martes, 13 de noviembre de 2012

Y al final, no me importó.

Quiero, pero no puedo. Las manos me pesan demasiado y mis dedos parecen torpes. Recorro con la vista el teclado; veo las letras, pero no soy capaz de pulsar ninguna.
¿Por qué me tiene que gustar algo que no soy capaz de hacer?- me vuelvo a

preguntar con desesperación.- ¿Por qué?
Lucía entró en ese momento en la habitación.
-¿Qué haces?- me preguntó. El camisón semitransparente que llevaba hizo que por un momento me olvidara del ordenador y de mis fantasías inalcanzables
-Nada.-le respondí con más sinceridad de la que pueda aparentar. En el fondo, sabía que no estaba haciendo nada.
-¿Vienes para cama?- el tono de su voz; la visión con el camisón que de ella tenía, todo me empujó a cerrar la pantalla.
Mañana será otro día, volví a pensar mientras abrazaba a Lucía para besarla. Ella era lo único que sabía que era auténtico en mi vida.
Nos acurrucamos entre las sabanas y nos volvimos a besar. Poco a poco me fue llegando su olor. Era estimulante, sensual. En cierto modo, para mi, olía a sexo. No me refiero a algo vulgar, más bien, al aroma del deseo, al del instante anterior al del clímax. Al del fuego que no se puede apagar.
Hicimos el amor hasta que nos saciamos el uno del otro. Sin que ninguno de mis pensamientos se alejara ni un instante de Lucía. Concentrado en la satisfacción de ser amado por la persona a la que amo; complacido por tenerla para ahogar mis frustraciones.
Rendidos por el cansancio, nos quedamos dormidos enseguida.



¡PRRR!, ¡PRRR!
Escuché el telefonillo, pero no me desperté de golpe. El recuerdo de la noche anterior todavía dibujaba una sonrisa en mis labios.
¡PRRR!, ¡PRRR!
El telefonillo volvió a sonar. Cogí el móvil de la mesita y vi la hora. Las once y medía. Hacía tiempo que no despertaba tan temprano.
Me puse el pantalón del pijama y salí de la habitación.
¡PRRR!...
-¿Sí?- pregunté con la voz un poco pastosa.
-Vengo a traer una carta.
Pulse el botón de la llave y colgué el telefonillo sin pararme a pensar en quién podía ser.
El ascensor se detuvo en mi planta. Con el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse, vino aparejado el eco de unos pasos. Por algún motivo que se me escapaba, me puse en tensión.
Abrí antes de que el hombre que había al otro lado tocara el timbre.
-¿Sí?- le pregunté con sequedad.
El hombre se apartó un poco el gorro que le cubría el rostro y sonrió ruborizado.
-¿Es usted Carlos Lafuente?- asentí con la cabeza, mientras él sacaba del interior del su abrigo un sobre amarillento.
-Y usted es…
-Soy delegado provincial en correos, me llamo Joaquín. Encontramos esto durante la última reforma de la oficina central. – El hombre me puso la carta en la mano.- Pensé que era mi obligación entregársela en persona y poder pedirle disculpas por el retraso.
- Pero…- aquel desconocido me estaba dejando desconcertado. ¿Qué significaba todo aquello? - No entiendo, ¿Quién la perdió?
- Eso no lo sé. –El delegado de correos se dispuso a marcharse.-Los errores suceden. Solo me fijé que está matasellada en mil novecientos ochenta. Lo siento mucho.- hizo un gesto leve con las manos.- Espero que sea algo que ya solucionase en estos años. Qué tenga un buen día.
La puerta del ascensor se cerró y me quedé solo en el rellano; con la carta mano, sin ser capaz de comprender nada.
Abrumado, entré en casa y me senté en un taburete de la cocina para examinar con más detalle aquella carta. Parecía muy vieja, demasiado tal vez, pero iba dirigida a mi nombre; en el reverso, el remitente era de una tal Julia Sempere. Un nombre que no me sonaba de nada.
Abrí el sobre con cuidado, por algún motivo no me parecía bien romperlo sin más.
Estaba escrita a mano, con una caligrafía cuidada. Empecé a leerla, al principio sin entender lo que decía. Después fingiendo que no quería entender.

Lucía entró en la cocina sin percatarse del estado en el que me encontraba.
-Buenos días.- me saludó dando un beso.
No fui capaz de contestarle, estaba conmocionado.
-¿Qué pasó?- preguntó asustándose.
Le pasé la carta para que ella pudiese leerla. No era capaz de explicar que la única novela que fui capaz de escribir, no se publicó por una carta extraviada hace treinta años.

sábado, 13 de octubre de 2012

La sombra de una duda.

-¿Crees en Dios?
La pregunta surgió de la nada; como un susurro imprevisible a su espalda.
-Lory, ¿qué dices?-acertó a contestar Steve, dándose la vuelta para ver a su mujer.

-Digo, ¿qué si crees en Dios? Sea lo que sea, no es nada malo, puedes decírmelo.
-Sabes de sobra cual es mi opinión… ¿a que vienen ahora estas dudas existenciales?-Steve miró a su mujer, con los ojos entrecerrados. Buscando alguna señal que le indicara el porqué de la angustia que se adivinaba en su cara.
Aunque en el fondo, él ya lo sabía. Conocía muy bien a la persona que le había acompañado durante los últimos veinticinco años.
-¿Es por lo de esa mujer, la escritora japonesa? ¿Cómo se llamaba? Sakura…
-Se llamaba Sakura Murakami, y era una estupenda escritora-Lory torció aun más su gesto-…tenía la misma edad que nosotros.
Steve cerró el periódico. Sabía que su mujer necesitaba un abrazo, y no iba a negárselo.
¿Cómo iba a hacerlo?
A fin de cuentas, después de todo lo que habían pasado juntos, su mujer se merecía eso, y mil veces más. Se lo merecía todo.
-Ayer por la noche acabé de leer su libro-dijo Lory todavía sin separarse del abrazo de su marido-. Era una mujer muy sensible.
Steve estrechó aún más a su mujer. La amaba, y en cierto modo la compadecía un poco. Le costaba aceptar que la extrema vulnerabilidad emocional que padecía Lory fuese tan virulenta; que se presentase siempre por sorpresa, estremeciendo hasta sus pilares más fundamentales.
-Bueno, no te preocupes más. Seguro que encuentran pronto al culpable.
-Es que no creo que la hayan matado-Lory se separó un poco de su marido-, ¿Quién, y por qué la iba a querer matar? Solo era una escritora.
Steve la miró a los ojos. A él también le costaba creer que un asesino rondase por su pequeño pueblo.
-¿Qué quieres decir?
Lory se separó del todo de él y caminó hasta la estantería del fondo para coger lo que le quería enseñar a su marido.
-En el libro, el que terminé de leer anoche, Sakura cuenta una historia sobre un juglar medieval que se queda mudo-la mujer intentó sopesar las palabras con las que terminaría de describir la escena-. El caso es que, al verse sin voz con la que contar las historias que bullían por su sangre, el juglar decidió que lo mejor era desaparecer para siempre-Lory volvió a hacer otra pausa valorativa, esta vez más larga que la anterior-. Tal vez, ella…
-¿Crees que se suicidó?
-Es posible-le costó admitir-. Su literatura es muy melancólica, puede que demasiado, míralo tú mismo- Lory entregó el libro para que Steve lo ojeara-. Y siempre deja entrever que la vida se cobra un peaje muy caro en forma de sufrimiento.
Steve sostuvo la obra en sus manos. Era una edición de bolsillo, no muy gruesa, apenas tendría doscientas páginas. En la portada, impresa con un fondo negro, destacaba la foto de una imagen labrada en piedra. Steve supuso que sería la imagen de un juglar. Le dio la vuelta y leyó la sinopsis de la contra. Era cierto, su mujer tenía algo de razón. La palabra introspección se intuía muchas más veces, que las tres que se habían incluido en el breve texto.
Abrió el libro y leyó un par de hojas al azar. A primera vista le gustaba como estaba escrito: era sencillo y las escenas se veían con claridad; pero enseguida percibió lo que su mujer le quería decir. De las letras, del fondo de las palabras, parecía emanar un sutil aroma de angustia.
En cierto modo, se podría decir que lloraba con lágrimas secas.
Steve le devolvió el libro a Lory. Ya había leído suficiente como para saber que no era la literatura más adecuada para su mujer.
-¿Ves lo que quiero decir?-le preguntó ella, expectante.
-No sé Lory, no lo tengo tan claro. Es la policía la que tiene que decir lo que pasó. Y supongo que si fuese un suicidio, ya lo sabrían. Son federales, miran muertos todos los días.-Steve no fue brusco, más bien todo lo contrario, pero tenía que decírselo. Sabía como acababan las derivas emocionales de su mujer-. Los libros japoneses suelen ser así; no sigas preocupándote. No vas a solucionar nada.
-Ya sé que no voy a solucionar nada, pero…
-Déjalo ya y vente a tomar un café conmigo a la cocina.-la sonrisa de Steve fue lo suficiente grande como para que Lory comprendiese que si quería seguir hablando del tema, él la escucharía. Pero también para que supiese que no lo iba a convencer de nada.
Frustrada ante la actitud de su marido, y con el rostro todavía un poco contraído por la angustia, Lory abrió el camino hasta la cocina, arrastrando los pasos, peleándose con una idea que se empezaba a formar en su mente.

Una idea que no pensaba discutir con su marido.


lunes, 1 de octubre de 2012

El misterio de Rebeca





El sol brillaba en el cielo como lo haría un día corriente, templando con gratitud cualquier pedazo de piel que pudiese tocar. En la calle, la brisa mecía con ligereza las ramas de los arboles plantados a lo largo

de la acera. Parecía un día bueno para las cosas buenas.
Rebeca paseaba con sus amigas; hacía tiempo que no salía con ellas, y se sentía un poco rara sonriendo sobre cosas de las que no sabía nada. Fingiendo que su vida era tan simple y convencional como la de ellas. Pero lo que le había sucedido un par de días atrás, aún seguía en su cerebro como un eco imposible de acallar.
María, la más decidida y resuelta de sus amigas, seguía contando con gran misterio y diversión una historia acerca de uno de los chicos de la piscina (que supuestamente le estaba tirando los tejos), cuando Rebeca volvió a ver el callejón que daba a la tienda de antigüedades. Sintió el deseo de abandonar inmediatamente a sus amigas. Tenía que volver allí. No podía seguir escuchando cosas insustanciales que ya nada le aportaban. Y menos, después de lo que le había sucedido.
-Oye Rebeca,-interrumpió de golpe sus pensamientos Lucía, quizá la muchacha con la que más amistad tenía-¿Qué has estado haciendo estos días?, no se vio ese pelo moreno tan bonito que tienes por ningún lado.
Rebeca se estremeció un poco nerviosa.
-Nada interesante, estudiar para el examen del jueves que viene.-mintió.
No podía decirles nada. No lo entenderían.
-Pero si apenas entra materia. Va a ser el examen más sencillo que hicimos hasta ahora.-se extrañó Lucía.
-¡Oh! Sí, pero no sé, me apetece prepararlo bien. Nunca se sabe…-Rebeca cogió aire, tenía que desprenderse de sus amigas, y quería hacerlo ya-, ¡Mierda!, mi madre.
-¿Tu madre?-repitió como una bobalicona María, incapaz de comprender a su amiga.
-Sí, me acabo de acordar que no le compré algo que me pidió.-Rebeca podría haber recibido un Oscar por aquella actuación.- Y es urgente. Tengo que dejaros chicas. Lo siento mucho, de veras, luego os llamo.
Sus amigas se miraron entre sí, extrañadas, preguntándose que demonios le pasaba, mientras Rebeca marchaba a la carrera en dirección contraría a la que habían seguido hasta llegar allí.
Una vez llegó a la esquina de la calle, la dobló y se quedó quieta esperando a que sus amigas se alejasen un poco. Contó hasta treinta para si antes de asomarse para ver. Ya se iban, caminando con el mismo paso pausado y distendido con el que habían ido toda la tarde; sin volver la vista atrás como deseaba Rebeca.
Rebeca tragó saliva y salió de detrás de la esquina tras la que estaba escondida. Llegó hasta el escaparate y se quedó mirando a través de él. Pudo observar como la niña trasteaba de un lado para otro con algún objeto y como el hombre mayor limpiaba con esmero una figura que parecía de bronce, sentado detrás de un escritorio.
Solo Dios sabía si su vida volvería a saltar por los aires con aquella nueva visita a aquel lugar mágico.

martes, 12 de junio de 2012

La Sombra del Fuego



1

-Al final de la muerte encontraras todas las respuestas.- fueron las palabras de Sai mientras me ponía una bolsa de suero nueva.
Yo estaba nervioso. Mejor dicho, MUY nervioso. El sonido de los aparatos médicos se clavaba en mi cerebro de una forma casi lacerante y mi ritmo cardiaco, reflejado en la pantalla, se veía agitado. Incluso llegaba a sentir que el corazón me salía del pecho. Era la primera vez que iba a morir y aún después de lo que había visto, se me hacía difícil de creer.
Kendall entró en ese momento a la habitación y me dirigió una mirada amable. Casi de compasión. Por las conversaciones que habíamos tenido en las horas anteriores, sabía que aún no hacía mucho que él había pasado por lo mismo. Tal vez por eso, él se identificaba conmigo, y yo lo consideraba el responsable de que acabara “casi” creyendo tan pronto.
Me lo había contado todo con un tono de escepticismo que invitaba a la confianza. Como si él aun no se lo terminase de creer. Y su falta de pasión, mezclada con el brillo de la sorpresa en sus ojos, le confería un aurea de credibilidad muy difícil de derribar.
-Mantén la calma siempre y no te pasará nada. Sobre todo en el viaje de ida. Si no llegas, nunca podrás volver.-a pesar de lo sombría que era la afirmación, el tono de voz de Kendall me aportó algo de serenidad.- Lo peor que te puede pasar es perderte en el camino.
Yo asentí con la cabeza. Me costaba hablar. Era como si mis cuerdas vocales estuviesen agarrotadas por la tensión. Y el hecho de ver a toda la gente con batas blancas, andando de un lado para otro con carpetillas en la mano, tremendamente concentrada en unos datos de los que no tenía ni la más pajolera idea de lo que podían representar, tampoco contribuía a mi tranquilidad. Tal vez si Aíra estuviese allí todo sería más sencillo. Pero no. Aíra tenía cosas más importantes que hacer.
-¿Estás preparado?- Sai se había colocado a mi lado, y en su mano izquierda, sostenía una jeringuilla llena de un liquido del color de la lima madura.
Luché por gritar que no. Que todavía no estaba preparado. Aún debía comprender muchas cosas antes de iniciar ese viaje. Pero Sai ya se había inclinado sobre mí para ponerme la inyección.
Apenas me escoció el pinchazo. Cuando Sai de apartó de mi, con la jeringuilla ya vacía, no sentí el típico dolor del antibiótico avanzando por el torrente sanguíneo. Más bien todo lo contrario, una ola de bienestar  me recorría con un suave cosquilleo.
Me fijé en la barba blanca de Sai. La recordaba diferente, tal vez menos blanca. Y fue entonces cuando comprendí lo anormal de la composición del rostro de aquel hombre. Sus facciones aparentaban poco más de treinta años, pero su barba, la tonalidad de ella, parecía corresponderse más con la propia de los ancianos.
Intenté hacer un esfuerzo en pensar como era posible que no me hubiese dado cuenta antes de aquella peculiaridad, pero me fue imposible. Mis pensamientos comenzaron a languidecerse paulatinamente. Como si de corchos flotando en el rio se trataran, fueron alejándose de mí hasta desaparecer tras un recodo, que ni podía, ni me interesaba ver.

Por fin me enfrentaba por primera vez a la muerte. E irónicamente, solo ahora me doy cuenta de lo mucho que iba a afectar a mi vida.

miércoles, 25 de abril de 2012

Ojos de trueno.


Los viajes siempre nacían de la misma forma; al menos para Alicia. El teléfono sonaba de un momento para otro, daba igual la hora, y en menos de veinticuatro horas ella y su madre estaban en otra ciudad.
 A las cuarenta y ocho horas, lo más tardar setenta y dos,  tenía una nueva escuela y una nueva historia que contar a quien pudiera acabar acercándose a ella. Viéndose obligada a compartir constantemente experiencias, vida y clases, con gente a la que no valía la pena coger aprecio.
 No padecía ningún tipo de fobia o aversión hacia  las personas, pero tampoco quería saber mucho de ellas. Porque sabía que, más tarde o  más temprano, inevitablemente las acabaría dejando atrás. Sabía que con el tiempo no serían más que unos rostros que solo lograría recordar de una forma descontextualizada e incompleta.
Habían recibido la llamada tres horas antes y estaba pensando en que ya no  era capaz de sentir emoción con cada nuevo viaje, todos le parecían lo mismo. Una huida en la que ningún lugar era su hogar, en la que no había apego posible a nada que no pudiese guardar en su mochila, y en la que el hartazgo que ello le provocaba amenazaba con ser la chispa que inflamase la enésima discusión con su madre esa mañana.
Acababan de dejar su coche de alquiler en la sucursal del aeropuerto en la ciudad vecina (125Km), y se disponían a coger un taxi que las llevaría a la estación de tren de otra ciudad próxima (alrededor de 45 Km), donde alquilarían otro coche de gama baja con el que llegarían a su nuevo destino.
Fuera el que fuese.
Alicia consideraba todo eso una estupidez. Aún a sabiendas de que era el protocolo habitual que usaba su madre. Pero, por qué iban a hacer el viaje en otro coche, teniendo el todoterreno nuevo que usaban últimamente; ¿Para qué tanto paripé para cambiar de ciudad?; No era suficiente trastorno tener que irse y empezar de nuevo en otro lugar, que no bastaba con hacer el trayecto y punto.
Y lo barruntaba tanto y de tal forma, que se le escapaban comentarios agrios cada dos por tres por entre las comisuras de los labios.

-Por seguridad.-acabó respondiendo su madre, al fin molesta ante el aluvión de quejas de Alicia, cuando se pusieron en marcha con el coche recién alquilado con una identidad nueva, que nada tenían que ver con las suyas auténticas.- Es por nuestro propio bien, y no deberías poner en duda mis decisiones. Sabes que solo hago lo que es mejor para las dos.
-¿En serio?, ¿Lo sé? Porque últimamente me parece que cada vez le encuentro menos sentido a todo lo que hacemos.- El tono de Alicia era de un desdén muy poco calculado, al que su madre reaccionó de inmediato.
-Claro que no le puedes encontrar sentido, porque no sabes nada.-los ojos azules y fríos de la madre de Alicia se clavaron en los ojos de su hija, olvidándose por completo de la carretera.- Pero sí sabes que te cuido y que te quiero. Y que no dejaría que ningún riesgo pudiera dañarte. Y sí fuese seguro quedarse atrás, no estaríamos aquí ahora mismo.- volvió a dirigir su atención al volante.-En mitad de una carretera que aparentemente no lleva a ningún lugar, pero que sin duda y, sin que tú lo sepas, te lleva a la libertad. Así que esta conversación llega aquí a su fin. Si estás enfadada, ponte los cascos, o juega a la DS, pero sobre este tema no hay más que decir. Esto es así, ha sido así y seguirá siendo así, y es por tu propio bien.  ¿Queda claro?
Alicia se revolvió un poco en el asiento, todavía reticente a aceptar el contundente correctivo que le acababa de aplicar su madre.
-He dicho: ¿Qué si queda Claro?- levantó la voz con contundencia la madre de Alicia, para enfatizar más su rotundidad y la profundidad del compromiso que pretendía arrancar de su hija.
-Queda claro.-farfulló Alicia, todavía no muy convencida de que eso fuese a acabar ahí.
-Más alto.-le exigió su madre.
-¡¡Queda Claro!!- le gritó antes de volverse sobre un costado visiblemente enfadada, ponerse los cascos con el i pod y pasar a tener esa misma discusión con su madre en su imaginación. Discusión en la que le gritaba todo lo que siempre le quiso gritar, y en la que ella no encontraba palabras con las que defenderse ni tampoco para dejarla en ridículo.
Los kilómetros  fueron cayendo, y Alicia, en algún momento se quedó dormida.

Alicia se despertó perezosamente en el asiento del coche, todavía con los ecos de su discusión imaginaria en la cabeza, cuando oteó entre pestañeo y pestañeo el  horizonte de lo que sería su nuevo hogar. Si es que podía tomarse el lujo de darle ese nombre.
Era una pequeña ciudad costera, que tiraba más a pueblo grande, sobre la que se cernía las grúas de los muelles. Inundada de gaviotas errantes por el cielo, que acentuaban todavía más, con sus blancas plumas, la negritud de los nubarrones existentes.
 Alicia, por un momento, creyó que el olor a pescado podrido que siempre emanaba de los muelles pesqueros ya se estaba colando por las rendijas del coche. Habían estado en lugares similares con anterioridad, y siempre le parecieron un asco de lugares. Aunque, inmediatamente se dio cuenta, de que tan solo se trataba una aversión interior a aquel lugar que no podía explicarse. Todavía estaban muy lejos como para que el olor llegara hasta allí.
-y bien, ¿qué te parece?- le preguntó su madre, percatándose de que estaba despierta.
-No sé. La verdad, se me parece un poco a otros lugares en los que ya habíamos estado.- alcanzó a responder Alicia, con la voz todavía un poco agarrotada.
-Todos los lugares se  parecen un poco entre sí, porque todos los lugares pertenecen a un mismo todo.-el tono de voz de Elisa, la madre de Alicia, resonó con un tilín de trascendencia vital que casi le arranca las carcajadas a su hija.
-¿A un mismo todo?, Mamá, ¿estás delirando?-le dijo con sorna, aunque sin exagerar sus gestos. La reprimenda que le había dado antes de quedarse dormida le seguía escociendo un poco. No soportaba tener que ceder la última palabra en las discusiones, y sabía que con su madre siempre le tocaba hacer eso.
-Todavía no lo entiendes.-le sonrió como si su supuesta ignorancia fuese algo que mereciese una sonrisa, a la vez que le pasaba la mano por el pelo y la cara en un gesto de cariño.-Pero no te preocupes, pronto empezaras a comprender.
Alicia no sentía ni el más mínimo interés por saber, ni por comprender, nada de lo que su madre le estaba diciendo. Empezaba a creer que estaba un tanto trastornada. No era la primera vez  en los últimos meses que le soltaba alguna frase de ese tipo; enigmática y carente de sentido racional para cualquier persona cuerda. Eso sin entrar a valorar la vida errante que le obligaba a llevar, pues  ya era un hábito de vida que se venía repitiendo desde que tenía memoria.
E inevitablemente y a su pesar, lo único que en aquel momento realmente le importaba, eran las certezas que tenía: la de que aquel lugar que veía a través del cristal del coche, era un lugar apestoso; y  la de que deseaba que la llamada que siempre la obligaba abandonar todos los sitios que le habían gustado, la sacase de allí cuanto antes.
En cierto modo, pensó que se lo debía. No estaría mal que por una vez le resultase agradable oír el teléfono sin angustia.
Siguió con la vista toda la carretera que todavía deberían recorrer hasta su destino y se dio cuenta de que todavía no había llegado, y ya quería marcharse.
Y cuanto antes mejor.















2
El coche se detuvo ante la puerta de una pequeña casa de teja naranja,  a la vez que la luz del día hizo su último acto de presencia y del cielo comenzó a caer una fina capa de lluvia. Habían transcurrido treinta minutos desde que habían visto la aglomeración urbana a lo lejos, hasta que llegaron a lo que iba a ser su casa a partir de aquel día.
 Alicia tenía el cuerpo molido por el viaje. Y a pesar de haber dormido durante la mayor parte del trayecto todavía se sentía soñolienta y falta de reflejos. Encogiendo y estirando los dedos de los pies dentro de las zapatillas deportivas, a modo de un estiramiento paulatino y muy particular.
 Fue por eso que no se dio cuenta de que la expresión de su madre había demudado. No estaba relajada y  un hilo de tensión le hizo apretar los dientes hasta hacerlos rechinar.
Alicia pudo ver como el reloj del coche marcaba las ocho en punto cuando se encendieron casi todas las farolas del camino que transcurría por delante de la solitaria casa. El pecho le dio un vuelco y de inmediato sintió una sensación muy similar a la que debía estar sintiendo su madre. Allí, escondido entre las sobras de una farola fundida, se adivinaba el morro de un coche aparcado. Pero lo que realmente la paralizó y le heló la sangre fue una gigantesca silueta negra, fumando un cigarrillo detrás del coche.
Era inmensa, pero estaba claro que debía pertenecer a una persona. Lo cual no aportaba ni un ápice de tranquilidad a la situación. Pues si se daba cuenta de que había algo ahí, además de por el cigarrillo encendido, era porque había una forma solo distinguible por ser más negra que la oscuridad que la rodeaba.
 Aunque en realidad casi se debería definir como un hueco de espacio vacío, con aspecto humanoide.
Elisa miró a su hija con cierta preocupación. No era para menos, nunca había nadie esperándolos a su llegada y aquella visita podía ser tanto amigo como enemigo. Tragó algo de saliva y le dijo a Alicia que se recostara en el asiento para que no la viesen. Con toda la frialdad que logro reunir, que en ese momento todavía era mucha, le explicó que si veía que las cosas se ponían raras, no dudara en correr lo más lejos que pudiese. Pero siempre con cabeza.
-Escapar sin usar la inteligencia es postergar efímeramente la captura.-le dijo.
Y como si no acabara de decirle eso, y como si no dejase en el aire el hecho de que la posibilidad de no volver a ver a su hija fuese inminente, se bajó del coche.
Alicia, con el corazón en un puño, se agazapó lo mejor que pudo en el asiento y comenzó a atisbar como su madre daba unos pequeños pasos vacilantes hacía la sombra. En ese momento, la sombra tiró la colilla del cigarrillo al suelo, y su mayor negritud se disolvió en la oscuridad, haciéndola completamente invisible.
Alicia dio un respingo entrecortado y su mano voló hasta dar con la maneta de la puerta. Pero vio que su madre continuaba avanzando, aunque ahora con un paso más ligero. Como si se notase que se había quitado un enorme peso de encima.
 Enfiló el coche aparcado por el lado del acompañante y lo rodeó hasta el morro para pararse en la frontera entre la luz de la farola próxima y la oscuridad que arrojaba la que tenía encima de la cabeza.
De repente, lo que debía ser la sombra, se puso al lado de su madre. Solo que esta vez no era una sombra. Si no un hombre de unas dimensiones descomunales, envuelto en una gabardina negra de un material grueso para la lluvia y un gorro a juego, que debía tener el tamaño de un cubo.
Apenas fueron unas palabras las que cruzaron Elisa y el hombre sombra, pero a Alicia le dio tiempo a ver como el hombre le entregaba un sobre voluminoso de color marrón a su madre, y la reprendía con un dedo en alto. A falta de poder entender lo que estaban diciendo su madre y aquella mole, la muchacha volvió a deslizar la mano hasta la manilla de la puerta para dejarla allí en tensión a la espera de algún acontecimiento que precipitara las circunstancias.










jueves, 12 de abril de 2012

La Vida...

Los sucesores, ya han sido sucedidos;
los pecados quedan abolidos.
Gracias a Dios, el ruido llega otra vez,
el martillo no cesa y el sudor vuelve a surcar su tez.
La calma, el silencio, le hacía pensar,
¡¡Qué atocidad!!, ¿¿Qué iba a hacer él con ideas??
Su misión no era esa. Solo estaba preparado para modelar
el hierro forjado que cubría las armaduras en las pecheras,
para obedecer,
para callar,
para ser
una oveja más del redil al atardecer.
Borja G.

La fuerza de lo imprevisible.


Palabras amargas salieron de sus labios. Me quemaron el alma. Entraron en mi cuerpo y arrancaron de lo más profundo de mis entrañas un quejido lastimero. Como el de un niño, desconsolado, buscando la falda de su madre.
Intenté alzar la vista para verla, pero no fui capaz. La cabeza me pesaba mucho. La vergüenza me aplastaba. Busqué sin éxito alguna explicación que me pudiese justificar. Me mordí el labio intentando forzar las palabras, pero solo logré notar el sabor de la sangre.
Agrio. Metálico.
Mentiroso.
En ese preciso instante comprendí que hay dolores más fuertes que los físicos. Que hay otra substancia líquida que representa al sufrimiento, a veces incluso mejor que la propia sangre. Las lagrimas.
Lagrimas como las que me caían por la cara. Discontinuas. Pesadas. Cargadas de sentimientos.
Tragué algo de saliva. Tenía que decirle algo. No podía dejar que se marchara así.
Inspiré profundamente rogando encontrar el valor. Pero lo único que fui capaz de balbucear entre los quejicosos sonidos del llanto, fue un patético y escueto:
-lo siento.-Así, sin más. No supe hacerlo mejor. Como si eso fuese a corregir algo, como si eso bastase.
Ella dio un paso hacia mí y me sentí obligado a verla a los ojos por primera vez. Mis lágrimas se congelaron en el acto. Su mirada estaba cargada de odio. Me odiaba. Lo supe en el mismo instante. Incluso antes de que la bofetada que me dio, sonrojara mi mejilla.
Se giró para irse. Sin volver a dirigirme la mirada, en el más absoluto de los silencios. Ya no tenía nada que decirme, había quedado todo claro.
Pensé que nunca más volvería a ver a esa mujer.

Supongo que el destino es caprichoso.

sábado, 31 de marzo de 2012

Alicia 2012


Los viajes siempre nacían de la misma forma. Al menos para Alicia. El teléfono sonaba, daba igual la hora, y en menos de veinticuatro horas, ella y su madre estaban en otra ciudad. A las cuarenta y ocho horas, lo más tardar setenta y dos, ya tenía una nueva escuela. Y compartiría experiencias, vida y clases, con gente a la que no valía la pena coger aprecio.
 No porque fuesen malas personas, que de todo habría, sino más bien porque tarde o temprano las acabaría dejando atrás. No serían más que unos rostros que con el tiempo solo lograría recordar de una forma descontextualizada.
Ya no había emoción en cada nuevo viaje. Todos eran lo mismo, ningún lugar era su hogar. No había apego posible a nada que no pudiese guardar en su mochila y el hartazgo que ello le provocaba amenazaba con ser la chispa que inflamaría la enésima discusión con su madre esa mañana.
Acaban de dejar su coche de alquiler en la sucursal del aeropuerto en la ciudad vecina (125Km), y se disponían a coger un taxi que las llevaría a la estación de tren de otra ciudad próxima (alrededor de 45 Km), donde alquilarían otro coche de gama baja con el que llegarían a su nuevo destino. Fuera el que fuese.
Alicia consideraba eso una estupidez. Por qué iban a hacer el viaje en otro coche, teniendo el todoterreno nuevo que usaban últimamente. Para qué tanto paripé para cambiar de ciudad. No bastaba con hacer el trayecto y punto. Y lo barruntaba tanto y de tal forma, que se le escapaban comentarios agrios cada dos por tres por entre las comisuras de los labios.
-Por seguridad.- le respondió, al fin molesta ante el aluvión de quejas de Alicia cuando se pusieron en marcha con el coche recién alquilado con una identidad nueva.- Es por nuestro propio bien, y no deberías poner en duda mis decisiones. Sabes que solo hago lo que es mejor para las dos.
-¿En serio? ¿Lo sé? Porque últimamente me parece que cada vez le encuentro menos sentido a todo.- El tono de Alicia era de un desdén muy poco calculado y su madre reaccionó de inmediato.
-Claro que no le puedes encontrar sentido, porque nada sabes.-los ojos azules y fríos de la madre de Alicia se clavaron en los ojos de su hija, olvidándose completamente de la carretera.- Pero sí sabes que te cuido y que te quiero. Y que no dejaría que ningún riesgo pudiera dañarte. Y sí fuese seguro quedarse atrás, no estaríamos aquí ahora mismo.- volvió a dirigir su atención al volante.-En mitad de una carretera que aparentemente no lleva a ningún lugar, pero que sin duda y sin que tú lo sepas te lleva a la libertad. Así que esta conversación llega aquí a su fin. Si estás enfadada, ponte los cascos, o juega a la DS, pero sobre este tema no hay más que decir. ¿Queda claro?
Alicia se revolvió un poco en el asiento, todavía reticente a aceptar el contundente correctivo que le acababa de aplicar su madre.
-He dicho: ¿Qué si queda Claro?- levantó la voz con contundencia la madre de Alicia, para enfatizar más su rotundidad y la profundidad del compromiso que pretendía arrancar de su hija.
-Queda claro.-farfulló Alicia, todavía no muy convencida de que eso fuese a acabar ahí.
-Más alto.-le exigió su madre.
-¡¡Queda Claro!!- le gritó antes de volverse sobre un costado visiblemente enfadada, ponerse los cascos con el i pod y pasar a tener esa misma discusión con su madre en su imaginación. Discusión en la que le gritaba todo lo que siempre le quiso gritar, y en la que ella no encontraba palabras con las que defenderse ni tampoco para dejarla en ridículo.
Los kilómetros  fueron cayendo, y Alicia, en algún momento se quedó dormida.