lunes, 5 de diciembre de 2011

Aunque creas que no, el sol sigue brillando detrás de las nubes.



Era una mañana lluviosa aparentemente normal. Un día corriente en la vida de tantos. Aunque él fuese incapaz de imaginar lo cerca de la muerte que iba a estar.


Martín estaba sentado en la cafetería, junto a la cristalera mirando a la calle, ensimismado en las  idas y venidas de la gente. Sabía que estaba rodeado de personas, pero notaba que la soledad y el vacío le oprimían el pecho al respirar. Nada tenía sentido para él. Sentía que estaba viendo sin ver, oyendo sin oír. Y lo más importante, viviendo sin vivir.
Había entrado en esa cafetería con la intención de tomarse un café que le despejase un poco la mente, pero aún lo tenía delante. Hacía rato que ya  se le había quedado frío, sin que le llegase a dar ni un sorbo. Se dio cuenta de que solo lo había pedido para poder sentarse allí.
Para poder estar en algún lado.

Ella se había marchado, y sería para siempre.  Lo había abandonado y engañado, sin importarle lo más mínimo, y él seguía pensando que, con tal de que solo le acariciara una vez más, dejaría de importarle todo. Como si nada hubiese pasado.
Pero, por mucho que pensara eso, sabía que nunca sucedería. Le robó todo lo que pudo.
Hasta su propia existencia se había devaluado tras su paso. <<Qué ingenuo había sido, cómo no se dio cuenta>>.- pensaría cualquiera que conociese su situación.
El rechinar de los vasos y los pocillos de café en las bandejas de camarero, entremezclados con las animadas conversaciones, lo sacó de su estupor. Deslizó su mirada por el local sin mucho interés. Dos madres, con sus carritos al lado, cuchicheaban al calor de un par de manzanillas, mientras acunaban sin fijarse mucho en el modo a sus jóvenes retoños.
Un hombre mayor leía la prensa a través de unas gruesas gafas de pasta. Su mirada era indiferente, le daba igual pasar las páginas de necrológica, que las de economía. El impertérrito rictus facial era el mismo. Aunque tal vez eso se podría deber a que, seguramente después de muchos años, había llegado a la conclusión de que las noticias siempre eran las mismas.  Desgracias, Deportes y personajes Destacados. Las tres D.
Del final de la barra le llegaba un eco de carcajadas. Eran un grupo de amigos charlando animadamente. A Martín se le antojó tan ajena la risa, que ya no fue capaz de entenderla. Ya no recordaba si alguna vez la había usado, o si tenía sentido.
Estaba jodido.
Estaba completamente amargado, pero no quería representarlo en su mente con palabras. << ¿Para qué?,- piensa cada vez que lo intenta.- Acaso va a cambiar algo>>. Se lo jugó todo a una  carta y le salió mal. Perdió. Y, aunque era lo que menos le importaba, no solo le robó sus sentimientos. Todo su trabajo y dinero también se fue con ella.
Lo había manejado como a un muñeco de trapo sin voluntad. Satisfacía sus anhelos, como si fuesen propios, por una sonrisa, por un beso. Cambió todo, por su cariño, sin saber que jugaba a un juego con las cartas marcadas.

Hizo el amago de echarse la mano a la chaqueta para quitar un cigarrillo antes de ver la pegatina que anunciaba la prohibición. Ya no lo recordaba. Cogió la cucharilla y removió el café en un tic nervioso, como si realmente todavía estuviese esperando a que enfriara.
La puerta del local se abrió, dejando que se colara el silbido del viento. Una mujer con el pelo calado por la lluvia entró, se quitó la gabardina como pudo y se sentó en una mesa cercana a la de él, dejando pequeños charquitos tras sus pisadas.
Martín la observó con detenimiento sin darse cuenta. Le resultaba familiar. No sabía quién era, pero había algo en ella que le era sumamente reconocible. Puede que fuese el gesto de la cara, puede que fuese la sugestión, pero inmediatamente supo que también estaba sufriendo.
Vio como dejaba sus cosas en otra silla y le pedía al camarero un café lo más caliente posible. Rebuscó en el bolso y sacó el móvil. Estuvo manoseándolo al menos un cuarto de hora antes de que la primera lágrima silenciosa saliera de sus parpados. Con gesto de rabia se la secó con el dorso de la mano.

Desde que se sentó en la otra mesa, Martín, no le había quitado los ojos de encima, desesperado por preguntarle que le pasaba, y por corroborar su intuición. Así que, cuando la vio secarse la lágrima, se levantó como si llevase un muelle y se sentó en la mesa de ella sin pararse a pensar en si era buena o mala idea.
La mujer quedó paralizada ante aquel acto espontaneo. Él le ofreció un paquete de pañuelos de papel que llevaba en el bolsillo. Una fracción de segundo dejó al tiempo en stand by. Ella, sin decir nada, cogió los pañuelos y se secó debajo de los ojos.
-¿Qué te pasa?-le preguntó él, casi suplicante.
-“Nada”.
-Hay demasiada determinación en ese “nada” como para que suene creíble. En serio, ¿Qué te pasa? A lo mejor puedo ayudarte.
-Oye-sería casi una exclamación de no ser por el contenido tono de voz que usó-, yo no sé cuánta costumbre tienes tú de meterte en la vida de los demás, pero en lo que respecte a la mía, te voy a pedir por favor, que mantengas las distancias. Mira…, no quiero ser desagradable contigo, no te conozco de nada y hoy no es el mejor de mis días. No soy buena compañía.
-Yo…, es que te vi, y me pareció…, no sé, creí que tenías algún problema y que te podía ayudar. Pero lo siento, debes disculparme. Tienes toda la razón, debes de pensar que estoy loco o algo así. No debería haberme tomado la libertad de sentarme a tú mesa sin conocerte de nada. Me llamo Martín.
-En serio, te agradezco la buena voluntad.-lo despreció ella.- Pero por el momento, prefiero seguir sola. Gracias.
Cortado, Martín retiró la mano y se levantó con una sonrisa arrugada a modo de despedida.
Allí dentro ya no tenía nada que hacer. Mejor volver a casa, mientras todavía fuera casa.
2
El tiempo se había suavizado un poco y el agua que caía ya no obligaba a abrir el paraguas para caminar cien metros sin empaparse.
 Callejeó bajo los balcones hasta llegar a su coche, un bólido italiano de más de cuatrocientos caballos. Había sido su orgullo durante años, la prueba fehaciente de su éxito, pero ahora ya no representaba nada más que otra deuda. Otro capricho mal cumplido. Antes de entrar en él, retiró la octavilla publicitaría que le habían dejado en el cristal, para que no se le desintegrara cuando activase el limpiaparabrisas.
Era de una casa de empeños, qué ironía. Tal vez tendría que visitarla pronto si quería seguir comiendo.
Cuando se sentó al volante, todavía pudo notar el olor a cuero de los asientos. Miró en rededor y comprobó que el coche parecía recién sacado del concesionario. No había nada, ni papeles en los compartimentos, ni adornos en el salpicadero. Era impersonal. Se dio cuenta que hacía tiempo que no tenía personalidad propia. Que su vida estaba vacía.
Con un suave ronroneo el motor obedeció al contacto de la llave e inició la marcha. Tenía que pasar por el juzgado para firmar los papeles del divorcio, el último trámite que lo unía a la mujer que aún amaba.  
Supuso que en cierto modo no quiso pensar antes en ellos, para darle tiempo a volviera. Pero ya había postergado demasiado ese momento, y sabía, aunque quizás eso fuese lo que más le doliese, que lo más probable es que no se presentara y ni siquiera la podría ver una última vez.
Seguramente ella estaría perdida en algún lugar lejano, gastándose el dinero que le había quitado.
 Frenó en el semáforo justo cuando la lluvia volvió a apretar. El agua caía en gotas del tamaño de un garbanzo y allí detenido, por primera vez pensó en lo mala persona que ella era.
No fue capaz de evitarlo; lloró.
Lloró y golpeó el volante con impotencia. Estaba a punto de estallar y notó como la bilis le subía por el esófago. Pensó en que tal vez fuese una situación de esas en las que a la gente se le da por hacer locuras.
El semáforo cambió a verde y él pisó el acelerador a fondo. Primera, segunda…, las marchas subían como las revoluciones en el tacómetro. Los coches a los que adelantaba se empezaron a convertir en manchas. Las manchas, en difusas líneas de diversos colores.  El tramo estaba limitado a cincuenta y ya iba a ciento sesenta. Piensa que no tiene nada que perder y sigue apretando el pedal con una determinación casi asesina.
La mancha estaba allí, pero él no la pudo ver. Apenas era un charquito de aceite en el vértice de la curva.
 Tras pisarlo, las ruedas perdieron la adherencia inmediatamente, haciéndolo trompear. Sintió como la parte trasera se deslizaba a cámara lenta, aunque realmente todo transcurrió en segundos. El  brutal impacto de la zaga contra un muro de piedra frenó en seco el movimiento errático, haciendo cabecear otra vez hacia el muro. Esta vez el impacto fue con el morro. El airbag saltó con un estornudo gigante, mientras por la ventanilla pudo ver las chispas que saltaban de la carrocería al arrastrarse sobre la piedra.
En algún momento el coche se detuvo. Estaba aturdido, pero sintió los calambres en la pierna que usó para frenar como un recuerdo de que aún estaba vivo. Apartó como pudo la bolsa del airbag y salió del coche.
Estaba destrozado.
Se quedó allí de pie, bajo la espesa lluvia, contemplando lo cerca de la muerte que había estado. Sin poder creerse lo que había pasado.
Hipnotizado, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la grúa. Casi le da la sensación de que el accidente había sido de otra persona.
3
Pudo haber muerto. Sabía que golpes más leves se habían llevado la vida otros con menos suerte que él. Y todo por la tristeza que el divorcio le causaba. Todo por culpa de la mujer que hasta hacía poco, llamaba esposa.
 El agua le caía en cascada por el abrigo y el pelo, mientras la gente se empezaba a agolpar en torno al siniestro. Son curiosos que cuchichean, que dicen <<Iba como un loco, no sé cómo no se mató>>

La grúa apareció tras un rato bajo el agua.
Era un vehículo amarillo grande con remolque, del que se bajó un hombre con un mono manchado de grasa. Malhumorado, le pidió los papeles del seguro. Seguramente estaba molesto por tener que trabajar bajo aquel diluvio. Martín, balbuceando más que hablando, le indicó que todos los papeles estaban en la guantera.
El operario, con el nombre de Juan bordado en la pechera, lo miró cómo si no diera crédito a lo que escuchaba. Dejando insinuar hostilmente que ese no era su trabajo. Que ya bastante tenía con remolcar el amasijo de hierros en el que se había convertido su coche bajo aquella apestosa lluvia.
Martín, todavía en trance, obvió todos esos gestos y abrió la única puerta sana del coche para sacar los papeles. Cuando tendió la mano para entregárselos al operario de la grúa, de estos se cayó una foto de ella… Sintió una punzada en el estómago que lo hizo volver a un tiempo más feliz.
Rubia como el sol, cuerpo diminuto. Sonrisa amplia, de nacarados dientes enmarcados en unos carnosos labios, bajo un par de platos turquesa. Ternura en estado puro. Así era ella, un regalo de Dios para la vista y los sentidos.
Aquella foto era del día del zoo. De cuando entre pipas y fotos se rieron como colegiales. De cuando se juraron amor eterno y yacieron juntos hasta el amanecer.
El móvil vibró en su bolsillo. Era el abogado para recordarle que llegaba tarde. Justo a tiempo de evitarle otro colapso nervioso. Dejó todos los papeles en manos del operario llamado Juan, y adjuntó su número de teléfono. Tenía que coger un taxi, para ir al juzgado inmediatamente.


Cumplió con el trámite y regresó a casa. Ya eran ex marido y ex mujer.

Tal y como creía, ella no había ido. Casi lo prefirió así, no hubiese sido capaz de soportarlo. Se sentó en el sillón de piel que tenía en el salón, con un vaso de Jack Daniels con hielo en la mano. No tenía hambre y ni siquiera se le ocurrió encender la televisión. La cabeza amenazaba con estallarle y un mareo repentino le hizo sentir un vértigo similar al que sufría en la noria cuando era niño.
Pero le daba igual. Ese día se iba a emborrachar. ¿Acaso los americanos no hacen una especie de celebración en los funerales? Pues él brindaría por la defunción de su matrimonio y por la persona que arruinó su vida, y su existencia, incluso antes del mismo divorcio.
-¡A tú salud!- gritó  alzando el vaso y bebiéndose todo el licor de una vez.
Volvió a llenarlo otra vez y repitió el ritual. Mano al aire, exclamación, trago de golpe. Así hasta que la botella se acabó. Sin moverse del sillón, hasta que el sueño o la inconsciencia, se adueñó de él.


Cuando se despertó, tenía todos los músculos doloridos y la boca pastosa. Se intentó incorporar para ir al baño, pero un repentino mareo le hizo perder la verticalidad y acabó de rodillas en el suelo. Estaba peor que mal.
Tenía el estómago encogido, la cabeza le dolía más allá de lo que era capaz de recordar y cada vez que trataba de erguirse volvía a caerse. No estaba bien. Debía ir al médico inmediatamente.

Después de asearse mínimamente, no sin esfuerzo pues los mareos amenazaban constantemente su precario equilibrio, logró bajar a la calle y parar un taxi. El hospital estaba relativamente cerca, pero el taxista le dio un tour por su propia ciudad sin que Martín tuviese fuerzas para protestar. Pagó con los últimos cincuenta euros que le quedaban en el bolsillo y trastabillando entró en urgencias.   
Cuando llegó su turno en recepción, mostró su tarjeta de la seguridad social a una enfermera regordeta que atendía tras el mostrador con unas gafas en la punta de la nariz.
-¿Motivo de la visita?- preguntó la mujer con un fingido tono de interés complaciente.
Martín le relató someramente los síntomas que padecía, sin mencionar el hecho del accidente del día anterior, pues se avergonzaba de ello. Ella asentía con la cabeza mientras tecleaba algo en el ordenador con una rapidez pasmosa. Con una sonrisa, mucho más fingida que el tono de voz, le mandó tomar asiento y esperar a que lo llamaran, en una sala al fondo del pasillo.

Pasaron los minutos y él ya no sabía cómo sentarse. Estaba incomodo de todas las maneras. El olor a enfermedad se le calaba en la nariz e incrementaba su malestar haciéndolo pensar incluso con irse para casa de nuevo. Pero desgraciadamente seguía mareado y no tenía dinero para el taxi de vuelta.
Al cabo de cuarenta y cinco infernales minutos, un hombre vestido de verde gritó su nombre. Lo guió hasta una de las consultas, o boxes, y le hizo volver a relatar los síntomas, mientras le indicaba que se tumbara en la camilla para la exploración.
-¿Ha recibido algún golpe fuerte en los últimos días?-inquirió el doctor mientras le palpaba las cervicales.
Martín admitió haber tenido un accidente de tráfico, eludiendo la forma  y el porqué.
-Bien. Vuelva a esperar en la sala, que enseguida vendrá una enfermara a por usted, para realizar más pruebas. Es probable que tenga una lesión cervical.
Resignado regresó a su butaca de plástico marrón. Una idea asaltó su cabeza, <<acaso  nunca nadie había pensado que en esas sillas se sienta gente enferma y con malestares, y que seguramente serían incomodas hasta para los sanos>>.
Veinticinco minutos más trascurrieron hasta que lo volvieron a llamar. Era la voz de una mujer la que lo hacía. De piel pálida y timbre dulce.

Era la misma mujer que había visto el día anterior en  el café.

4
Morena y con gesto triste.
Ojeo la tablilla que llevaba, mientras volvía a llamarlo sin levantar mucho la voz.
-¡Martín Leal, por favor!
Él se levantó todavía recordando el día anterior, consciente del corte que le había dado la mujer. Se preguntó si ella también lo reconocería. Pero en cuanto levantó la vista para verlo, se dio cuenta de que sí que sabía quién era. Fue ese gesto de sorpresa de cuando no esperas encontrar a alguien el que la delató.
Al entreabrir la boca dejó al descubierto un diente de las paletas ligeramente mellado. En la cafetería no lo había apreciado, pero allí, de cerca y bajo los potentes flexos, se hacía omnipresente para él.
Aunque tal vez fuese por su reticencia a mirarla directamente a los ojos, debido a la vergüenza que sentía.
-¿Martín Leal?-le preguntó sin mucha firmeza en la voz.
-Me temo que sí.
-Sígueme, por favor.- se mordió ligeramente el labio, fruto del nerviosismo que ella también padecía.
Lo condujo por los asépticos pasillos del hospital hasta el escáner. En el trayecto constató dos cosas. Una, que los azulejos de la pared le recordaban mucho a los que había en el colegio al que había ido de pequeño. Eran de un color marrón suave y de forma rectangular. Y dos, si no llegaba pronto a una silla o camilla, se caería por el camino.
Afortunadamente para él, dos puertas después de que le surgieran esos pensamientos, llegaron a su destino.
Antes de mandarlo ponerse en ningún lado, le hizo unas preguntas rutinarias del tipo de si tenía marcapasos, prótesis metálicas,… y todo ese tipo de cosas incompatibles con las resonancias magnéticas.
 Él respondió a todo con escuetos noes, y ella le mandó depositar todos los objetos de los bolsillos en una cajita para guardarlos en una taquilla.
-El anillo también, por favor.- le solicitó una vez se hubo despojado de sus pertenecías.
El anillo. Aún no se lo había quitado, y ya hacía un día que oficialmente ya no estaba casado. Martín apretó los labios hasta que se le emblanquecieron, pensando en por qué todavía lo llevaba puesto, mientras se lo daba a la mujer.
-Túmbese ahí, y procure no moverse a ser posible- dijo señalando  un artefacto inmenso, con una boca circular, al que le sobresalía una lengua blanca en forma de camilla  que  lo iba a engullir.-  Por el altavoz le iremos dando indicaciones de lo que debe hacer.
Martín se tumbó y se puso rígido, procurando cumplir con la indicación de no moverse. La máquina emitía un ruido repetitivo y mecánico, y cuando la camilla lo introdujo en el interior sintió un poco de claustrofobia. Nunca había tenido problemas con los espacios cerrados, pero se notaba un poco intimidado por aquella mole ruidosa.

No sería capaz de decir cuánto duró la prueba. Tenía la sensación de que allí dentro el tiempo transcurría a otro ritmo.

Cuando acabó, recogió sus pertenencias y guardó el anillo en el bolsillo. Le tocaba volver a esperar el resultado de las pruebas en su silla favorita. De camino a la sala de espera, la enfermera se le acercó por detrás.
-Toma, ponte esto, te va aliviar un poco.- le dijo tendiéndole un collarín de espuma.
-¿Por qué?, ¿Ya sabes lo que me pasa?
-Hombre, yo no soy médico, pero diría que tienes una lesión cervical importante.-titubeo un poco pero al final se atrevió con la pregunta.- ¿Cómo te lo hiciste?
-Ayer…, al salir de la cafetería, tuve un accidente con el coche. Creo que lo siniestré.
-Ah, y eso, ¿Te embistieron, o algo así?- era evidente  que sentía curiosidad.
-La verdad…,- dudó, pero algo le hizo ser sincero.- no estoy en el mejor momento de mi vida. Y no sé por qué. Pero iba encerrado en mis problemas y se me cruzaron los cables mientras conducía.
Ella lo miró sin comprender del todo, parecía que mil preguntas acechaban su mente. Al final, una sonrisa bondadosa apareció en sus labios.
-Y eras tú el que pretendía ayudarme.
Martín solo pudo responder con una mueca de resignación. Qué le podía decir, no tenía argumento de ningún tipo. Lo que había hecho era un sin sentido.

Una enfermara de profundas arrugas, que rondaría los cincuenta y tantos, recriminó a la mujer a lo lejos.
-Marta, deja la cháchara para tú tiempo libre que aquí aún hay muchas cosas que hacer.- era evidente que era una persona acostumbrada a imponer su ley.
-  Entonces, ¿No tienes en que volver a casa?
-No, supongo que iré caminando.
-Los resultados de tus pruebas saldrán enseguida, si me esperas, a las tres salgo y te puedo acercar. En tu estado no creo conveniente que de momento camines mucho.  Si quieres…, vamos.
-¡Oh! Sí, por favor, te estaría sumamente agradecido.  ¿En la puerta de Urgencias a las tres?
-Sí.-respondió ella alejándose a la carrera hacía el puesto de enfermeras con la sonrisa todavía pintada en su rostro.



5
Elena se subió violentamente la falda por encima de la cintura, para poder sentir el cálido contacto de la lengua sobre su entrepierna. La música atronaba en el cuarto de baño de aquella discoteca, pero le daba un ritmo agradable a la situación. Hacía que las repeticiones siempre fueran acompasadas.
 Sostenía la cabeza del chico asiéndole con fuerza del pelo rizo, empujando su rostro contra lo más profundo de su pubis. Pronto comenzó a jadear, curvando ligeramente la espalda. A veces se golpeaba la cabeza contra la pared alicatada, pero hacía que lo sintiera todo más excitante aún. Más animal.
El orgasmo comenzó a asomar cuando el frenesí aumento. Tal vez fueran unos pocos segundos, pero para ella el mundo desapareció. La música había cesado llenándolo todo de un silencio vacío, y las imágenes que llegaban a sus ojos se congelaron instantáneamente.
 Sin llegar a ser consciente del momento, el chico la penetró, y sus sentidos regresaron de nuevo. Pero no del todo. Iban y venían a intervalos. Como a fogonazos, similares a la sensación de cruzar un túnel iluminado en coche, o a la de ponerse y quitarse unos auriculares  de las orejas. Solo que en el momento de la nada, su cerebro, sentía una cálida oleada de un placer indescriptible.
El ritmo de la música parecía haber aumentado y las embestidas contra la pared cada vez eran más violentas. Sintió que otro orgasmo cabalgaba desbocado hacia ella. Le clavó las unas en la espalda al chico. Aquel clímax fue más intenso y prolongado que el primero. Quería saborearlo hasta el infinito y se mordió en el labio con fuerza provocándose sangre y encontrándose con un placer diferente al del propio sexo.
No sabía si el chico había acabado o no, pero tras un instante de respiro, lo empujó bruscamente para separarse de él. Todavía jadeaba y la miró con un gesto de incomprensión. Ella se bajó la falda y se pasó el dedo por el labio sangrante. Con un gesto, casi sexual, se chupo la gota de sangre que este había recogido y beso con aspereza los labios de su amante desconocido, antes de salir al lavabo.

Tras colocarse adecuadamente el tanga, se arregló un poco la maraña de pelo que tenía. El agua del grifo corría sobre sus manos cuando vio a través del espejo como el chico se apretaba el cinturón y se dirigía hacia ella con la intención de decirle algo. Sin llegar a sacar las manos de la pileta se volvió hacia él para ofrecerle una gélida mirada que lo paró en seco. No necesitaba hablarle para dejarle claro que aquello se acababa allí.
Se sacudió las manos sobre el lavabo y cogió un toallita de papel para secarse antes de salir por la puerta.
Un metro ochenta y cinco de musculosa carne llegó a la puerta del baño en el momento en el que Elena salía perseguida por su amante.
-¡Dónde estabas metida, zorra de mierda!-le espetó violentamente a la chica, antes de fijar su atención en el chico.-Tú, no te habrás follado a mi chica, ¿no?, ¿Qué hacías ahí dentro?
El chaval, que tendría dieciocho años mal cumplidos, sintió como el mundo se abría a sus pies. Aquella mole debía pesar unos cien quilos y parecía ser capaz de arrancarle la cabeza de un manotazo.
-Eh…-balbuceo el muchacho.
-Este, estaba ahí dentro dándole a otra, lo que tú no eres capaz de darme a mí.- le espetó ella con desprecio antes de chocar contra él para hacerse sitio y alejarse de la situación, señalando la puerta.-Pregunta ahí si quieres saber más.
La multitud que se acababa de agolpar en torno al alboroto no pudo reprimir una carcajada que hizo sonrojar las mejillas del gigante.
-¡No te creo!-rugió con un grito a su espalda y descargo un brutal puñetazo sobre el rostro del muchacho, liberando  toda su frustración sobre él.-Te la has follado cabrón.
Una salva de golpes cayó sobre el chaval, sin que nadie moviese un dedo para ayudarlo. En uno, más desafortunado que el resto, se le rompió la nariz con un sonoro crujido. María, la única amiga de Elena en la isla, estaba apoyada en la pared observando el dantesco espectáculo cuando ella se paró a su altura.
-¿Qué le pasa a Joaquín?-le preguntó María con indiferencia, sin llegar siquiera a descruzarse los brazos.  
-Nada, me agota. Otro incomprensible ataque de celos de los suyos.-repuso ella con una mueca de incomprensión, como si lo que estaba sucediendo a unos escasos pasos de su espalda no tuviese nada que ver con su persona y cambió de tema como sin nada.- ¿No tendrás nada para mí? Tengo que subir a bailar en veinte minutos, y estoy sin vida.
-Claro que sí mi vida, para ti siempre tengo algo.-María esbozó una amplia sonrisa. De repente parecía la mujer más feliz del mundo, cuando un instante antes tenía el aspecto del aburrimiento personalizado. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó dos pastillas el doble de grandes que dos granos de arroz juntos.-Esta son diez euros,-dijo señalando la primera.- y esta te la regalo cariño. Tú te lo mereces todo.
María habría acabado la frase con una caricia disfrazada en un suave pellizco en el rostro de Elena. Pero la vista se le posó en la paliza que Joaquín le estaba dando al pobre chaval y la sonrisa se le borró de golpe, haciéndole retroceder la mano del rostro de ella como si fuese a pasar corriente a través de él.
-Toma.-dijo Elena extendiéndole un billete rojizo que había extraído del sujetador.-Nos vemos a la salida.
Elena cogió las dos pastillas de la mano de su amiga y se marchó hacía los atriles donde tendría que bailar las siguientes dos horas. Mientras se abría paso hacía ellas, tropezó con un montón de gente que corría para ver la pelea.
 Se paró en la barra más cercana y pidió un agua. Como Gogo, no pagaba las consumiciones, pero les estaba prohibido pedir nada que llevase alcohol. Cogió el botellín de agua y lo abrió para darle un sorbo antes de internarse más en la pista central. La música parecía poseer a los centenares de personas que había allí bailando, en un sinfín de cabezas asintiendo al unísono. Protegida entre el gentío cogió una de las pastillas y se la metió en la boca para terminar de tragársela con un trago de agua.
La música seguía ascendiendo como si quisiera emular el éxtasis que había sentido Elena unos instantes antes. Pero ella sabía que eso era imposible. El ritmo solo lograba tal perfección cuando ella estaba sobre el atril y bailaba con todo el desenfreno de su alma. Solo en ese momento la música alcanzaba la misma fuerza que el sexo.


6.
Pasaban cinco minutos de las tres, y Martín, que la estaba esperando en la puerta de urgencias con cierta impaciencia, se preguntaba si ella se habría arrepentido.

Cuando la vio aparecer, vestida de calle, parecía otra persona. No estaba maquillada, ni llevaba ningún peinado especial, pero había algo claramente diferente en ella. Tal vez fuese el brillo de sus ojos, o la sonrisa que no pudo ver el día anterior en la cafetería. El caso es que por primera vez  pensó que era guapa.
-¿Llevas mucho rato esperando?
-No, diez minutos o así.-mintió él mirando el reloj.-Ni me había dado cuenta de que ya era la hora.
 Y lo cierto es que lo había pasado bastante mal. Hacía algo más de media hora que el médico lo había despachado, entre pastillas y recomendaciones de descanso absoluto.  Porque lo malo de tener que hacer tiempo en su situación, era que, cuando estaba sentado, el cuello y la espalda le dolían ferozmente, pero cuando se levantaba un vértigo lo obligaba a volverse a sentar si no quería acabar en el suelo.
Aun así, sonrió
Caminaron doscientos, o trescientos metros por la calle, hasta el coche de ella. Un Peugeot 106 gris, con más golpes y desconchones que años. Al abrir la puerta, el interior no parecía corresponderse con el exterior. Estaba limpio y de los asientos emanaba un olor floral muy agradable, como si se hubiese trasportado en él un cargamento de rosas o algo así.
Regló los espejos y arrancó el motor con un rugido que delataba que era a gasolina.
-Y bien, ¿Dónde vive exactamente?- le preguntó antes de incorporarse a la carretera.
-En el centro. En el edificio contiguo a la sede del teatro Fraga.
-¡Joder, cómo te cotizas, no!-le rió ella.
- Bueno, lo cierto, es que no sé cuánto tiempo más podré seguir viviendo ahí. No me van muy bien las cosas y ahora mismo ya no me lo puedo permitir. En cuanto me recupere un poco tendré que buscar otra cosa.-con un alquiler de mil doscientos euros al mes, no se podría decir que el ático era caro, pues estaba en el meollo de la ciudad. Pero para Martín, que no tenía ni para comer al día siguiente, era un lujo de otro tiempo. Lujo al que había accedido cuando las cosas le funcionaban, y era un empresario de éxito. Porque ella, su ahora ex mujer, se había encaprichado de él y no supo decir que no.
-Ah.- fue evidente que ella se sintió incomoda, pero la pregunta era casi obligada.- ¿Y a qué te dedicas?
-Ahora a nada, antes era empresario. El principal accionista de un conglomerado de empresas del sector servicios, para ser más exacto.
-¿Y ahora ya no?
-Pues no. Lo cierto es que lo perdí todo. No me quedo con deudas grandes, que es importante, pero todo aquello que fue mío, va a dejar de serlo.
- Yo también perdí cosas en la vida, y no por eso voy estrellándome con el coche por ahí.
Martín sonrío por el comentario de la mujer, pues percibió en él limpieza. No había maldad.
-Pues viendo como lo tienes por fuera, cualquiera lo diría.- le replicó él también con bondad.- y que se supone que perdiste tú.
-A mi hija.- el rostro de María se contrajo un instante por el dolor que el pensamiento le evocaba.