viernes, 11 de abril de 2014

Desesperada.








Dan apenas podía contener el temblor de su cuerpo. Los espasmos se habían adueñado de él. Sollozaba en un extremo de la fría y oscura celda, lamentando su suerte; lo rápido que había sucedido todo…

Aquella mañana, su madre y su hermano pequeño se habían internado en el bosque para recolectar frutos silvestres, mientras él se encargaba de acondicionar las  cuadras. Descargaba una carreta de heno cuando los dos soldados se presentaron al galope. No dijeron nada. Descabalgaron y se acercaron con cara de circunstancias. Dan intuyó sus funestas intenciones, pero no tuvo valor para escapar. Tan solo dio unos tímidos pasos hacia atrás, hasta acabar chocando con las maderas que delimitaban la pocilga.

 

No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde entonces, ni los motivos que lo habían provocado; tan solo podía sentir a la desesperación avanzando por sus entrañas con la determinación de un gato famélico.

 

Con los ojos vendados carecía de certeza alguna, pero el infesto hedor que llegaba hasta sus fosas nasales, le hacía sospechar con aprensión que sus huesos habían caído en lo más profundo de las mazmorras reales.

Un lugar en el que Dios no velaba por nadie.

Ensimismado en su desgracia, dio un respingo cuando el ruido de unos gozones oxidados, anunció que una puerta se acababa de abrir en una lejanía próxima.

Sentía los pasos acercándose. Notaba su presencia, su eco en las graníticas paredes.

Debían estar muy próximos cuando se detuvieron.

–Aquí lo tiene, mi Reina –informó una voz sibilante.

A Dan se le heló la sangre.

–¿Estás seguro de lo que afirmas? –inquirió una voz femenina, con cierta duda en el tono.

–¡Por supuesto, Majestad! –repuso la otra voz, mostrándose complaciente–. Mis conocimientos le darán lo que  prometí. Piense que tenemos un trato, y que quiero esa bolsa de monedas.

El silencio se hizo eterno. Dan tenía el corazón frenético. No comprendía nada, pero tenía la certeza de que su destino dependía de la decisión que tomara la mujer.

–Está bien –concedió al fin–. Salva a mi hijo y tendrás tu oro.

–Será un honor majestad.

 

En apenas unos segundos, la portezuela de la celda que lo retenía, chirrió al abrirse. Notó como unas manos lo asían y lo sacaban a la fuerza del cubículo.  Intentó patalear, resistirse. Pero fue en vano.  Tenía los pies y las manos sujetas con grilletes, y su desnutrido cuerpo de ocho años no estaba capacitado para luchar contra la fuerza de un adulto.

–¿No será muy delgado? –preguntó la mujer con preocupación.

–No, mi Reina. Es mejor que sean así. Sin grasas que puedan enturbiar su sangre –le respondió en cuanto depositó el cuerpo del niño sobre la camilla de madera.

Ató las correas de cuero a los tobillos y a las muñecas, y soltó los grilletes. Dan seguía revolviéndose, aun así, todo era inútil. Tan solo, lo único que logró fue quitarse la venda. Pero no le ayudó. La visión de aquel hombre vestido con telas brillantes actuando por encima de su cuerpo todavía le atenazó más los músculos.

–¿Está segura de que quiere presenciar esto? –musitó el mago mientras sostenía el diminuto cuchillo entre sus dedos.

El muchacho cruzó su mirada con la de la reina, y contempló como esta tragaba saliva y asentía apesadumbrada con la cabeza.

–Como desee –volvió a sisear el hombre, inclinándose sobre el cuerpo indefenso de Dan.

Con cada uno de los cortes que le practicó en las muñecas, el chiquillo abrió los ojos con fuerza. No tardó en sentir la sangre avanzando por su piel, ni en oír el lento repiqueo de esta, al caer en los recipientes depositados bajo la mesa para tal fin.

La vida se le estaba escapando gota a gota.

El tiempo pareció detenerse durante un instante. Ninguno hacía o decía nada. Estaban inmóviles, esperando el desenlace de aquel trance, cuando un ruido de puertas abiertas de manera precipitada rompió la quietud de la escena. Hasta Dan consiguió salir del sopor que comenzaba a asediarlo, para contemplar a la pequeña comitiva que acababa de llegar.

–¡¡Se acabó el juego, cuñada!! –vociferó el hombre que iba al frente–. Tu hijo ha muerto.

–¡No puede ser! –ahogó un grito.

–La coronación será mañana al mediodía –le informó con un sádico brillo de satisfacción en los ojos-. Espero que tú, y tus cosas, hayáis abandonado el castillo para entonces.

La mujer se venció sobre sus rodillas.

–¡Oh, Dios mío! ¡¿Por qué?! –gritó entre sollozos, mientras sus anegados ojos se topaban con el inerte cuerpecillo de Dan.