí…
Mi madre se dio la vuelta para
verme mejor. Por un momento casi me pareció que sonreía con ternura ante mi
empecinamiento.
–Cariño, ya te lo hemos
explicado. Está decidido. Papá va a jugar en otro equipo mejor para ganar más
dinero.
–Pero tú me dijiste un día, que
él ya ganaba un montón de dinero –repliqué sin alzar mucho la voz.
Se quedó un instante en silencio,
reflexionando sobre la mejor forma de explicármelo.
–Bueno, también están los
títulos. Si nos quedamos aquí, es muy difícil que llegue a tener la oportunidad
de ganar la liga o de jugar con la selección –estaba siendo suave, su tono se
podría catalogar como dulce, pero también apuntalaba la certeza de nuestra
marcha. Se dio la vuelta y tiró la ropa en el cestón vacío –. Además, tampoco
va a ser jugador toda la vida. Es algo que se acaba muy pronto. Tenemos que ser
fuertes y hacer lo mejor para nuestro
futuro, incluido el tuyo –me tocó con un dedo en la punta de la nariz–. Hace
tiempo que te hablamos de la posibilidad de que este día llegase. Es algo
bueno.
Supongo que debí de fruncir el
ceño, o de hacer algún gesto que delató mi disconformidad, pues ella enseguida
acercó mucho más su rostro al mío.
–Cariño mío, ¿Qué es lo que de
verdad te inquieta?
–Tengo miedo… –confesé al fin–. Y
sí el sitio al que vamos no me gusta tanto como este… o no hago amigos… o…
–Cielo –me besó en la frente–, no
tienes que preocuparte por nada. Tu padre es una superestrella.
Seguía sin darme por satisfecho y
no comprendía como mi madre estaba tan segura de que todo iba a salir bien.
Pero ya no me quedaban fuerzas para seguir protestando.
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