martes, 12 de junio de 2012

La Sombra del Fuego



1

-Al final de la muerte encontraras todas las respuestas.- fueron las palabras de Sai mientras me ponía una bolsa de suero nueva.
Yo estaba nervioso. Mejor dicho, MUY nervioso. El sonido de los aparatos médicos se clavaba en mi cerebro de una forma casi lacerante y mi ritmo cardiaco, reflejado en la pantalla, se veía agitado. Incluso llegaba a sentir que el corazón me salía del pecho. Era la primera vez que iba a morir y aún después de lo que había visto, se me hacía difícil de creer.
Kendall entró en ese momento a la habitación y me dirigió una mirada amable. Casi de compasión. Por las conversaciones que habíamos tenido en las horas anteriores, sabía que aún no hacía mucho que él había pasado por lo mismo. Tal vez por eso, él se identificaba conmigo, y yo lo consideraba el responsable de que acabara “casi” creyendo tan pronto.
Me lo había contado todo con un tono de escepticismo que invitaba a la confianza. Como si él aun no se lo terminase de creer. Y su falta de pasión, mezclada con el brillo de la sorpresa en sus ojos, le confería un aurea de credibilidad muy difícil de derribar.
-Mantén la calma siempre y no te pasará nada. Sobre todo en el viaje de ida. Si no llegas, nunca podrás volver.-a pesar de lo sombría que era la afirmación, el tono de voz de Kendall me aportó algo de serenidad.- Lo peor que te puede pasar es perderte en el camino.
Yo asentí con la cabeza. Me costaba hablar. Era como si mis cuerdas vocales estuviesen agarrotadas por la tensión. Y el hecho de ver a toda la gente con batas blancas, andando de un lado para otro con carpetillas en la mano, tremendamente concentrada en unos datos de los que no tenía ni la más pajolera idea de lo que podían representar, tampoco contribuía a mi tranquilidad. Tal vez si Aíra estuviese allí todo sería más sencillo. Pero no. Aíra tenía cosas más importantes que hacer.
-¿Estás preparado?- Sai se había colocado a mi lado, y en su mano izquierda, sostenía una jeringuilla llena de un liquido del color de la lima madura.
Luché por gritar que no. Que todavía no estaba preparado. Aún debía comprender muchas cosas antes de iniciar ese viaje. Pero Sai ya se había inclinado sobre mí para ponerme la inyección.
Apenas me escoció el pinchazo. Cuando Sai de apartó de mi, con la jeringuilla ya vacía, no sentí el típico dolor del antibiótico avanzando por el torrente sanguíneo. Más bien todo lo contrario, una ola de bienestar  me recorría con un suave cosquilleo.
Me fijé en la barba blanca de Sai. La recordaba diferente, tal vez menos blanca. Y fue entonces cuando comprendí lo anormal de la composición del rostro de aquel hombre. Sus facciones aparentaban poco más de treinta años, pero su barba, la tonalidad de ella, parecía corresponderse más con la propia de los ancianos.
Intenté hacer un esfuerzo en pensar como era posible que no me hubiese dado cuenta antes de aquella peculiaridad, pero me fue imposible. Mis pensamientos comenzaron a languidecerse paulatinamente. Como si de corchos flotando en el rio se trataran, fueron alejándose de mí hasta desaparecer tras un recodo, que ni podía, ni me interesaba ver.

Por fin me enfrentaba por primera vez a la muerte. E irónicamente, solo ahora me doy cuenta de lo mucho que iba a afectar a mi vida.