lunes, 17 de marzo de 2014

Traspaso de invierno.























Corrí a la orilla del rio, necesitaba evadirme; tal vez para ellos fuese sencillo afrontar aquella situación, pero para mí era diferente. Todo lo que conocía, iba a desaparecer.

El rumor tranquilizador de las aguas me retrotrajo al instante a momentos más gratos.

Cuántas tardes de verano…

 Salté con cuidado, apoyando los pies en las planicies de las piedras, y crucé al otro lado. Desde allí, sí cerraba los ojos, el mundo parecía haber vuelto a su estado original.

Solo había paz.

Me encaramé con agilidad al árbol al que siempre subía, y en menos de unos pocos segundos, llegué hasta la rama en la que solía sentarme a ver correr el agua. No entendía muy bien por qué teníamos que irnos. Yo era feliz. Puede que siempre hubiese cosas que se pudiesen mejorar, pero en esencia tenía todo lo que necesitaba: Amigos, juguetes, cosas chulas…. aquel rio detrás de casa.

Frustrado, renegué con la cabeza unas cuantas veces. No podía hacer nada. La decisión ya estaba tomada. Mis padres así lo creían conveniente.

Me desgañité en su momento, intentando hacerles entrar en razón. Aunque solo fue una pérdida de tiempo. El trabajo de mi padre era más importante que cualquier otra cosa.

Por supuesto, yo quería que a él le fuese bien. Siempre pensé que era el mejor del mundo; nadie hacía lo que él con el balón. Jugaba tan bien, que todos los años desde que tengo memoria, había rumores sobre su posible traspaso a otros equipos. Acostumbrándome tanto a ellos, que esa vez no fui capaz de prever los acontecimientos, hasta que estos se presentaron como una bofetada incontestable.

Cerré los ojos, bloqueando cualquier tipo de pensamiento. Solo quería escuchar el rumor del agua; alejar de mí, la tan cruda realidad.

Y por un instante, casi lo logré.

 

Debieron de pasar quince minutos, no muchos más, cuando mi madre vino a buscarme.

Decepcionado ante lo inevitable, bajé haciéndome de rogar. Frotando bien la ropa contra el árbol para estropearla lo más posible en muestra de mi rebeldía. Ella me observaba, sabía lo que estaba haciendo, pero no dijo nada. No parecía tener ganas de entrar en conflictos ese mañana.

Sin embargo, yo notaba como la sangre me empezaba a hervir de impotencia; la discusión del día anterior todavía me escocía.

–Anda, vamos, Papá ya está esperando en el coche. No querrás que perdamos el avión –me animó una vez toqué el suelo.

– ¡Yo no quiero ir a ningún lado! – dije gritando más de lo que me creía capaz, y me tiré en bomba al arroyo en un último acto desesperado.

El agua apenas me llegaba por la cintura, pero no contaba con que estuviese tan fría. Mi mente ofuscada se había olvidado por completo de que estábamos a mediados de enero. Saqué la cabeza del agua, ahogando un grito por mor del contraste térmico; boqueando, en busca de un oxígeno que mis pulmones se negaban a retener.

Pude ver como el rostro de mi madre languidecía y echaba a correr hasta la orilla.

– ¡¿Qué has hecho, bobo?! –Me regañó mientras me ayudaba a salir del agua–. ¡Estas empapado!

 

Tiritando como un loco, apenas fui capaz de prestar atención a lo que me decía de camino a casa. Aunque supongo que tal vez fuese mejor así.

 

Tan pronto nos vio, mi padre levantó una ceja en señal de desaprobación desde el inmenso todoterreno.

–Lo baño, lo cambio y nos vamos –le dijo Mamá desde la puerta de casa–. Diez minutos.

Él se limitó a ver la hora en su reloj de oro e hizo un mohín de disgusto. No solía ser muy severo conmigo; era  posible que saliera airoso de aquella.

 

 

Un último baño de despedida, pensé divertido, mientras me sacudía el frio por las escaleras.

 

Aunque, en realidad, fue el peor de todos. Mamá se empeñó en bañarme ella misma; impidiendo cualquier tipo de recreación por mi parte. Terminó, me secó y me peinó sin importarle mucho si me daba algún tirón en el pelo de vez en cuando con el cepillo. Noté que, en ese momento, cualquier protesta por mi parte solo provocaría un empeoramiento de la situación.

Callado, me limité a vestirme con un chándal, de la misma marca que patrocinaba las botas de mi padre. Me estaba un poco pequeño, era del año pasado, y me asomaba algo de brazo por delante del elástico de la muñeca. La ropa que solía usar  había salido por la mañana, junto con la de mis padres y una gran parte del mobiliario.

–Mamá… –comencé a murmurar mientras ella terminaba de recoger todo – No quiero irme de aquí…

Mi madre se dio la vuelta para verme mejor. Por un momento casi me pareció que sonreía con ternura ante mi empecinamiento.

–Cariño, ya te lo hemos explicado. Está decidido. Papá va a jugar en otro equipo mejor para ganar más dinero.

–Pero tú me dijiste un día, que él ya ganaba un montón de dinero –repliqué sin alzar mucho la voz.

Se quedó un instante en silencio, reflexionando sobre la mejor forma de explicármelo.

–Bueno, también están los títulos. Si nos quedamos aquí, es muy difícil que llegue a tener la oportunidad de ganar la liga o de jugar con la selección –estaba siendo suave, su tono se podría catalogar como dulce, pero también apuntalaba la certeza de nuestra marcha. Se dio la vuelta y tiró la ropa en el cestón vacío –. Además, tampoco va a ser jugador toda la vida. Es algo que se acaba muy pronto. Tenemos que ser fuertes  y hacer lo mejor para nuestro futuro, incluido el tuyo –me tocó con un dedo en la punta de la nariz–. Hace tiempo que te hablamos de la posibilidad de que este día llegase. Es algo bueno.

Supongo que debí de fruncir el ceño, o de hacer algún gesto que delató mi disconformidad, pues ella enseguida acercó mucho más su rostro al mío.

–Cariño mío, ¿Qué es lo que de verdad te inquieta?

–Tengo miedo… –confesé al fin–. Y sí el sitio al que vamos no me gusta tanto como este… o no hago amigos… o…

–Cielo –me besó en la frente–, no tienes que preocuparte por nada. Tu padre es una superestrella.

Seguía sin darme por satisfecho y no comprendía como mi madre estaba tan segura de que todo iba a salir bien. Pero ya no me quedaban fuerzas para seguir protestando.

sábado, 15 de marzo de 2014

Prime Time.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
Cintia se apoyó contra un árbol para tratar de recobrar el aliento. Le dolían las piernas, los brazos, la espalda… No estaba acostumbrada a correr.

Abatida por su nefasto estado físico, sopesó la idea de dar media vuelta y regresar a casa. Aunque, por algún motivo que ella misma ignoraba, se resistía a aceptar ese fracaso.

A unas decenas de metros la esperaba realizando estiramientos su mejor amiga.

– ¿Quieres volver? –preguntó.

–No –alcanzó a responder Cintia entre sus resuellos–. Terminemos el circuito.

Sheila esbozó una media sonrisa ante la tozudez de su amiga.

– ¿Estas segura?

–Sí –haciendo un gran esfuerzo, volvió a trotar hasta alcanzar a Sheila–. ¡Vamos! Este verano quiero lucir modelito.

 

Las dos mujeres continuaron con su carrera por el sendero de arenilla. Cada pocos metros se cruzaban con más personas que al igual que ellas, se habían decidido a aprovechar la soleada tarde para hacer algo de ejercicio por el parque.

–Anoche –comentó Sheila–, Lipp no vino a cenar.

Cintia apenas tenía fuerzas para correr, pero aquella noticia la hizo acelerar el paso para no distanciarse de su amiga.

–Llegó tarde y se metió en cama sin hacer ruido… –continuó– Olía raro…

Por un momento ninguna dijo nada.

– ¿Crees que está teniendo una aventura? –preguntó Cintia al cabo de unos segundos.

Sheila quiso llorar, pero no lo hizo.

–No lo sé…

Cintia sabía lo que era la traición. La puñalada trapera cuando menos te lo esperas. Sus carnes la habían sufrido en un pasado muy cercano.

Comenzó a recrearse en sus propios recuerdos, descompasándose del ritmo de su amiga.

– ¡Espera! –le pidió al ver que ésta aceleraba el paso.

Sheila se giró para ver el trecho que le había sacado, perdiendo la posibilidad de percatarse de que tras la curva venía un chico montado en bicicleta.

El golpe fue tremendo.

Sheila cayó por la pequeña pendiente que había por los laterales del sendero y fue a parar detrás de unos matorrales. Boquiabierta, Cintia, tardó unos instantes en asimilar lo que había pasado.

El ciclista se levantó del suelo, llevándose la mano a la cabeza.

– ¿Dónde está? –preguntó confuso.

– ¡Allí! –Cintia señaló los pies que asomaban tras los arbustos.

Los dos bajaron corriendo hasta el lugar donde se encontraba. Estaba inmóvil, parecía inconsciente.

– ¡Oh, Dios mío! –exclamó Cintia ahogando un grito de pánico.

– ¡Hay que llamar a una ambulancia! –el chico también estaba nervioso.

–No traje el móvil… –la joven mujer se pasó las manos por la ceñida ropa deportiva que llevaba.

 

Sheila escuchaba las voces como un eco lejano. Llegaban hasta sus oídos, pero perdían  coherencia en el cerebro. Comenzó a moverse despacio, con los ojos todavía cerrados. Le dolía muchísimo la cabeza, apenas era capaz de recordar lo que había pasado. Todo era una gran confusión.

–Se mueve… –alcanzó a entender, sin darse cuenta de que se referían a ella.

Decidió abrir los ojos lentamente. Notaba su cuerpo lleno de roces y arañazos. No tenía ni la menor duda de que con toda seguridad, no eran pocos los cortes que le sangraban.

Quejumbrosa, se estiró con la intención de salir de allí. Sin embargo, percibió algo por el rabillo del ojo que la perturbó hasta el punto de hacerla olvidar todos sus dolores. A unos centímetros de su cara, en el corazón del arbusto, una mano asomaba de entre las raíces con un bolígrafo sujeto entre los dedos.

Gritó con fuerza.

El ciclista y su amiga la quitaron de un tirón y vieron su cara de horror.

– ¡Hay un hombre! –señaló al lugar.

Cintia vio a Sheila sin comprender.

– ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Muerto! –Sheila comenzó a hiperventilar.

Cintia la abrazó con ternura para consolarla, mientras el muchacho contra el que se había accidentado removía el arbusto para comprobar lo que decía la mujer.

–¡¡Joder!! –exclamó–. ¡Tiene razón!

–No te muevas –Cintia dejó a su amiga en el suelo y se acercó para ver.

 

Se asomó al hueco que el chico había despejado con las manos, para no ser capaz de dar crédito a lo que estaba viendo. Había un hombre tirado en el suelo, vestido con una camisa blanca impregnada de sangre. Siguió la línea hasta su cabeza para descubrir con repugnancia que a aquel ser le había arrancado los ojos de sus cuencas. Sin pensárselo más, dejó de ver y corrió a abrazar a su amiga de nuevo.

 

Nadie reparó en que, tras unas ramas sin remover todavía, en la otra mano del cadáver, se ocultaba un periódico atrasado con dos enormes círculos concéntricos dibujados a todo correr.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

martes, 11 de marzo de 2014

Central Inferno Park.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
– ¿No te pasa qué a veces piensas: “Por qué no me habré quedado a hacer horas extras en la oficina”? –preguntó mientras abría una lata de cerveza.
–No sé Joy, ya sabes que yo no comparto tú afición por chupársela al jefe –le respondió Dave, haciendo lo propio con otra lata.
– ¡Vete a tomar por el culo! –se rio Joy–. Me refiero, a que llegas cansado de trabajar, quieres estar tranquilo y… –señaló la pequeña melé que formaban a unos metros de ellos, sus hijos y los de Dave, mientras sus esposas se afanaban en separarlos–. ¿No te jode?
–Amigo –Dave y Joy se conocieron, y entablaron amistad, el mismo día que bajaron allí por primera vez–, mira a tú alrededor. ¿De qué te extrañas?
–Ya… –Joy espantó una mosca con el rabo en ese momento–. ¿Tú, cómo haces para soportarlo?
–A todo se acostumbra uno –repuso Dave indiferente, dando otro sorbo a su cerveza.
 
Sus esposas llegaron en ese momento. Por fin habían logrado separar a sus engendros, y los llevaban sujetos por las muñecas.
–Intenta tranquilizar a tus hijos. Ya me tienen hasta la punta del cuerno –dijo Cao-cao tocándose su asta izquierda.
– ¡Diablillos, míos! ¡Venid a los brazos de papá! –los alentó Dave.
Las dos criaturitas se abalanzaron sobre su progenitor en un par de aleteos.
– ¿Sois malos? –les preguntó.
– ¡Sí! –respondieron al unísono.
– ¿Cuánto de malos?
– ¡Cómo el mismísimo Satán! ¡Los peores demonios de todo Infernoville! –volvieron a recitar a la vez, como una letanía mil veces repetida.
– ¡Así me gusta! –los dejó otra vez en el suelo mientras arremolinaba un poco más sus encrespados cabellos negros– Anda, y ahora iros a dar por saco a un sitio donde no os veamos. El parque es grande –hizo un gesto con la mano–. Y procurad no haceros daño. Ni por casualidad, ni a propósito. ¡Qué nos conocemos!
Cao-cao se quedó mirándolo de hito en hito.
– ¡Así los tranquilizas tú! –le reprochó mientras los niños desaparecían de su vista.
– ¿Qué? –Dave se encogió de hombros–. Es su naturaleza.
Los hijos de Joy y Kero se removían frenéticos por perseguir a sus compañeros de fatigas.
– ¡Venga, vosotros también podéis ir! –les dijo Joy, haciéndole una seña a su esposa– Pero no hace falta que seáis muy malos…
Los diablillos ya se habían soltado y marchaban corriendo tras las pista de los otros dos.
–Portaros regular… –añadió a sabiendas de que no le  prestaban atención.
Por un momento, los cuatro adultos permanecieron callados.
– ¿Queréis que empecemos a preparar la comida? –sugirió Dave, para romper aquel encantamiento.
Cao-cao y Kero se miraron y asintieron con la cabeza.
–Vale, así vamos preparando nosotras el resto –repuso la mujer de este.
Dave cogió la bolsa con las hamburguesas de serpiente y se dirigió hacia las barbacoas acompañado de Joy. Tras embutir en el hueco bajo la parrilla una cantidad ingente de carbón, aplicó calor con sus manos hasta prenderle fuego.
Joy abrió otra cerveza y le susurró a su amigo.
–Todavía no te dije que estoy teniendo una aventura.
Dave lo miró divertido.
–En lo que va de año, yo ya llevo tres –se rio.
– ¿Tres?
Dave asintió con la cabeza y le dio la vuelta a una hamburguesa.
– ¿Cómo crees que aguanto, si no?
– ¡Dave! –gritó su mujer desde el lugar donde estaban extendiendo la gran sabana sobre la que comerían–. ¿Por qué hay un periódico viejo entre las cosas?
–Yo qué sé… –respondió sin volverse–. Habrá venido por error.
– ¡Siempre igual! ¡No te fijas en nada! ¿Eran pocas las cosas que había que cargar?
Aquellos reproches entraron y salieron de su cabeza sin hacer parada ni fonda en su cerebro.
–Arpías… –susurró de tal modo que solo Joy lo escuchó.
 
La comida transcurrió sin mayores sobresaltos hasta la hora del postre. Sus engendros, apenas terminaron de engullir las hamburguesas, salieron disparados con la intención de seguir con sus juegos.
–Mirad lo que tengo –dijo Dave sacando una bolsita con unos gramos de ceniza –Cosecha del 44. No habéis probado nunca nada con tanta maldad.
Dave cogió un estuche de pinturas de su mujer, y formó seis líneas de ceniza sobre el espejo.
– ¿Queréis? –les ofreció a las mujeres una vez que ellos dos inhalaron las primeras.
–Bueno, una pequeñita –dijo Cao-cao, escogiendo la más grande que quedaba y pasándole el estuche a Kero para que se sirviera.
Kero esnifó y le pasó el estuche otra vez a su marido para que repitiese.
– ¡Joder! ¡Sí que es buena, sí! –exclamó Joy apretándose la nariz–.Tienes que probar la que tengo yo. Cosecha del 75. De un tal Franco.
– ¡Oh! Pues esa no ha de estar mal tampoco –repuso Dave acabando con la ceniza que quedaba –. Me la ofrecieron el otro día, pero era bastante cara.
Kero reaccionó al instante.
– ¿No te estarás gastando dinero en esta mierda? –le espetó a su marido.
–Eh…
– ¿Y tú? –Intervino Cao-cao mirando a su marido– Me dijiste que te la regalaban.
Dave puso los ojos en blanco.
– ¡Bueno!, ¿no se suponía que veníamos a pasar un día de buen rollo al parque?
– ¡Siempre igual! –Cao-cao se puso en pie hecha un basilisco– ¡¡Me tienes harta, te dejo!! ¡Vámonos Kero, tú y yo seremos más felices juntas que con ellos!
– ¡Pero Cao… –intervino Joy.
–Lo siento Joy. Prefiero quedarme con tu mujer –dijo Cao-cao besando con pasión a Kero–. Me pone más.
Las dos arpías echaron a andar por el parque, sin volver la vista atrás.
– ¿Así que tenías una aventura? –Comentó Dave con una sonrisa mientras abría otra cerveza– ¡Qué hijo puta!
Joy se encogió de hombros.
–Ya… –musitó mientras veía a lo lejos como sus bastardillos le plantaban fuego a una papelera.