martes, 26 de noviembre de 2013

Sin Título. (Provisional)




                                                                                                             





                          
                                                                    
                                                           Con cariño, a la gente de Badajoz
                                                                                       -












Alguien, en algún lugar, inició la cuenta atrás…






1
Anxo Nogueira, periodista de investigación de treinta años, estaba inclinado sobre el mostrador, luchando por retener un bostezo entre los dientes, cuando la campanilla de la puerta tintineó para anunciar a otro cliente. Fue inevitable, giró la vista hacia la nueva ocupante de la tienda, una mujer joven de ojos azules; vestida con una prenda de un rojo fuego que resaltaba todavía más el intenso moreno  de su pelo.
De inmediato, algo en ella llamó su atención, aunque no supo decir qué.
–… es una pieza fantástica, de una factura exquisita –escuchó como continuaba hablando el dependiente mientras levantaba la tapa de la cajita de música–. Y la melodía, no me diga que no es preciosa. Parece compuesta por el mismísimo Mozart.
Anxo volvió a desviar la mirada hacia el vendedor que le estaba atendiendo. Aquel hombre desgarbado, con el nombre de Vicente grabado en una chapita colgada del pecho, parecía disfrutar su trabajo. Toqueteaba el artilugio con amor, sonriendo y hablando casi más para sí, que con intención de vender nada.
Por un momento, Anxo, sintió lástima de él. Se dio cuenta de que llevaba algo más de tres cuartos de hora mareándolo. Procurando sonsacarle información con preguntas veladas, a la vez que le obligaba a revolver toda la tienda, en la búsqueda de un objeto inexistente.
–No sé… –empezó a excusarse el periodista, simulando examinar el resto del mostrador, para poder tener una visión completa de la mujer que acababa de entrar–. Tal vez sea demasiado delicado. No tengo muy claro que le vaya a gustar. Mi novia es más de gustos… –hizo un gesto difuso con las manos– diferentes.
– ¡Oh!, pues es una pena. En cuanto lo vi, pensé que pegaba con usted –repuso el hombre un tanto decepcionado, mientras devolvía el objeto a su lugar bajo el cristal templado–. Pero dígame, cuál pude gustarle a ella –prosiguió con empeño, abarcando con su largo brazo la colección existente–. Tenemos casi cualquier cosa.
Por desgracia, Anxo ya no le prestaba atención. Su mente estaba centrada en la mujer del vestido rojo. En ver cómo se le acercaba el dueño de la tienda de antigüedades, y cómo tras un breve saludo y una leve muestra de discrepancia, se encerraban en el despacho del hombre. Un pálpito se adueñó de él en ese instante; una parte profunda en su interior le dijo que aquella mujer tal vez fuese el hilo del que debían seguir tirando.
Aunque no tenía muy claro cómo iba a explicárselo a sus compañeros.
– ¿Sabe qué?–repuso el joven periodista intentando poner en orden sus pensamientos–. Lo lamento mucho, pero creo que no le va a gustar nada. Tal vez en otra ocasión… o para otra persona –le sonrió al dependiente antes de despedirse–. Que tenga buena tarde.
–Lo mismo le digo, señor –repuso el vendedor, sin dejar asomar su decepción–. Aquí estaremos para cuando nos pueda necesitar.

El periodista abandonó la tienda y miró a ambos lados antes de cruzar la céntrica avenida hasta el coche. En el interior, sus dos compañeros y amigos, Juan Luís y Lupe, esperaban impacientes. Habían decidido que solo iría uno. No podían entrar en tromba, no conseguirían nada. En la fase en la que estaban era mejor disimular; echar un vistazo al lugar sin delatarse y valorar la información antes de seguir actuando. Hacer lo contrario sólo lograría dejarlos como unos idiotas.
La experiencia se lo había demostrado en multitud de ocasiones.
– ¿Y, bien?–preguntó Lupe– ¿Cómo te ha ido?
– ¿Quitaste fotos de la gente que entró en la tienda?–le devolvió la pregunta Anxo.
–Sí. De casi todos.
– ¿Cómo que de casi todos?–se exasperó un poco.
Lupe abrió los ojos hasta unos límites insospechados. No comprendía a su compañero, no le había dado instrucciones de ningún tipo. Las fotos que tomó, las hizo porque se le ocurrió a ella hacerlas. No tenía derecho a reprocharle nada.
– ¡Oye!, ¿qué  pasa contigo?–se defendió la mujer, buscando la mirada de Juan Luís para sumar su apoyo.
–Disculpa–rectificó en seguida con una sonrisa nerviosa. Estaba un tanto excitado y se había dejado llevar–, es que creo que la mujer de rojo, la última que entró, puede estar relacionada con la investigación.
– ¿Y qué  haces aquí entonces?–soltó Juan Luís con estupor– ¿No deberías seguir dentro, fisgando?
– ¡Ya!, y me paso dos horas escogiendo un regalo carísimo, para una novia que ni siquiera tengo –medio mintió a sus amigos–. Además, se encerró con el dueño en el despacho. ¿Qué querías que hiciera?
Lupe repasó las últimas fotografías en la pequeña pantalla de LED de la cámara.
– ¿Es esta?–le dijo tendiéndole la máquina.
–Sí. Es ella–sonrió Anxo.
– ¿Y qué tiene de especial?–preguntó Juan Luís quitándole la cámara de las manos para ver él– Aparte de estar como un tren.
Anxo intentó buscar algo para dar sentido a sus explicaciones, pero no lo encontró. Él sólo había tenido un pálpito. Al igual que Lupe con los precintos de la tienda de antigüedades.
–La verdad, no lo sé –se sinceró–. Aunque estoy convencido de que guarda relación con la historia.
–Es imposible que lo sepas –volvió a incidir Juan Luís, para poner algo de cordura.
–Ya sé que es imposible. Pero estoy seguro. Aunque no te pueda explicar por qué –Anxo comenzó a desesperarse–. Además, cuando Lupe propuso acercarnos a esta tienda, tú no pusiste ningún inconveniente.
–Eso fue diferente. Encontró los pedazos de papel en las dos zonas de las marcas. Era una coincidencia que merecía la pena investigar. Lo tuyo no es nada –contraatacó Juan Luís–. Una intuición fiada a un pálpito… ¡Por favor, Anxo, despierta!
–Pues si no es ella, ahí dentro no hay nada interesante–sentenció Anxo.
Se quedaron todos en silencio durante un instante. Anxo aprovechó para quitar un cigarrillo y lo encendió tras bajar un poco la ventanilla. Sabía que todo lo que decía su amigo era cierto, y que lo hacía para ayudarle a no perder el norte.
– ¿Y ahora, qué vamos a hacer?–preguntó Lupe para romper el silencio– El jefe nos va a matar si no le llevamos nada.
En aquel momento, la mujer del vestido rojo salió por la puerta de la tienda con una bolsa bajo el brazo. Anxo dio una última calada al cigarrillo y lo tiró al asfalto por la ventanilla.
–Vosotros, no sé. Yo voy a hacerle algunas preguntas–les dijo cerrando la puerta del coche tras de sí, antes de que estos pudieran reaccionar.

viernes, 15 de noviembre de 2013

El precio de una deuda

 
 
 











10:45
Llegué pronto. Me daba igual esperar si con ello me podía ahorrar algún disgusto.
Aquello era algo serio.
Me senté en un banquito, bajo la marquesina de autobuses donde habíamos quedado.
No había nadie esperando todavía, así que, con el único propósito de disimular, saqué un periódico del bolsillo y lo extendí sobre las rodillas, mientras observaba de soslayo mi perímetro. Apenas había gente por la calle. Todo estaba tranquilo.
Un ruido de tubo de escape llamó mi atención a mi espalda. Tal vez no viniese en autobús, pensé esperanzado. Pero el coche pasó a toda velocidad sin detenerse.
Quería acabar con aquello cuanto antes y no deberle nada más a esa gente.
 11:00
El primer autobús  descargó a cuatro pasajeros. Ninguno parecía ser la persona a la que esperaba.
Los nervios me provocaron un tic en una pierna. La empecé a mover arriba y abajo sobre la puntera del pie en un acto reflejo. Igual de incontrolable como el tiritar por  frío.
Ya había llegado la hora. El contacto se presentaría de un momento a otro. No podía tardar.
Sólo debía permanecer allí quieto; conservando la calma.
11:15
Cerré los ojos y respiré con fuerza unas cuantas veces.
Para cuando los abrí, desearía no haberlo hecho: un coche patrulla estaba pasando justo por delante de mis narices. Sentí como el corazón amagaba con querer saltarme del pecho. Era lo último que quería ver en aquel momento.
Volví a cerrar los ojos y respiré aún con más fuerzas.
Al cabo de un rato no muy largo, una vocecita me obligó a abrirlos de nuevo.
 –Mami, ¿qué le pasa a ese señor? –le preguntó una niñita a su madre, señalándome con el dedo desde el otro extremo de la marquesina.
 –No sé, Cielo –bajó el brazo con el que me señalaba la niña y la atrajo hacía sí –.  Ven, anda, no te sientes ahí.
11:30
El siguiente autobús llegó igual de puntual que el primero. Y también con idéntico resultado. Nadie parecía querer buscarme.
Un reguero de desesperación luchaba por adueñarse de mí.
Me fijé en cómo subían madre e hija al autobús, y me sorprendí al ver a la niña despidiéndose de mí con la mano.
No pude evitar sonreírle y devolverle el gesto. Los nervios me habían hecho quedar como un idiota ante esa niñita y su madre. Tendría que dominarme mejor para llegar a buen puerto con aquello. El mismo contacto podría negarse a entregarme el fardo, si me miraba incapacitado para cumplir el trato.
Y yo no quería eso.
Ni las consecuencias posibles.
11:45
Ardía de ganas de levantarme e irme. Y lamentaba mi suerte por no poder hacerlo.
El coche patrulla volvió a pasar por delante de mí, en  lo que aparentaba una rutina habitual de patrullaje. Aunque no me puse tan nervioso como antes, sentí cierta falta de aire.
Intenté distraer mi mente ojeando el periódico. Pasé las páginas, una tras otra, sin hacerle mucho caso a nada en concreto, hasta detenerme en la sección de pasatiempos.
No tenía bolígrafo, así que me decidí por el juego de encontrar las diferencias. Algo sencillo que pudiera recordar con la mente.
11:58
Unos agudos chirridos llamaron mi atención cuando iba por la cuarta diferencia.
Levanté la vista del pasatiempo y me sorprendí al ver en la marquesina a tres personas más. Las revisé con la vista un poco, pero todas parecían ajenas a lo que me retenía allí.
Otra vez los chirridos volvieron a hacerse audibles. Todos los presentes volvimos la cabeza  en la dirección del ruido, hacía el final de la avenida.
De allí, a toda velocidad, un coche negro avanzaba esquivando el escaso tráfico, con una patrulla pisándole los talones.
Cuando terminaron de recorrer la avenida, el coche negro hizo el amago de prepararse para tomar la curva.
 El coche policía lo copió.
En el último momento, el primero derrapó sobre sus ruedas traseras, invirtiendo el sentido de la marcha. Los policías intentaron corregir la maniobra, pero el ancho del asfalto no fue suficiente para ellos.
 Mi vista corrió rápido hasta el coche negro. Parecía que ya lo tenía hecho, aunque un ligero vaivén en la zaga del coche, unido a la desproporcionada velocidad, empezó a provocarle un avance errático.
Salté de mi asiento en cuanto vi lo inevitable.

Tras la lluvia de cristales giré la cabeza con precaución, pero no supe cómo sentirme cuando vi al mafioso, al que llevaba algo más de una hora esperando, envuelto en un mortal amasijo de hierros.