martes, 26 de noviembre de 2013

Sin Título. (Provisional)




                                                                                                             





                          
                                                                    
                                                           Con cariño, a la gente de Badajoz
                                                                                       -












Alguien, en algún lugar, inició la cuenta atrás…






1
Anxo Nogueira, periodista de investigación de treinta años, estaba inclinado sobre el mostrador, luchando por retener un bostezo entre los dientes, cuando la campanilla de la puerta tintineó para anunciar a otro cliente. Fue inevitable, giró la vista hacia la nueva ocupante de la tienda, una mujer joven de ojos azules; vestida con una prenda de un rojo fuego que resaltaba todavía más el intenso moreno  de su pelo.
De inmediato, algo en ella llamó su atención, aunque no supo decir qué.
–… es una pieza fantástica, de una factura exquisita –escuchó como continuaba hablando el dependiente mientras levantaba la tapa de la cajita de música–. Y la melodía, no me diga que no es preciosa. Parece compuesta por el mismísimo Mozart.
Anxo volvió a desviar la mirada hacia el vendedor que le estaba atendiendo. Aquel hombre desgarbado, con el nombre de Vicente grabado en una chapita colgada del pecho, parecía disfrutar su trabajo. Toqueteaba el artilugio con amor, sonriendo y hablando casi más para sí, que con intención de vender nada.
Por un momento, Anxo, sintió lástima de él. Se dio cuenta de que llevaba algo más de tres cuartos de hora mareándolo. Procurando sonsacarle información con preguntas veladas, a la vez que le obligaba a revolver toda la tienda, en la búsqueda de un objeto inexistente.
–No sé… –empezó a excusarse el periodista, simulando examinar el resto del mostrador, para poder tener una visión completa de la mujer que acababa de entrar–. Tal vez sea demasiado delicado. No tengo muy claro que le vaya a gustar. Mi novia es más de gustos… –hizo un gesto difuso con las manos– diferentes.
– ¡Oh!, pues es una pena. En cuanto lo vi, pensé que pegaba con usted –repuso el hombre un tanto decepcionado, mientras devolvía el objeto a su lugar bajo el cristal templado–. Pero dígame, cuál pude gustarle a ella –prosiguió con empeño, abarcando con su largo brazo la colección existente–. Tenemos casi cualquier cosa.
Por desgracia, Anxo ya no le prestaba atención. Su mente estaba centrada en la mujer del vestido rojo. En ver cómo se le acercaba el dueño de la tienda de antigüedades, y cómo tras un breve saludo y una leve muestra de discrepancia, se encerraban en el despacho del hombre. Un pálpito se adueñó de él en ese instante; una parte profunda en su interior le dijo que aquella mujer tal vez fuese el hilo del que debían seguir tirando.
Aunque no tenía muy claro cómo iba a explicárselo a sus compañeros.
– ¿Sabe qué?–repuso el joven periodista intentando poner en orden sus pensamientos–. Lo lamento mucho, pero creo que no le va a gustar nada. Tal vez en otra ocasión… o para otra persona –le sonrió al dependiente antes de despedirse–. Que tenga buena tarde.
–Lo mismo le digo, señor –repuso el vendedor, sin dejar asomar su decepción–. Aquí estaremos para cuando nos pueda necesitar.

El periodista abandonó la tienda y miró a ambos lados antes de cruzar la céntrica avenida hasta el coche. En el interior, sus dos compañeros y amigos, Juan Luís y Lupe, esperaban impacientes. Habían decidido que solo iría uno. No podían entrar en tromba, no conseguirían nada. En la fase en la que estaban era mejor disimular; echar un vistazo al lugar sin delatarse y valorar la información antes de seguir actuando. Hacer lo contrario sólo lograría dejarlos como unos idiotas.
La experiencia se lo había demostrado en multitud de ocasiones.
– ¿Y, bien?–preguntó Lupe– ¿Cómo te ha ido?
– ¿Quitaste fotos de la gente que entró en la tienda?–le devolvió la pregunta Anxo.
–Sí. De casi todos.
– ¿Cómo que de casi todos?–se exasperó un poco.
Lupe abrió los ojos hasta unos límites insospechados. No comprendía a su compañero, no le había dado instrucciones de ningún tipo. Las fotos que tomó, las hizo porque se le ocurrió a ella hacerlas. No tenía derecho a reprocharle nada.
– ¡Oye!, ¿qué  pasa contigo?–se defendió la mujer, buscando la mirada de Juan Luís para sumar su apoyo.
–Disculpa–rectificó en seguida con una sonrisa nerviosa. Estaba un tanto excitado y se había dejado llevar–, es que creo que la mujer de rojo, la última que entró, puede estar relacionada con la investigación.
– ¿Y qué  haces aquí entonces?–soltó Juan Luís con estupor– ¿No deberías seguir dentro, fisgando?
– ¡Ya!, y me paso dos horas escogiendo un regalo carísimo, para una novia que ni siquiera tengo –medio mintió a sus amigos–. Además, se encerró con el dueño en el despacho. ¿Qué querías que hiciera?
Lupe repasó las últimas fotografías en la pequeña pantalla de LED de la cámara.
– ¿Es esta?–le dijo tendiéndole la máquina.
–Sí. Es ella–sonrió Anxo.
– ¿Y qué tiene de especial?–preguntó Juan Luís quitándole la cámara de las manos para ver él– Aparte de estar como un tren.
Anxo intentó buscar algo para dar sentido a sus explicaciones, pero no lo encontró. Él sólo había tenido un pálpito. Al igual que Lupe con los precintos de la tienda de antigüedades.
–La verdad, no lo sé –se sinceró–. Aunque estoy convencido de que guarda relación con la historia.
–Es imposible que lo sepas –volvió a incidir Juan Luís, para poner algo de cordura.
–Ya sé que es imposible. Pero estoy seguro. Aunque no te pueda explicar por qué –Anxo comenzó a desesperarse–. Además, cuando Lupe propuso acercarnos a esta tienda, tú no pusiste ningún inconveniente.
–Eso fue diferente. Encontró los pedazos de papel en las dos zonas de las marcas. Era una coincidencia que merecía la pena investigar. Lo tuyo no es nada –contraatacó Juan Luís–. Una intuición fiada a un pálpito… ¡Por favor, Anxo, despierta!
–Pues si no es ella, ahí dentro no hay nada interesante–sentenció Anxo.
Se quedaron todos en silencio durante un instante. Anxo aprovechó para quitar un cigarrillo y lo encendió tras bajar un poco la ventanilla. Sabía que todo lo que decía su amigo era cierto, y que lo hacía para ayudarle a no perder el norte.
– ¿Y ahora, qué vamos a hacer?–preguntó Lupe para romper el silencio– El jefe nos va a matar si no le llevamos nada.
En aquel momento, la mujer del vestido rojo salió por la puerta de la tienda con una bolsa bajo el brazo. Anxo dio una última calada al cigarrillo y lo tiró al asfalto por la ventanilla.
–Vosotros, no sé. Yo voy a hacerle algunas preguntas–les dijo cerrando la puerta del coche tras de sí, antes de que estos pudieran reaccionar.

viernes, 15 de noviembre de 2013

El precio de una deuda

 
 
 











10:45
Llegué pronto. Me daba igual esperar si con ello me podía ahorrar algún disgusto.
Aquello era algo serio.
Me senté en un banquito, bajo la marquesina de autobuses donde habíamos quedado.
No había nadie esperando todavía, así que, con el único propósito de disimular, saqué un periódico del bolsillo y lo extendí sobre las rodillas, mientras observaba de soslayo mi perímetro. Apenas había gente por la calle. Todo estaba tranquilo.
Un ruido de tubo de escape llamó mi atención a mi espalda. Tal vez no viniese en autobús, pensé esperanzado. Pero el coche pasó a toda velocidad sin detenerse.
Quería acabar con aquello cuanto antes y no deberle nada más a esa gente.
 11:00
El primer autobús  descargó a cuatro pasajeros. Ninguno parecía ser la persona a la que esperaba.
Los nervios me provocaron un tic en una pierna. La empecé a mover arriba y abajo sobre la puntera del pie en un acto reflejo. Igual de incontrolable como el tiritar por  frío.
Ya había llegado la hora. El contacto se presentaría de un momento a otro. No podía tardar.
Sólo debía permanecer allí quieto; conservando la calma.
11:15
Cerré los ojos y respiré con fuerza unas cuantas veces.
Para cuando los abrí, desearía no haberlo hecho: un coche patrulla estaba pasando justo por delante de mis narices. Sentí como el corazón amagaba con querer saltarme del pecho. Era lo último que quería ver en aquel momento.
Volví a cerrar los ojos y respiré aún con más fuerzas.
Al cabo de un rato no muy largo, una vocecita me obligó a abrirlos de nuevo.
 –Mami, ¿qué le pasa a ese señor? –le preguntó una niñita a su madre, señalándome con el dedo desde el otro extremo de la marquesina.
 –No sé, Cielo –bajó el brazo con el que me señalaba la niña y la atrajo hacía sí –.  Ven, anda, no te sientes ahí.
11:30
El siguiente autobús llegó igual de puntual que el primero. Y también con idéntico resultado. Nadie parecía querer buscarme.
Un reguero de desesperación luchaba por adueñarse de mí.
Me fijé en cómo subían madre e hija al autobús, y me sorprendí al ver a la niña despidiéndose de mí con la mano.
No pude evitar sonreírle y devolverle el gesto. Los nervios me habían hecho quedar como un idiota ante esa niñita y su madre. Tendría que dominarme mejor para llegar a buen puerto con aquello. El mismo contacto podría negarse a entregarme el fardo, si me miraba incapacitado para cumplir el trato.
Y yo no quería eso.
Ni las consecuencias posibles.
11:45
Ardía de ganas de levantarme e irme. Y lamentaba mi suerte por no poder hacerlo.
El coche patrulla volvió a pasar por delante de mí, en  lo que aparentaba una rutina habitual de patrullaje. Aunque no me puse tan nervioso como antes, sentí cierta falta de aire.
Intenté distraer mi mente ojeando el periódico. Pasé las páginas, una tras otra, sin hacerle mucho caso a nada en concreto, hasta detenerme en la sección de pasatiempos.
No tenía bolígrafo, así que me decidí por el juego de encontrar las diferencias. Algo sencillo que pudiera recordar con la mente.
11:58
Unos agudos chirridos llamaron mi atención cuando iba por la cuarta diferencia.
Levanté la vista del pasatiempo y me sorprendí al ver en la marquesina a tres personas más. Las revisé con la vista un poco, pero todas parecían ajenas a lo que me retenía allí.
Otra vez los chirridos volvieron a hacerse audibles. Todos los presentes volvimos la cabeza  en la dirección del ruido, hacía el final de la avenida.
De allí, a toda velocidad, un coche negro avanzaba esquivando el escaso tráfico, con una patrulla pisándole los talones.
Cuando terminaron de recorrer la avenida, el coche negro hizo el amago de prepararse para tomar la curva.
 El coche policía lo copió.
En el último momento, el primero derrapó sobre sus ruedas traseras, invirtiendo el sentido de la marcha. Los policías intentaron corregir la maniobra, pero el ancho del asfalto no fue suficiente para ellos.
 Mi vista corrió rápido hasta el coche negro. Parecía que ya lo tenía hecho, aunque un ligero vaivén en la zaga del coche, unido a la desproporcionada velocidad, empezó a provocarle un avance errático.
Salté de mi asiento en cuanto vi lo inevitable.

Tras la lluvia de cristales giré la cabeza con precaución, pero no supe cómo sentirme cuando vi al mafioso, al que llevaba algo más de una hora esperando, envuelto en un mortal amasijo de hierros.

domingo, 12 de mayo de 2013

Antes de que anochezca.











Me giré al escuchar sus pasos. Sin poder hacer nada por evitarlo, un nudo se me formó en la boca del estómago. Esperaba encontrarlo más viejo, más gordo; tal vez con las  cicatrices lógicas en su rostro. Pero no. Seguía igual de alto, igual de fuerte. Puede que más atractivo que nunca.
–Al final has venido –le dije  con cierto nerviosismo.
–Para eso me llamaste– se dirigió a la licorera y se sirvió una copa generosa del whisky escocés que tantas veces había saboreado–, sabes muy bien que no estaría aquí de no ser así.
Hacía tiempo que había guardado sus besos y sus caricias en una caja polvorienta de mi memoria. Junto a las otras. Pero tenerlo enfrente me provocó una nostalgia  similar a la de quien revisa un álbum familiar antiguo.
Esbocé una ligera mueca antes de sentarme en el amplio sofá de piel.
–Siéntate si quieres– le invité señalando el hueco libre.
–Creo que prefiero seguir de pie.
Observé como le daba otro trago a la copa. En ese momento era incapaz de recordar porque las cosas no habían funcionado entre nosotros. Estaba claro que era mucho más que un hombre con un culo y una musculatura perfecta. También tenía una mente brillante. Se había encargado de demostrármelo en multitud de ocasiones.
– ¿Estás segura de que quieres hacerlo?– me preguntó de golpe, yendo al grano.
Volví a mover los labios con nerviosismo.
–Sí.
–Si acepto…
–Si aceptas, estaremos en paz–le atajé harta de que fuese él el que manejara la conversación–, no nos volveremos a ver. Podrás irte a donde quieras, dedicarte a lo que te dé la gana.
Bebió el resto del licor de un trago y me señaló con un dedo intentando decir algo que al final no dijo.
–Está bien–posó con violencia la copa sobre la licorera antes de marcharse–. Espero que cumplas con tú parte. Por tú bien.
Abandonó el salón dando grandes zancadas. Dejando el eco de sus zapatos en las bóvedas del techo hasta ser roto por el portazo que dio al salir.
Mejor así. De haberse quedado más tiempo, no habría sido capaz de dominar los instintos que su presencia me provocaba.
Y eso sólo complicaría las cosas aún más.
Cansada, subí las ornamentadas escaleras hasta la planta superior. Necesitaba un baño espumoso bien caliente.

El servicio tenía el día libre por orden mía, así que abrí el grifo y dejé que se fuese llenando la bañera, mientras encendía las innumerables velas aromáticas repartidas por el suelo. Me quité la ropa y esparcí un par de pastillas de sal de baño efervescentes sobre el agua. Todo estaba a mi gusto. Como siempre. Probé el agua mojando los dedos de un pie y me metí dentro.
Una oleada de bienestar me inundó de inmediato. Inspiré con fuerza y me dejé escurrir hasta sumergir la cabeza  durante unos segundos.
Saqué la cabeza del agua y dejé caer todo el pelo sobre un hombro. En el inmenso reloj de la pared, las manillas marcaban las siete menos cuarto. Debía hacer una llamada.
Descolgué el auricular del teléfono supletorio y marqué el número del salón de belleza al que siempre iba. Enseguida recibí respuesta del otro lado.
–Salón de…
–Liz, soy yo– le corté–. Hoy no voy a ir, estoy machacada. Cámbiame la cita para mañana a las doce.
Colgué sin esperar a que me respondiera. No lo necesitaba. Con el dineral que me dejaba allí todos los meses, tenía sitio cualquier día y a cualquier hora. Incluso sin necesidad de llamar. De no ser por lo mucho que me interesaba constatar que estaba en casa, no lo hubiese hecho.
Poco a poco el agua caliente fue haciendo su efecto en mí y me quedé dormida.
Tras un buen rato me desperté sobresaltada. Las velas ya se habían apagado por completo y me encontraba rodeada de oscuridad. Suspire aliviada durante un segundo, ya debería haber sucedido.

Sin esperarlo, un ruido me hizo dar un respingo. Con el corazón  cada vez más acelerado, oí como unos pasos avanzaban por la casa hasta el cuarto de baño.
La puerta se abrió, y tras ella apareció él.
– ¿Sabes?, tú marido me paga más– me dijo sonriente mientras me mostraba un inmenso cuchillo–. Te envía recuerdos.
Horrorizada, consciente de mi destino, cerré los ojos incapaz de seguir mirando.





lunes, 18 de febrero de 2013

Un Camino Incierto.

Borrador inicial.
( Es posible que haya cosas que no suenen bien, o que tal vez estén mal expresadas. También estoy seguro de que son muchísimas las faltas de ortografía y de estilo en las que he incurrido. De momento no sé hacerlo mejor y por supuesto apreciaría de buen grado, cualquier opinión que cualquira tubiera a bien de darme.)

Muchas gracias por vuestra atención.











1
Kaunas se incorporó a la fila, con la cabeza gacha, evitando cruzar la mirada con la de los guardias; temía que si lo miraban a los ojos, pudiesen leer sus intenciones como en un libro abierto.  Se sentó en el lugar que tenía asignado y al poco rato comenzó a removerse nervioso en el asiento. Aquellas palabras que no debía haber oído se repetían en su cabeza, recordándole lo mucho que se jugaban.
Con la desaparición del último rayo de sol y la salida de la séptima luna del año, el gobernador dio comienzo a su puesta en escena. Los guardias cerraron las pesadas puertas de granito tras él, y todos los presentes se pusieron en pie para verlo avanzar hasta el escenario. Nadie se atrevía a alzar su mirada más allá de sus pies; el silencio sería total de no ser por los golpes sordos que daban contra el suelo -con los bastones de sus picas-, los soldados de la guardia.
El gobernador subió los cuatro peldaños que daban acceso al escenario y lo cruzó con  lentitud ceremoniosa, hasta llegar al monolito que presidía el teatro. Una vez allí, metió la mano en el hueco horadado en la piedra y  extrajo un pequeño libro. Se dio la vuelta sosteniéndolo con ambas manos, besó sus tapas y lo alzó por encima de su cabeza, antes de que aquel teatro que parecía invadido por un estado de ausencia, rompiera en unos atronadores gritos de vivas y alabanzas.
Dejó que el júbilo corriera por su pueblo durante unos segundos antes de acallarlo y reducirlo al mismo estado de ausencia anterior con un mínimo gesto.
– ¡Queridos hermanos–  elevó su voz el gobernador para dirigirse a la gente–, seguimos vivos!– las cuatrocientas almas allí congregadas quisieron volver a gritar de alegría, pero continuó hablando–. No han sido tiempos sencillos. La muerte y la desdicha nos han perseguido. Pero no nos han derrotado. Y todavía podemos decir con orgullo que somos los últimos hombres sobre la faz de la tierra.
El público quiso volver a levantarse para seguir jaleando su suerte, pero el gobernador acalló cualquier intento con la mirada.
Kaunas cada vez estaba más nervioso. Estaba seguro de lo que había oído, y si se producía, pensaba aprovecharlo. Buscó con la mirada a Silos y a Cercione. Ellos también estaban expectantes, y de vez en cuando, lo miraban en busca de alguna indicación. Pero él poco podía decirles aún.
El gobernador siguió hablando durante media hora más, repitiendo el mismo discurso de todos los años. Ensalzando las virtudes de un pueblo trabajador, que a causa de su obediencia y de su fe total en sus gobernantes, se veía recompensado con el don de la existencia.
Una vez acabó, dio paso a los elegidos para realizar la representación del día en el que a sus antepasados le fue revelada la salvación. Kaunas reconoció entre los actores que daban vida a los siete personajes más importantes de aquella historia, al hombre al que había escuchado decir entre susurros que el día de la séptima luna, cuando se cruzase con él en el escenario, mataría al gobernador. Cercione, consciente del punto en el que se encontraba la situación volvió la vista atrás para volver a ver a Kaunas, pero este estaba atento al escenario.
Fue en un segundo. La hoja del cuchillo apenas tuvo tiempo a brillar con la luz del escenario desde el escondrijo que el hombre tenía entre sus ropas, hasta el pecho del gobernador, sin que nadie fuese capaz de impedirlo.
Por el teatro corrió un grito de horror, mientras los soldados de la guardia contemplaban atónitos como chorreaba la sangre de su máximo mandatario por la túnica de seda blanca. El caos se apodero de la situación. Algunos gritaban de desesperación, los niños lloraban desconsolados contra los pechos de sus madres y los hombres más fuertes, acompañados por toda la guardia, se abalanzaron sobre el escenario.
Kaunas dirigió una rápida mirada a sus amigos y corrió agachado hasta la brecha en la pared que había estado reparando unos días antes. En cuanto Cercione y Silos llegaron hasta allí, Kaunas le dio una patada al amasijo de adobe, dejando al aire un boquete suficiente para poder escapar los tres.
– ¿Estáis convencidos de que lo queréis hacer?–  les pregunto con miedo. –  Una vez salgamos por este agujero, no habrá vuelta atrás.
– ¡Vámonos ya!–  le urgió Cercione.
Los tres cruzaron por el boquete y corrieron envueltos en la oscuridad, ocultándose del amparo de la séptima luna del año, para dejar atrás aquel lugar que tanto detestaban.















2
Los tres corrían por el bosque con la determinación de quien sabe que se está jugando la vida. Seguían a Silos, sus cinco años en la brigada de leñadores le hacían conocedor de aquel bosque como de la palma de su mano. Kaunas y Cercione podían ver como se anticipaba a todos los obstáculos e intentaban imitarlo, aunque no siempre con la misma fortuna.
La única idea de cruzar los confines permitidos del valle lo antes posible, los espoleaba a seguir apretando el paso.
Conforme se internaban en el bosque, la pendiente sobre la que corrían se iba endureciendo y los árboles se volvieron más frondosos; formando, en ciertos lugares, verdaderos muros de madera viva.
Cercione sentía que estaba cerca de su límite. Ya no aguantaba más. No quería detenerse, pero la descoordinación que venía arrastrando en sus pasos desde hacía unos metros, la hizo tropezar con unas raíces gruesas ocultas entre la maleza antes de caer.
El golpe fue tremendo. Acabó dándose de bruces contra el suelo con un ruido seco y un restallido de dolor recorrió su cuerpo. Por un instante llegó a olvidarse de todo mientras se retorcía en el suelo. Kaunas, que iba detrás de ella, tuvo que saltar por encima para evitar pisarla, pero también perdió el equilibrio, yendo a darse contra unos troncos antes de caer de costado.
Silos, al oír los quejidos de Kaunas y de Cercione, regresó sobre sus pasos para ayudar a sus amigos.
– ¿Estáis bien?– les preguntó con la voz entrecortada por la respiración. –  ¿Os habéis hecho daño?
Cercione se incorporó hasta quedar a cuatro patas. Jadeando por la mezcla de agotamiento y de dolor, se dio un segundo antes de contestar.
– Creo…, que sí. –  Hizo una mueca de dolor al ponerse de pie. –  Me he dado un buen golpe, pero creo que estoy bien. –  terminó de decir la muchacha mientras se palpaba todo el cuerpo en busca de alguna sensación que le indicara que algo iba mal.
Por un instante una punzada de miedo se apoderó de su ser, atenuando casi todo el dolor físico. Se volvió a palpar, pero no notó nada raro.
No podía permitirse correr el riesgo que corría para nada.
El murmullo de los quejidos de Kaunas la hizo salir de ensimismamiento. Estaba  vuelto sobre sí mismo, hecho un ovillo que rodaba por el suelo.
– ¿Qué te pasa?–  Silos se agachó preocupado junto a su amigo.
Kaunas, con las lágrimas en los ojos, se volvió hacia ellos para mostrarles su hombro dislocado. Este marcaba un ángulo inverosímil respecto al resto del cuerpo. Cercione tuvo que ahogar un grito de dolor al verlo, mientras no podía evitar pensar que todo aquello era culpa suya.
– ¿Puedes continuar?– preguntó, apuntó de echarse a llorar.
Kaunas apretó la mandíbula e hizo un gesto con la mano para que esperasen, mientras se ponía en pie. Su respiración era entrecortada, y con cada esfuerzo se le escapaban unos terribles resoplidos.
–Tírame del brazo. –le dijo a Silos una vez terminó de recuperar la verticalidad, ofreciéndole el lado del hombro dislocado.
Silos lo observó durante un instante sin hacer nada.
– ¿Estás seguro?–  Cercione se adelantó un poco hasta apoyar su mano en él.
– Sí. –  respondió Kaunas a la vez que hacía un gesto con el tronco de su cuerpo a Silos para que le agarrara del brazo.
– Cercione, busca un trozo de madera pequeño para que lo pueda morder.– le ordenó Silos mientras agarraba el brazo de su amigo, con una mano un poco por debajo del codo, y la otra un poco por encima.
En cuanto ella encontró un pedazo de madera de unas dimensiones asequibles para la boca de Kaunas, lo sacudió con la mano y lo puso entre los dientes de este.
– Agárralo por la cintura. –  le indicó Silos, mientras se concentraba para dar el tirón.
Kaunas aprovechó el brazo sano para asirse a una rama y cerró los ojos para concentrarse en su respiración.
– A la de una–  inició la cuenta atrás Silos cogiendo impulso–, a la de dos…, y a la de tres.
Silos tiró del brazo de su amigo con un movimiento seco para provocar el crujido en la articulación. Kaunas gritó de dolor, apretando sus dientes contra el pedazo de madera hasta el punto de pensar en deshacerlo en su boca.
Conforme las lágrimas iban acudiendo a sus ojos para inundarlos, Kaunas notó como, aunque era gradual, el dolor se le iba disipando.
– Tenemos que aprovechar ahora que estoy en caliente. Si nos detenemos aquí, estamos perdidos. –Pronunciar aquellas simples palabras fue un suplicio para él, pero tendría que haber perdido las piernas para quedarse allí–.  Vámonos ya.
– Estamos cerca de la salida– le dijo Silos. –  Tal vez deberíamos tomárnoslo con un poco más de calma.
– No, sigamos corriendo. Por lo menos hasta llegar a los confines. –  Se empeñó Kaunas.
– Con todo el revuelo que se montó con lo del gobernador, no creo que hasta mañana se den cuenta de nuestra desaparición. –  Cercione apoyó su mano en el hombro sano del muchacho, intentando convencerlo.
– Precisamente. – Kaunas no se quería dejar convencer de nada. –  Tenemos que aprovechar para alejarnos lo más posible. El tiempo que perdamos ahora, no lo vamos a recuperar jamás. Y si nos persiguen, nos va a hacer falta aprovecharlo al máximo posible. Vamos. – le indicó a Silos con la cabeza para que volviera a marcar el camino.
Los tres continuaron corriendo por el laberinto de árboles que tan bien conocía Silos. Kaunas pretendía seguir con el mismo ritmo que tenían antes, pero era incapaz de mantenerlo. Así  que, poco a poco, el grupo se adaptó a un trote constante hasta llegar a la salida del bosque.



Cruzar por aquella diminuta brecha entre los troncos de dos árboles, resultó más doloroso de lo que Kaunas creyó desde un principio. Solo la pudo cruzar con la ayuda de Silos desde un lado, y de Cercione desde el otro. Al otro lado, había no más de sesenta metros de pendiente con un gran desnivel, despejada por completo de árboles, hasta llegar a la cima del valle.
Cercione se adelantó corriendo casi a cuatro patas por la ladera, mientras Silos se ofreció como apoyo para Kaunas. Este lo rodeó con el brazo por el cuello, apoyando parte de su peso en él, y ascendieron juntos hasta alcanzar los confines permitidos del valle.
Una vez arriba, los tres muchachos se tomaron un segundo para respirar; nunca habían visto una luna tan grande  ni tan luminosa. Sintieron como si aquella luz los purificara, y les diera su bendición para continuar su camino hacia la libertad.

Antes de echar a correr ladera abajo, y abandonar para siempre el valle de Rocazeniza, Kaunas se giró para mirar por última vez el único lugar que conocían en el mundo. No fue mucho rato, lo justo como para reafirmarse en su sentimiento de odio hacia aquel lugar.
Atrás quedaban las normas arbitrarias. Las decisiones injustas. La obediencia ciega a unas leyes crueles y la sumisión absoluta a sus gobernantes. No sabía si el gobernador había muerto o no. Pero no le importaría si fuese así. No pensó mucho en el hombre que lo apuñaló. Ni en cual había sido el motivo que lo había empujado a empeñar su vida con aquel acto.
Solo dio gracias por haber estado en lugar y en el momento adecuado.







3
El segundo oficial entró en los aposentos del mariscal Sisgar, tras apenas haber tocado con los nudillos en la puerta. Sabía que no iba a tener contestación del otro lado. No al menos, en el estado en el que se encontraba su superior.
 Avanzó en la penumbra hasta el lecho del mariscal. Por un instante, pensó en reprimir una arcada. El olor a podredumbre y a enfermedad apenas si podía escaparse por el escueto ventanuco que tenía la habitación. Pensó, en que cómo era posible que el mariscal viviese así. En lo que haría él, el día que  ocupase su cargo.
Una vez se puso a su altura, carraspeo con nerviosismo antes de empezar a hablar.
– ¿Mariscal?
El hombre se volvió con pesadez y se quedó mirando a su subordinado en silencio.
–Mariscal, el consejo reclama su presencia en la sala capitular con urgencia –durante una fracción de segundo, la que tardó el mariscal en reaccionar y demostrar todo lo contrario, por la cabeza de aquel muchacho, cruzó la tonta idea de lo sencillo que sería acabar con su superior en ese momento y conseguir un ascenso por la vía de la sangre–.  Han apuñalado al gobernador en el teatro de la humanidad.
El mariscal Sisgar dio un gruñido de exasperación.
– ¿CÓMO?  ¡Eso no es posible!– le gritó a su subordinado saliendo de su sopor–.  ¿Dónde estaba su guardia personal?
El segundo oficial quiso escoger con cuidado las palabras.
–Señor, fue todo muy rápido… Confuso– la voz le traicionaba un poco, dejando escapar pequeños gallos de vez en cuando–  El agresor era uno de los representantes de la escena de la séptima luna y, aprovechando su presencia en el escenario, se abalanzó sobre el gobernador de improviso, impidiendo cualquier reacción por nuestra parte.
El mariscal le dirigió una mirada cargada de odio.
– ¡Malditos ineptos!– volvió a bramar. –  ¿Cómo se encuentra ahora el gobernador?
Por un segundo reinó el silencio.
–Me temo que no me he explicado bien, señor... –  el segundo oficial sudaba en frio. Ya no existía ni el olor a podredumbre, ni a enfermedad; ya no se le pasaba por la cabeza el pensar en quitar de en medio a su superior. Ahora solo le quedaba transmitir la noticia más difícil de dar a aquel hombre. –  El gobernador está muerto.
El rostro del mariscal se contrajo de una forma que no esperaba el segundo oficial. Este esperaba gritos y más gritos. Amenazas y sanciones gravísimas para él y sus hombres. Tal vez la pena de muerte para algún soldado de la guardia personal del gobernador. Pero no el estado de apatía emocional con el que había reaccionado.
– Está bien. –El mariscal apartó las mantas con las que se cubría para salir de la cama, dejando al descubierto el emplasto de gasas ensangrentadas que tenía en el bajo vientre. – Dile al consejo que voy ahora.
El muchacho se quedó un instante embobado ante la herida de  su superior.
– ¡Es que no habías visto antes a un hombre desnudo!–  el mariscal recuperó la vigorosidad de su tono para echar a su segundo de sus aposentos. –  ¡Largo de aquí!
El joven oficial dio la vuelta sobre sí mismo con precipitación, ansioso por abandonar aquella habitación lo antes posible.
– ¡Névoj!–  el mariscal detuvo a su segundo en el momento en el que este posó la mano sobre el picaporte de la puerta. –  ¿Qué hicisteis con ese perro sarnoso?
– ¿El asesino?–  preguntó con torpeza, mientras observaba como los ojos del mariscal se tornaban fríos como el hielo. –Está vivo. En las celdas de la Guarnición –se apresuró a responder para enmendar su error –. A la espera de lo que dictamine el consejo, Señor.
–Que nadie hable con él, mantenedlo aislado. Ese hombre, es solo mío. –le  dijo amenazándolo con el dedo. – ¡Me entiendes!














4
Envuelto en un estado de concentración absoluta, el mariscal Sisgar marchaba sin escolta hacia la sala capitular. Sus pasos marcaban una cojera pronunciada a causa de su herida en el abdomen, pero en su rostro no parecía atisbarse ningún rastro de dolor.  A sus mal conservados cincuenta años, ya había soportado demasiados tipos de sufrimiento, como para ser sensible a él.
 Y menos, cuando tenía su objetivo al alcance de la mano.
 La séptima luna todavía era lo suficiente grande y brillante como para poder orientarse sin necesidad de farol alguno y el mariscal lo agradeció. Localizó enseguida el pequeño, pero bien conservado edificio de piedra. Tal vez, la construcción más sólida del valle.
Los dos guardias que custodiaban la puerta de acceso con sus picas cruzadas entre sí, las recogieron al instante, con un gesto marcial, para dejar pasar al mariscal.
Este cruzó la entrada y subió los pesados escalones de piedra que daban acceso a la sala capitular, apoyando su peso en el bastón que lo señalaba como máximo responsable del ejército de Rocaceniza
En la estancia, sentados alrededor de una mesa con dos vacantes, estaban cuatro hombres. Cada uno con una túnica de un color diferente.
– Mariscal Sisgar–  lo reconoció de inmediato el hombre de la túnica azul cuando su rostro empezó a ser visible bajo la escasa claridad del farol que colgaba sobre la mesa. – Lamento que haya sido necesario llamarlo, y más teniendo en cuenta su estado de salud. Pero me imagino que su segundo ya le habrá informado de la gravedad de lo ocurrido.
El mariscal tomó asiento en su lugar.
 – Desgraciadamente, he recibido una información que nunca debí recibir, arquitecto Kiks.–  el mariscal le dirigió una mirada intensa, a la vez que pronunciaba las palabras arrastrando las letras con odio.–   Rodarán cabezas por esto. Se lo aseguro.
Los cuatro hombres dieron un pequeño respingo. El mariscal era un hombre que les intimidaba. Lo conocían bien. Si amenazaba con cortar cabezas, sabían que así sería. Aunque fuesen  las suyas propias.
– Mariscal–  intervino con voz pausada el anciano de túnica marrón, el maestro Godwin–, el motivo de esta reunión no es determinar los castigos, ni a quien corresponde castigar. Eso es algo menos apremiante que lo que tenemos que tratar ahora. El pueblo está conmocionado; tenemos que darle estabilidad.
– Y qué se supone que hay que tratar. –  fingió desconocer el mariscal.
– La sucesión, Sisgar –respondió el maestro Godwin, articulando un poco las manos –.  Ahora que el gobernador está muerto…, uno de nosotros debe ocupar su cargo.
El mariscal se levantó de su silla con un violento movimiento, a la vez que cogía su bastón para apuntarles con él.
– ¡Apena su cuerpo si se ha enfriado, y vosotros ya estáis repartiéndoos su cargo!– vociferó preso de la ira –  ¡Malditos bastardos! ¡Merecéis que…!
– Te ruego que te tranquilices. – le interrumpió el jurista Ogs, el único de aquellos hombres que fue capaz de conservar algo de sangre fría, mientras trataba de apaciguarlo–. No nos malinterpretes. Nosotros también queríamos al gobernador y nos duele su perdida casi tanto como a ti. Aunque no fuésemos verdaderos hermanos de sangre. Pero es un requerimiento de la ley del valle.
Tal vez, el hecho de que el jurista Ogs no tuviese la capacidad de ver, fuera lo que lo espoleaba a hablar sin temor.
-No podemos regir este valle si no tenemos una cabeza jerárquica que lidere al pueblo-añadió tras un segundo para respirar-. Y tú lo sabes.
El mariscal Sisgar permaneció impasible durante unos segundos, tras los que empezó a desplazar su mirada por cada uno de los hombres allí presentes:
El arquitecto Kiks, con la túnica azul cielo y el blasón de maestro constructor bordado en el pecho, le esquivó con el rostro apenas se sintió observado; el maestre Godwin, y su túnica con el cuño de la sabiduría, parecían no querer ocupar lugar en aquella mesa;  Ogs era el único que mantenía una posición rígida en su silla, mostrando por completo el emblema de la diosa justicia, pero sus ojos carentes de vida o calor alguno, lo hacían parecer estar lejos de allí;  por último, quedaba el único de aquellos hombres que todavía no había hablado. El capataz Sert. Vestido con su habitual túnica verde oscuro, tenía una postura un tanto recogida sobre sí mismo, pero a la vez en el rostro del hombre se asomaba una desagradable sonrisa.
-yo voto porque el nuevo gobernador sea el mariscal Sisgar- dijo de pronto, rompiendo el tenso silencio-. Es la mejor opción para el valle.
Al mariscal le molestó un poco el tono que había usado. Sabía que Sert se pondría de su lado y que lo apoyaría, pero algo en su actitud lo empujó a sentir recelos de él.
-¿La mesa del consejo propone a algún otro candidato?- elevó la voz el jurista Ogs, dando validez a la propuesta del capataz.
La sala permaneció en silencio unos segundos antes de que el jurista volviese a hablar.
-¿Votos a favor para que el mariscal Sisgar ocupe la vacante dejada por nuestro amado gobernador Ragsis?
Uno a uno todos los miembros del consejo, a excepción de Sisgar, alzaron sus manos al aire para votarlo como gobernador.
-¿Resultado?- preguntó el jurista a su compañero de asiento, el maestre Godwin.
-Cuatro votos positivos.- contestó este mientras bajaba su brazo.
El jurista se puso en pie y, guiando sus pasos con la colaboración del maestre, se dirigió hasta un pequeño armario situado al fondo de la estancia. Quitó la llave de la cadena que le colgaba del cuello, para, con un movimiento casi impropio para las manos de aquel anciano, abrir el candado de oro que bloqueaban las portezuelas. De allí extrajo el libro sagrado del valle y caminó de vuelta hasta ponerse junto al mariscal.
-Por el poder de las leyes sagradas del valle de Rocazeniza,  y dada la votación realizada por la mesa del consejo, yo, Ogs, la quinta generación de mi familia en la mesa del consejo y máximo guardián de las leyes, proclamo al mariscal Sisgar, como nuevo gobernador del valle.
El anciano depositó en las manos del mariscal el librito sagrado y prosiguió:
-Que los dioses te guíen como guiaron a tu predecesor, y te proporcionen la sabiduría para enfrentar con valentía todas las decisiones que has de tomar. La vida y la muerte de este valle recae en tus manos- terminó de recitar la vieja fórmula por la que se nombraba al gobernador desde tiempos inmemoriales-. A partir de hoy, y con la séptima luna como testigo, los miembros de esta mesa se reconocen como tus primeros, y más leales siervos.
El mariscal sostuvo el librito que tantas veces había visto, primero en manos de su padre, y luego en las de su hermano, como la constatación del anhelo que tanto tiempo llevaba esperando.
Lo besó en sus tapas  y lo alzó por encima de su cabeza.
-Así, sea- elevó su voz como solía hacer su hermano cuando quería darse solemnidad-. Y que los dioses tengan a bien en escuchar tus plegarias hermano Ogs.
Todos, a excepción del capataz Sert -que seguía con una sonrisa burlona dibujada en su rostro-articularon una leve reverencia ante su nuevo gobernador. Sabían el poder que acababan de depositar en manos de aquel hombre despiadado. Y lo empezaban a temer antes de que tomara ninguna decisión.




El mariscal Sisgar penetró en el edificio de la guarnición envuelto en la oscuridad. Ya solo le quedaba un tema por resolver. Un cabo suelto, que pronto quedaría atado para siempre.
Con la destreza de quien conoce un lugar como la palma de su mano, se orientó sin chocar con nada hasta las escaleras que daban a las celdas. Las bajó de una en una, con cierta pesadez, pero sin que su rostro abandonara el habitual rigor en sus facciones.
Cuando llegó abajo, el soldado que estaba a cargo de la vigilancia dio un respingo al ver aparecer de improviso a su máximo superior.
-Mariscal, Sisgar.-Saludo con las maneras más marciales que pudo articular.
-¿El prisionero ha  dicho algo?-inquirió sin hacer mención a que su cargo ya era otro. Para eso ya habría tiempo.
-Solo dice desvaríos, Señor. Incoherencias.
-Está bien. Vete  fuera.- le ordenó el mariscal.- Quiero hablar con ese hombre a solas.
El soldado se apresuró a subir corriendo las escaleras para desaparecer lo antes posible de allí. No sabía lo que iba a pasar en esas celdas, pero sabía que lo mejor él era estar lo más alejado del mariscal. 


Las celdas de la guarnición eran poco más que los nichos donde descansaban los muertos. Una treintena de agujeros rebosantes de humedad de un metro y medio de alto, dos de largo y uno de ancho, practicados a lo largo de los 40 metros de metros de una de las paredes del sótano del edificio donde se formaba a la nueva guardia.
Conforme Sisgar se fue acercando al único hombre encerrado, el soniquete que este repetía le llegaba con más claridad:
-…lo sé todo, lo sé todo…-murmuraba en un mantra que acompañaba de un incesante balanceo.
















6-8…9(Quién sabe…)
Kaunas se estaba hartando de aquel sin sentido.
– Es que no lo entiendo… ¿Por qué tienes la cara pintada así? Apenas se te reconoce.
Silos y Cercione llegaron en ese momento; cargaban  ramas y hojas secas para la hoguera que los calentaría esa noche. Al ver al diminuto mercader con aquellas vestimentas tan estrafalarias, ambos tuvieron que aguantar una carcajada. Ellos tampoco habían visto nada parecido en su vida.
 Y más aún, cuando vieron a Kaunas iniciando una nueva discusión con él.
– Esa es la idea, “casi hombre”– replicó Olave  poniendo los ojos en blanco–. Ya te lo expliqué, se llama Entroido. Es una tradición que sobrevivió de los hombres antiguos. Dicen que de cientos, tal vez miles, de años de  antes de la primera noche. O de la séptima luna,  como os empeñáis en decir vosotros. Algunos lo llaman carnaval.
Kaunas se volvió hacia sus amigos en busca de apoyo. Pero estos sólo sonreían.
–Decidle que esto es una locura, por dios. – imploró.
– A mí no me mires – le dijo Silos divertido, tras dejar la madera en el suelo–. No es idea mía.
– Mañana, cuando lleguemos a Omsi, todo el mundo va ir disfrazado– continuó el pequeño mercader, ignorando a Kaunas–. Si queréis cruzar la muralla a lo largo del próximo ciclo lunar, sólo lo podréis hacer así. No hay otra forma. Y más allá de esa fecha, la ciudad es impenetrable, ¿entendéis?
– Vamos, Kaunas – intervino Cercione tomando parte–.  Ya escuchaste antes a Olave. Omsi es lo suficiente grande como para que nadie se pregunte quiénes somos, ni de dónde venimos. Podríamos establecernos allí  durante una buena temporada. O quién sabe…, tal vez para siempre.
El muchacho torció un poco el gesto de su cara contrariado.
– No estoy seguro de que sea muy buena idea rodearnos de golpe con tanta gente, Cercione – se sinceró Kaunas –.  Me asusta. Hasta hace cuatro días, pensábamos que éramos parte de una minoría de elegidos; que no existía la vida más allá de los confines permitidos del valle de Rocazeniza. Y ahora–  levantó los brazos queriendo abarcar la inmensidad del horizonte–, parece que hay cientos de lugares llamados ciudades, en los que, si lo que dice este hombrecillo es cierto, viven miles de personas y…
Cercione dejó su montoncito en el suelo y avanzó unos pasos hasta el muchacho.
– A mí tampoco me hace gracia– admitió la muchacha poniéndose la mano en el vientre–. Sabes que no te lo pido por mí .Pero cuando llegue el momento, no estoy segura de poder hacerlo sola; puede que necesite una ayuda que, ni Silos, ni tú, me podréis dar.
Kaunas claudicó con la mirada. La supervivencia de ese bebe, al fin y al cabo, era el motivo por el que se habían fugado de Rocazeniza.
O al menos, el que lo había precipitado todo.
– Está bien, lo haremos. – Concedió al fin, tras unos segundos en los que Cercione permaneció en silencio aguardando una respuesta de viva voz.
– Gracias, Kaunas – la muchacha se acercó a él y le dio un beso en la mejilla que precedió a un pequeño abrazo–. Te lo agradezco de veras.
– Bueno, entonces, ¿Qué?–  interrumpió el mercader, ajeno a cualquier tipo de consideración, con su vocecilla irritante– ¿Queréis probaros vuestros trajes?
El pequeño hombre se hizo a un lado con una floritura, dejando entrever un sinfín de trajes multicolor y  de extrañas máscaras en el interior del carromato.
–No me ha costado mucho escogeros algo de vuestro tamaño–. Remató con una sonrisa un tanto velada.
Kaunas se separó de su amiga dirigiéndole una mirada cargada de odio a aquel enano. No lo soportaba. Cada vez que hablaba, era como si alguien rechinara un cubierto por encima de un plato; un desagradable dolor de cabeza que le laceraba el oído.
 Por un instante resistió la tentación de volver a implorar a sus amigos que se replanteasen aquello. Pero se dio cuenta de lo inútil que resultaría.
Sólo le quedaba lamentar para sus adentros el día en el que se lo encontraron. Y rezar a los dioses, si es que estos eran ciertos, que el desagradable presentimiento que le embargaba no llegara a materializarse.