miércoles, 25 de abril de 2012

Ojos de trueno.


Los viajes siempre nacían de la misma forma; al menos para Alicia. El teléfono sonaba de un momento para otro, daba igual la hora, y en menos de veinticuatro horas ella y su madre estaban en otra ciudad.
 A las cuarenta y ocho horas, lo más tardar setenta y dos,  tenía una nueva escuela y una nueva historia que contar a quien pudiera acabar acercándose a ella. Viéndose obligada a compartir constantemente experiencias, vida y clases, con gente a la que no valía la pena coger aprecio.
 No padecía ningún tipo de fobia o aversión hacia  las personas, pero tampoco quería saber mucho de ellas. Porque sabía que, más tarde o  más temprano, inevitablemente las acabaría dejando atrás. Sabía que con el tiempo no serían más que unos rostros que solo lograría recordar de una forma descontextualizada e incompleta.
Habían recibido la llamada tres horas antes y estaba pensando en que ya no  era capaz de sentir emoción con cada nuevo viaje, todos le parecían lo mismo. Una huida en la que ningún lugar era su hogar, en la que no había apego posible a nada que no pudiese guardar en su mochila, y en la que el hartazgo que ello le provocaba amenazaba con ser la chispa que inflamase la enésima discusión con su madre esa mañana.
Acababan de dejar su coche de alquiler en la sucursal del aeropuerto en la ciudad vecina (125Km), y se disponían a coger un taxi que las llevaría a la estación de tren de otra ciudad próxima (alrededor de 45 Km), donde alquilarían otro coche de gama baja con el que llegarían a su nuevo destino.
Fuera el que fuese.
Alicia consideraba todo eso una estupidez. Aún a sabiendas de que era el protocolo habitual que usaba su madre. Pero, por qué iban a hacer el viaje en otro coche, teniendo el todoterreno nuevo que usaban últimamente; ¿Para qué tanto paripé para cambiar de ciudad?; No era suficiente trastorno tener que irse y empezar de nuevo en otro lugar, que no bastaba con hacer el trayecto y punto.
Y lo barruntaba tanto y de tal forma, que se le escapaban comentarios agrios cada dos por tres por entre las comisuras de los labios.

-Por seguridad.-acabó respondiendo su madre, al fin molesta ante el aluvión de quejas de Alicia, cuando se pusieron en marcha con el coche recién alquilado con una identidad nueva, que nada tenían que ver con las suyas auténticas.- Es por nuestro propio bien, y no deberías poner en duda mis decisiones. Sabes que solo hago lo que es mejor para las dos.
-¿En serio?, ¿Lo sé? Porque últimamente me parece que cada vez le encuentro menos sentido a todo lo que hacemos.- El tono de Alicia era de un desdén muy poco calculado, al que su madre reaccionó de inmediato.
-Claro que no le puedes encontrar sentido, porque no sabes nada.-los ojos azules y fríos de la madre de Alicia se clavaron en los ojos de su hija, olvidándose por completo de la carretera.- Pero sí sabes que te cuido y que te quiero. Y que no dejaría que ningún riesgo pudiera dañarte. Y sí fuese seguro quedarse atrás, no estaríamos aquí ahora mismo.- volvió a dirigir su atención al volante.-En mitad de una carretera que aparentemente no lleva a ningún lugar, pero que sin duda y, sin que tú lo sepas, te lleva a la libertad. Así que esta conversación llega aquí a su fin. Si estás enfadada, ponte los cascos, o juega a la DS, pero sobre este tema no hay más que decir. Esto es así, ha sido así y seguirá siendo así, y es por tu propio bien.  ¿Queda claro?
Alicia se revolvió un poco en el asiento, todavía reticente a aceptar el contundente correctivo que le acababa de aplicar su madre.
-He dicho: ¿Qué si queda Claro?- levantó la voz con contundencia la madre de Alicia, para enfatizar más su rotundidad y la profundidad del compromiso que pretendía arrancar de su hija.
-Queda claro.-farfulló Alicia, todavía no muy convencida de que eso fuese a acabar ahí.
-Más alto.-le exigió su madre.
-¡¡Queda Claro!!- le gritó antes de volverse sobre un costado visiblemente enfadada, ponerse los cascos con el i pod y pasar a tener esa misma discusión con su madre en su imaginación. Discusión en la que le gritaba todo lo que siempre le quiso gritar, y en la que ella no encontraba palabras con las que defenderse ni tampoco para dejarla en ridículo.
Los kilómetros  fueron cayendo, y Alicia, en algún momento se quedó dormida.

Alicia se despertó perezosamente en el asiento del coche, todavía con los ecos de su discusión imaginaria en la cabeza, cuando oteó entre pestañeo y pestañeo el  horizonte de lo que sería su nuevo hogar. Si es que podía tomarse el lujo de darle ese nombre.
Era una pequeña ciudad costera, que tiraba más a pueblo grande, sobre la que se cernía las grúas de los muelles. Inundada de gaviotas errantes por el cielo, que acentuaban todavía más, con sus blancas plumas, la negritud de los nubarrones existentes.
 Alicia, por un momento, creyó que el olor a pescado podrido que siempre emanaba de los muelles pesqueros ya se estaba colando por las rendijas del coche. Habían estado en lugares similares con anterioridad, y siempre le parecieron un asco de lugares. Aunque, inmediatamente se dio cuenta, de que tan solo se trataba una aversión interior a aquel lugar que no podía explicarse. Todavía estaban muy lejos como para que el olor llegara hasta allí.
-y bien, ¿qué te parece?- le preguntó su madre, percatándose de que estaba despierta.
-No sé. La verdad, se me parece un poco a otros lugares en los que ya habíamos estado.- alcanzó a responder Alicia, con la voz todavía un poco agarrotada.
-Todos los lugares se  parecen un poco entre sí, porque todos los lugares pertenecen a un mismo todo.-el tono de voz de Elisa, la madre de Alicia, resonó con un tilín de trascendencia vital que casi le arranca las carcajadas a su hija.
-¿A un mismo todo?, Mamá, ¿estás delirando?-le dijo con sorna, aunque sin exagerar sus gestos. La reprimenda que le había dado antes de quedarse dormida le seguía escociendo un poco. No soportaba tener que ceder la última palabra en las discusiones, y sabía que con su madre siempre le tocaba hacer eso.
-Todavía no lo entiendes.-le sonrió como si su supuesta ignorancia fuese algo que mereciese una sonrisa, a la vez que le pasaba la mano por el pelo y la cara en un gesto de cariño.-Pero no te preocupes, pronto empezaras a comprender.
Alicia no sentía ni el más mínimo interés por saber, ni por comprender, nada de lo que su madre le estaba diciendo. Empezaba a creer que estaba un tanto trastornada. No era la primera vez  en los últimos meses que le soltaba alguna frase de ese tipo; enigmática y carente de sentido racional para cualquier persona cuerda. Eso sin entrar a valorar la vida errante que le obligaba a llevar, pues  ya era un hábito de vida que se venía repitiendo desde que tenía memoria.
E inevitablemente y a su pesar, lo único que en aquel momento realmente le importaba, eran las certezas que tenía: la de que aquel lugar que veía a través del cristal del coche, era un lugar apestoso; y  la de que deseaba que la llamada que siempre la obligaba abandonar todos los sitios que le habían gustado, la sacase de allí cuanto antes.
En cierto modo, pensó que se lo debía. No estaría mal que por una vez le resultase agradable oír el teléfono sin angustia.
Siguió con la vista toda la carretera que todavía deberían recorrer hasta su destino y se dio cuenta de que todavía no había llegado, y ya quería marcharse.
Y cuanto antes mejor.















2
El coche se detuvo ante la puerta de una pequeña casa de teja naranja,  a la vez que la luz del día hizo su último acto de presencia y del cielo comenzó a caer una fina capa de lluvia. Habían transcurrido treinta minutos desde que habían visto la aglomeración urbana a lo lejos, hasta que llegaron a lo que iba a ser su casa a partir de aquel día.
 Alicia tenía el cuerpo molido por el viaje. Y a pesar de haber dormido durante la mayor parte del trayecto todavía se sentía soñolienta y falta de reflejos. Encogiendo y estirando los dedos de los pies dentro de las zapatillas deportivas, a modo de un estiramiento paulatino y muy particular.
 Fue por eso que no se dio cuenta de que la expresión de su madre había demudado. No estaba relajada y  un hilo de tensión le hizo apretar los dientes hasta hacerlos rechinar.
Alicia pudo ver como el reloj del coche marcaba las ocho en punto cuando se encendieron casi todas las farolas del camino que transcurría por delante de la solitaria casa. El pecho le dio un vuelco y de inmediato sintió una sensación muy similar a la que debía estar sintiendo su madre. Allí, escondido entre las sobras de una farola fundida, se adivinaba el morro de un coche aparcado. Pero lo que realmente la paralizó y le heló la sangre fue una gigantesca silueta negra, fumando un cigarrillo detrás del coche.
Era inmensa, pero estaba claro que debía pertenecer a una persona. Lo cual no aportaba ni un ápice de tranquilidad a la situación. Pues si se daba cuenta de que había algo ahí, además de por el cigarrillo encendido, era porque había una forma solo distinguible por ser más negra que la oscuridad que la rodeaba.
 Aunque en realidad casi se debería definir como un hueco de espacio vacío, con aspecto humanoide.
Elisa miró a su hija con cierta preocupación. No era para menos, nunca había nadie esperándolos a su llegada y aquella visita podía ser tanto amigo como enemigo. Tragó algo de saliva y le dijo a Alicia que se recostara en el asiento para que no la viesen. Con toda la frialdad que logro reunir, que en ese momento todavía era mucha, le explicó que si veía que las cosas se ponían raras, no dudara en correr lo más lejos que pudiese. Pero siempre con cabeza.
-Escapar sin usar la inteligencia es postergar efímeramente la captura.-le dijo.
Y como si no acabara de decirle eso, y como si no dejase en el aire el hecho de que la posibilidad de no volver a ver a su hija fuese inminente, se bajó del coche.
Alicia, con el corazón en un puño, se agazapó lo mejor que pudo en el asiento y comenzó a atisbar como su madre daba unos pequeños pasos vacilantes hacía la sombra. En ese momento, la sombra tiró la colilla del cigarrillo al suelo, y su mayor negritud se disolvió en la oscuridad, haciéndola completamente invisible.
Alicia dio un respingo entrecortado y su mano voló hasta dar con la maneta de la puerta. Pero vio que su madre continuaba avanzando, aunque ahora con un paso más ligero. Como si se notase que se había quitado un enorme peso de encima.
 Enfiló el coche aparcado por el lado del acompañante y lo rodeó hasta el morro para pararse en la frontera entre la luz de la farola próxima y la oscuridad que arrojaba la que tenía encima de la cabeza.
De repente, lo que debía ser la sombra, se puso al lado de su madre. Solo que esta vez no era una sombra. Si no un hombre de unas dimensiones descomunales, envuelto en una gabardina negra de un material grueso para la lluvia y un gorro a juego, que debía tener el tamaño de un cubo.
Apenas fueron unas palabras las que cruzaron Elisa y el hombre sombra, pero a Alicia le dio tiempo a ver como el hombre le entregaba un sobre voluminoso de color marrón a su madre, y la reprendía con un dedo en alto. A falta de poder entender lo que estaban diciendo su madre y aquella mole, la muchacha volvió a deslizar la mano hasta la manilla de la puerta para dejarla allí en tensión a la espera de algún acontecimiento que precipitara las circunstancias.










jueves, 12 de abril de 2012

La Vida...

Los sucesores, ya han sido sucedidos;
los pecados quedan abolidos.
Gracias a Dios, el ruido llega otra vez,
el martillo no cesa y el sudor vuelve a surcar su tez.
La calma, el silencio, le hacía pensar,
¡¡Qué atocidad!!, ¿¿Qué iba a hacer él con ideas??
Su misión no era esa. Solo estaba preparado para modelar
el hierro forjado que cubría las armaduras en las pecheras,
para obedecer,
para callar,
para ser
una oveja más del redil al atardecer.
Borja G.

La fuerza de lo imprevisible.


Palabras amargas salieron de sus labios. Me quemaron el alma. Entraron en mi cuerpo y arrancaron de lo más profundo de mis entrañas un quejido lastimero. Como el de un niño, desconsolado, buscando la falda de su madre.
Intenté alzar la vista para verla, pero no fui capaz. La cabeza me pesaba mucho. La vergüenza me aplastaba. Busqué sin éxito alguna explicación que me pudiese justificar. Me mordí el labio intentando forzar las palabras, pero solo logré notar el sabor de la sangre.
Agrio. Metálico.
Mentiroso.
En ese preciso instante comprendí que hay dolores más fuertes que los físicos. Que hay otra substancia líquida que representa al sufrimiento, a veces incluso mejor que la propia sangre. Las lagrimas.
Lagrimas como las que me caían por la cara. Discontinuas. Pesadas. Cargadas de sentimientos.
Tragué algo de saliva. Tenía que decirle algo. No podía dejar que se marchara así.
Inspiré profundamente rogando encontrar el valor. Pero lo único que fui capaz de balbucear entre los quejicosos sonidos del llanto, fue un patético y escueto:
-lo siento.-Así, sin más. No supe hacerlo mejor. Como si eso fuese a corregir algo, como si eso bastase.
Ella dio un paso hacia mí y me sentí obligado a verla a los ojos por primera vez. Mis lágrimas se congelaron en el acto. Su mirada estaba cargada de odio. Me odiaba. Lo supe en el mismo instante. Incluso antes de que la bofetada que me dio, sonrojara mi mejilla.
Se giró para irse. Sin volver a dirigirme la mirada, en el más absoluto de los silencios. Ya no tenía nada que decirme, había quedado todo claro.
Pensé que nunca más volvería a ver a esa mujer.

Supongo que el destino es caprichoso.