jueves, 12 de abril de 2012

La fuerza de lo imprevisible.


Palabras amargas salieron de sus labios. Me quemaron el alma. Entraron en mi cuerpo y arrancaron de lo más profundo de mis entrañas un quejido lastimero. Como el de un niño, desconsolado, buscando la falda de su madre.
Intenté alzar la vista para verla, pero no fui capaz. La cabeza me pesaba mucho. La vergüenza me aplastaba. Busqué sin éxito alguna explicación que me pudiese justificar. Me mordí el labio intentando forzar las palabras, pero solo logré notar el sabor de la sangre.
Agrio. Metálico.
Mentiroso.
En ese preciso instante comprendí que hay dolores más fuertes que los físicos. Que hay otra substancia líquida que representa al sufrimiento, a veces incluso mejor que la propia sangre. Las lagrimas.
Lagrimas como las que me caían por la cara. Discontinuas. Pesadas. Cargadas de sentimientos.
Tragué algo de saliva. Tenía que decirle algo. No podía dejar que se marchara así.
Inspiré profundamente rogando encontrar el valor. Pero lo único que fui capaz de balbucear entre los quejicosos sonidos del llanto, fue un patético y escueto:
-lo siento.-Así, sin más. No supe hacerlo mejor. Como si eso fuese a corregir algo, como si eso bastase.
Ella dio un paso hacia mí y me sentí obligado a verla a los ojos por primera vez. Mis lágrimas se congelaron en el acto. Su mirada estaba cargada de odio. Me odiaba. Lo supe en el mismo instante. Incluso antes de que la bofetada que me dio, sonrojara mi mejilla.
Se giró para irse. Sin volver a dirigirme la mirada, en el más absoluto de los silencios. Ya no tenía nada que decirme, había quedado todo claro.
Pensé que nunca más volvería a ver a esa mujer.

Supongo que el destino es caprichoso.

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