Dan apenas podía contener el
temblor de su cuerpo. Los espasmos se habían adueñado de él. Sollozaba en un
extremo de la fría y oscura celda, lamentando su suerte; lo rápido que había
sucedido todo…
Aquella mañana, su madre y su
hermano pequeño se habían internado en el bosque para recolectar frutos
silvestres, mientras él se encargaba de acondicionar las cuadras. Descargaba una carreta de heno
cuando los dos soldados se presentaron al galope. No dijeron nada. Descabalgaron
y se acercaron con cara de circunstancias. Dan intuyó sus funestas intenciones,
pero no tuvo valor para escapar. Tan solo dio unos tímidos pasos hacia atrás,
hasta acabar chocando con las maderas que delimitaban la pocilga.
No sabía cuánto tiempo había
transcurrido desde entonces, ni los motivos que lo habían provocado; tan solo
podía sentir a la desesperación avanzando por sus entrañas con la determinación
de un gato famélico.
Con los ojos vendados carecía de
certeza alguna, pero el infesto hedor que llegaba hasta sus fosas nasales, le
hacía sospechar con aprensión que sus huesos habían caído en lo más profundo de
las mazmorras reales.
Un lugar en el que Dios no velaba
por nadie.
Ensimismado en su desgracia, dio
un respingo cuando el ruido de unos gozones oxidados, anunció que una puerta se
acababa de abrir en una lejanía próxima.
Sentía los pasos acercándose. Notaba
su presencia, su eco en las graníticas paredes.
Debían estar muy próximos cuando
se detuvieron.
–Aquí lo tiene, mi Reina –informó
una voz sibilante.
A Dan se le heló la sangre.
–¿Estás seguro de lo que afirmas?
–inquirió una voz femenina, con cierta duda en el tono.
–¡Por supuesto, Majestad! –repuso
la otra voz, mostrándose complaciente–. Mis conocimientos le darán lo que prometí. Piense que tenemos un trato, y que quiero
esa bolsa de monedas.
El silencio se hizo eterno. Dan
tenía el corazón frenético. No comprendía nada, pero tenía la certeza de que su
destino dependía de la decisión que tomara la mujer.
–Está bien –concedió al fin–.
Salva a mi hijo y tendrás tu oro.
–Será un honor majestad.
En apenas unos segundos, la
portezuela de la celda que lo retenía, chirrió al abrirse. Notó como unas manos
lo asían y lo sacaban a la fuerza del cubículo. Intentó patalear, resistirse. Pero fue en
vano. Tenía los pies y las manos sujetas
con grilletes, y su desnutrido cuerpo de ocho años no estaba capacitado para
luchar contra la fuerza de un adulto.
–¿No será muy delgado? –preguntó
la mujer con preocupación.
–No, mi Reina. Es mejor que sean
así. Sin grasas que puedan enturbiar su sangre –le respondió en cuanto depositó
el cuerpo del niño sobre la camilla de madera.
Ató las correas de cuero a los
tobillos y a las muñecas, y soltó los grilletes. Dan seguía revolviéndose, aun
así, todo era inútil. Tan solo, lo único que logró fue quitarse la venda. Pero
no le ayudó. La visión de aquel hombre vestido con telas brillantes actuando por
encima de su cuerpo todavía le atenazó más los músculos.
–¿Está segura de que quiere
presenciar esto? –musitó el mago mientras sostenía el diminuto cuchillo entre
sus dedos.
El muchacho cruzó su mirada con
la de la reina, y contempló como esta tragaba saliva y asentía apesadumbrada
con la cabeza.
–Como desee –volvió a sisear el
hombre, inclinándose sobre el cuerpo indefenso de Dan.
Con cada uno de los cortes que le
practicó en las muñecas, el chiquillo abrió los ojos con fuerza. No tardó en
sentir la sangre avanzando por su piel, ni en oír el lento repiqueo de esta, al
caer en los recipientes depositados bajo la mesa para tal fin.
La vida se le estaba escapando
gota a gota.
El tiempo pareció detenerse
durante un instante. Ninguno hacía o decía nada. Estaban inmóviles, esperando
el desenlace de aquel trance, cuando un ruido de puertas abiertas de manera
precipitada rompió la quietud de la escena. Hasta Dan consiguió salir del sopor
que comenzaba a asediarlo, para contemplar a la pequeña comitiva que acababa de
llegar.
–¡¡Se acabó el juego, cuñada!!
–vociferó el hombre que iba al frente–. Tu hijo ha muerto.
–¡No puede ser! –ahogó un grito.
–La coronación será mañana al
mediodía –le informó con un sádico brillo de satisfacción en los ojos-. Espero
que tú, y tus cosas, hayáis abandonado el castillo para entonces.
La mujer se venció sobre sus
rodillas.
–¡Oh, Dios mío! ¡¿Por qué?! –gritó
entre sollozos, mientras sus anegados ojos se topaban con el inerte cuerpecillo
de Dan.