lunes, 5 de diciembre de 2011

Aunque creas que no, el sol sigue brillando detrás de las nubes.



Era una mañana lluviosa aparentemente normal. Un día corriente en la vida de tantos. Aunque él fuese incapaz de imaginar lo cerca de la muerte que iba a estar.


Martín estaba sentado en la cafetería, junto a la cristalera mirando a la calle, ensimismado en las  idas y venidas de la gente. Sabía que estaba rodeado de personas, pero notaba que la soledad y el vacío le oprimían el pecho al respirar. Nada tenía sentido para él. Sentía que estaba viendo sin ver, oyendo sin oír. Y lo más importante, viviendo sin vivir.
Había entrado en esa cafetería con la intención de tomarse un café que le despejase un poco la mente, pero aún lo tenía delante. Hacía rato que ya  se le había quedado frío, sin que le llegase a dar ni un sorbo. Se dio cuenta de que solo lo había pedido para poder sentarse allí.
Para poder estar en algún lado.

Ella se había marchado, y sería para siempre.  Lo había abandonado y engañado, sin importarle lo más mínimo, y él seguía pensando que, con tal de que solo le acariciara una vez más, dejaría de importarle todo. Como si nada hubiese pasado.
Pero, por mucho que pensara eso, sabía que nunca sucedería. Le robó todo lo que pudo.
Hasta su propia existencia se había devaluado tras su paso. <<Qué ingenuo había sido, cómo no se dio cuenta>>.- pensaría cualquiera que conociese su situación.
El rechinar de los vasos y los pocillos de café en las bandejas de camarero, entremezclados con las animadas conversaciones, lo sacó de su estupor. Deslizó su mirada por el local sin mucho interés. Dos madres, con sus carritos al lado, cuchicheaban al calor de un par de manzanillas, mientras acunaban sin fijarse mucho en el modo a sus jóvenes retoños.
Un hombre mayor leía la prensa a través de unas gruesas gafas de pasta. Su mirada era indiferente, le daba igual pasar las páginas de necrológica, que las de economía. El impertérrito rictus facial era el mismo. Aunque tal vez eso se podría deber a que, seguramente después de muchos años, había llegado a la conclusión de que las noticias siempre eran las mismas.  Desgracias, Deportes y personajes Destacados. Las tres D.
Del final de la barra le llegaba un eco de carcajadas. Eran un grupo de amigos charlando animadamente. A Martín se le antojó tan ajena la risa, que ya no fue capaz de entenderla. Ya no recordaba si alguna vez la había usado, o si tenía sentido.
Estaba jodido.
Estaba completamente amargado, pero no quería representarlo en su mente con palabras. << ¿Para qué?,- piensa cada vez que lo intenta.- Acaso va a cambiar algo>>. Se lo jugó todo a una  carta y le salió mal. Perdió. Y, aunque era lo que menos le importaba, no solo le robó sus sentimientos. Todo su trabajo y dinero también se fue con ella.
Lo había manejado como a un muñeco de trapo sin voluntad. Satisfacía sus anhelos, como si fuesen propios, por una sonrisa, por un beso. Cambió todo, por su cariño, sin saber que jugaba a un juego con las cartas marcadas.

Hizo el amago de echarse la mano a la chaqueta para quitar un cigarrillo antes de ver la pegatina que anunciaba la prohibición. Ya no lo recordaba. Cogió la cucharilla y removió el café en un tic nervioso, como si realmente todavía estuviese esperando a que enfriara.
La puerta del local se abrió, dejando que se colara el silbido del viento. Una mujer con el pelo calado por la lluvia entró, se quitó la gabardina como pudo y se sentó en una mesa cercana a la de él, dejando pequeños charquitos tras sus pisadas.
Martín la observó con detenimiento sin darse cuenta. Le resultaba familiar. No sabía quién era, pero había algo en ella que le era sumamente reconocible. Puede que fuese el gesto de la cara, puede que fuese la sugestión, pero inmediatamente supo que también estaba sufriendo.
Vio como dejaba sus cosas en otra silla y le pedía al camarero un café lo más caliente posible. Rebuscó en el bolso y sacó el móvil. Estuvo manoseándolo al menos un cuarto de hora antes de que la primera lágrima silenciosa saliera de sus parpados. Con gesto de rabia se la secó con el dorso de la mano.

Desde que se sentó en la otra mesa, Martín, no le había quitado los ojos de encima, desesperado por preguntarle que le pasaba, y por corroborar su intuición. Así que, cuando la vio secarse la lágrima, se levantó como si llevase un muelle y se sentó en la mesa de ella sin pararse a pensar en si era buena o mala idea.
La mujer quedó paralizada ante aquel acto espontaneo. Él le ofreció un paquete de pañuelos de papel que llevaba en el bolsillo. Una fracción de segundo dejó al tiempo en stand by. Ella, sin decir nada, cogió los pañuelos y se secó debajo de los ojos.
-¿Qué te pasa?-le preguntó él, casi suplicante.
-“Nada”.
-Hay demasiada determinación en ese “nada” como para que suene creíble. En serio, ¿Qué te pasa? A lo mejor puedo ayudarte.
-Oye-sería casi una exclamación de no ser por el contenido tono de voz que usó-, yo no sé cuánta costumbre tienes tú de meterte en la vida de los demás, pero en lo que respecte a la mía, te voy a pedir por favor, que mantengas las distancias. Mira…, no quiero ser desagradable contigo, no te conozco de nada y hoy no es el mejor de mis días. No soy buena compañía.
-Yo…, es que te vi, y me pareció…, no sé, creí que tenías algún problema y que te podía ayudar. Pero lo siento, debes disculparme. Tienes toda la razón, debes de pensar que estoy loco o algo así. No debería haberme tomado la libertad de sentarme a tú mesa sin conocerte de nada. Me llamo Martín.
-En serio, te agradezco la buena voluntad.-lo despreció ella.- Pero por el momento, prefiero seguir sola. Gracias.
Cortado, Martín retiró la mano y se levantó con una sonrisa arrugada a modo de despedida.
Allí dentro ya no tenía nada que hacer. Mejor volver a casa, mientras todavía fuera casa.
2
El tiempo se había suavizado un poco y el agua que caía ya no obligaba a abrir el paraguas para caminar cien metros sin empaparse.
 Callejeó bajo los balcones hasta llegar a su coche, un bólido italiano de más de cuatrocientos caballos. Había sido su orgullo durante años, la prueba fehaciente de su éxito, pero ahora ya no representaba nada más que otra deuda. Otro capricho mal cumplido. Antes de entrar en él, retiró la octavilla publicitaría que le habían dejado en el cristal, para que no se le desintegrara cuando activase el limpiaparabrisas.
Era de una casa de empeños, qué ironía. Tal vez tendría que visitarla pronto si quería seguir comiendo.
Cuando se sentó al volante, todavía pudo notar el olor a cuero de los asientos. Miró en rededor y comprobó que el coche parecía recién sacado del concesionario. No había nada, ni papeles en los compartimentos, ni adornos en el salpicadero. Era impersonal. Se dio cuenta que hacía tiempo que no tenía personalidad propia. Que su vida estaba vacía.
Con un suave ronroneo el motor obedeció al contacto de la llave e inició la marcha. Tenía que pasar por el juzgado para firmar los papeles del divorcio, el último trámite que lo unía a la mujer que aún amaba.  
Supuso que en cierto modo no quiso pensar antes en ellos, para darle tiempo a volviera. Pero ya había postergado demasiado ese momento, y sabía, aunque quizás eso fuese lo que más le doliese, que lo más probable es que no se presentara y ni siquiera la podría ver una última vez.
Seguramente ella estaría perdida en algún lugar lejano, gastándose el dinero que le había quitado.
 Frenó en el semáforo justo cuando la lluvia volvió a apretar. El agua caía en gotas del tamaño de un garbanzo y allí detenido, por primera vez pensó en lo mala persona que ella era.
No fue capaz de evitarlo; lloró.
Lloró y golpeó el volante con impotencia. Estaba a punto de estallar y notó como la bilis le subía por el esófago. Pensó en que tal vez fuese una situación de esas en las que a la gente se le da por hacer locuras.
El semáforo cambió a verde y él pisó el acelerador a fondo. Primera, segunda…, las marchas subían como las revoluciones en el tacómetro. Los coches a los que adelantaba se empezaron a convertir en manchas. Las manchas, en difusas líneas de diversos colores.  El tramo estaba limitado a cincuenta y ya iba a ciento sesenta. Piensa que no tiene nada que perder y sigue apretando el pedal con una determinación casi asesina.
La mancha estaba allí, pero él no la pudo ver. Apenas era un charquito de aceite en el vértice de la curva.
 Tras pisarlo, las ruedas perdieron la adherencia inmediatamente, haciéndolo trompear. Sintió como la parte trasera se deslizaba a cámara lenta, aunque realmente todo transcurrió en segundos. El  brutal impacto de la zaga contra un muro de piedra frenó en seco el movimiento errático, haciendo cabecear otra vez hacia el muro. Esta vez el impacto fue con el morro. El airbag saltó con un estornudo gigante, mientras por la ventanilla pudo ver las chispas que saltaban de la carrocería al arrastrarse sobre la piedra.
En algún momento el coche se detuvo. Estaba aturdido, pero sintió los calambres en la pierna que usó para frenar como un recuerdo de que aún estaba vivo. Apartó como pudo la bolsa del airbag y salió del coche.
Estaba destrozado.
Se quedó allí de pie, bajo la espesa lluvia, contemplando lo cerca de la muerte que había estado. Sin poder creerse lo que había pasado.
Hipnotizado, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la grúa. Casi le da la sensación de que el accidente había sido de otra persona.
3
Pudo haber muerto. Sabía que golpes más leves se habían llevado la vida otros con menos suerte que él. Y todo por la tristeza que el divorcio le causaba. Todo por culpa de la mujer que hasta hacía poco, llamaba esposa.
 El agua le caía en cascada por el abrigo y el pelo, mientras la gente se empezaba a agolpar en torno al siniestro. Son curiosos que cuchichean, que dicen <<Iba como un loco, no sé cómo no se mató>>

La grúa apareció tras un rato bajo el agua.
Era un vehículo amarillo grande con remolque, del que se bajó un hombre con un mono manchado de grasa. Malhumorado, le pidió los papeles del seguro. Seguramente estaba molesto por tener que trabajar bajo aquel diluvio. Martín, balbuceando más que hablando, le indicó que todos los papeles estaban en la guantera.
El operario, con el nombre de Juan bordado en la pechera, lo miró cómo si no diera crédito a lo que escuchaba. Dejando insinuar hostilmente que ese no era su trabajo. Que ya bastante tenía con remolcar el amasijo de hierros en el que se había convertido su coche bajo aquella apestosa lluvia.
Martín, todavía en trance, obvió todos esos gestos y abrió la única puerta sana del coche para sacar los papeles. Cuando tendió la mano para entregárselos al operario de la grúa, de estos se cayó una foto de ella… Sintió una punzada en el estómago que lo hizo volver a un tiempo más feliz.
Rubia como el sol, cuerpo diminuto. Sonrisa amplia, de nacarados dientes enmarcados en unos carnosos labios, bajo un par de platos turquesa. Ternura en estado puro. Así era ella, un regalo de Dios para la vista y los sentidos.
Aquella foto era del día del zoo. De cuando entre pipas y fotos se rieron como colegiales. De cuando se juraron amor eterno y yacieron juntos hasta el amanecer.
El móvil vibró en su bolsillo. Era el abogado para recordarle que llegaba tarde. Justo a tiempo de evitarle otro colapso nervioso. Dejó todos los papeles en manos del operario llamado Juan, y adjuntó su número de teléfono. Tenía que coger un taxi, para ir al juzgado inmediatamente.


Cumplió con el trámite y regresó a casa. Ya eran ex marido y ex mujer.

Tal y como creía, ella no había ido. Casi lo prefirió así, no hubiese sido capaz de soportarlo. Se sentó en el sillón de piel que tenía en el salón, con un vaso de Jack Daniels con hielo en la mano. No tenía hambre y ni siquiera se le ocurrió encender la televisión. La cabeza amenazaba con estallarle y un mareo repentino le hizo sentir un vértigo similar al que sufría en la noria cuando era niño.
Pero le daba igual. Ese día se iba a emborrachar. ¿Acaso los americanos no hacen una especie de celebración en los funerales? Pues él brindaría por la defunción de su matrimonio y por la persona que arruinó su vida, y su existencia, incluso antes del mismo divorcio.
-¡A tú salud!- gritó  alzando el vaso y bebiéndose todo el licor de una vez.
Volvió a llenarlo otra vez y repitió el ritual. Mano al aire, exclamación, trago de golpe. Así hasta que la botella se acabó. Sin moverse del sillón, hasta que el sueño o la inconsciencia, se adueñó de él.


Cuando se despertó, tenía todos los músculos doloridos y la boca pastosa. Se intentó incorporar para ir al baño, pero un repentino mareo le hizo perder la verticalidad y acabó de rodillas en el suelo. Estaba peor que mal.
Tenía el estómago encogido, la cabeza le dolía más allá de lo que era capaz de recordar y cada vez que trataba de erguirse volvía a caerse. No estaba bien. Debía ir al médico inmediatamente.

Después de asearse mínimamente, no sin esfuerzo pues los mareos amenazaban constantemente su precario equilibrio, logró bajar a la calle y parar un taxi. El hospital estaba relativamente cerca, pero el taxista le dio un tour por su propia ciudad sin que Martín tuviese fuerzas para protestar. Pagó con los últimos cincuenta euros que le quedaban en el bolsillo y trastabillando entró en urgencias.   
Cuando llegó su turno en recepción, mostró su tarjeta de la seguridad social a una enfermera regordeta que atendía tras el mostrador con unas gafas en la punta de la nariz.
-¿Motivo de la visita?- preguntó la mujer con un fingido tono de interés complaciente.
Martín le relató someramente los síntomas que padecía, sin mencionar el hecho del accidente del día anterior, pues se avergonzaba de ello. Ella asentía con la cabeza mientras tecleaba algo en el ordenador con una rapidez pasmosa. Con una sonrisa, mucho más fingida que el tono de voz, le mandó tomar asiento y esperar a que lo llamaran, en una sala al fondo del pasillo.

Pasaron los minutos y él ya no sabía cómo sentarse. Estaba incomodo de todas las maneras. El olor a enfermedad se le calaba en la nariz e incrementaba su malestar haciéndolo pensar incluso con irse para casa de nuevo. Pero desgraciadamente seguía mareado y no tenía dinero para el taxi de vuelta.
Al cabo de cuarenta y cinco infernales minutos, un hombre vestido de verde gritó su nombre. Lo guió hasta una de las consultas, o boxes, y le hizo volver a relatar los síntomas, mientras le indicaba que se tumbara en la camilla para la exploración.
-¿Ha recibido algún golpe fuerte en los últimos días?-inquirió el doctor mientras le palpaba las cervicales.
Martín admitió haber tenido un accidente de tráfico, eludiendo la forma  y el porqué.
-Bien. Vuelva a esperar en la sala, que enseguida vendrá una enfermara a por usted, para realizar más pruebas. Es probable que tenga una lesión cervical.
Resignado regresó a su butaca de plástico marrón. Una idea asaltó su cabeza, <<acaso  nunca nadie había pensado que en esas sillas se sienta gente enferma y con malestares, y que seguramente serían incomodas hasta para los sanos>>.
Veinticinco minutos más trascurrieron hasta que lo volvieron a llamar. Era la voz de una mujer la que lo hacía. De piel pálida y timbre dulce.

Era la misma mujer que había visto el día anterior en  el café.

4
Morena y con gesto triste.
Ojeo la tablilla que llevaba, mientras volvía a llamarlo sin levantar mucho la voz.
-¡Martín Leal, por favor!
Él se levantó todavía recordando el día anterior, consciente del corte que le había dado la mujer. Se preguntó si ella también lo reconocería. Pero en cuanto levantó la vista para verlo, se dio cuenta de que sí que sabía quién era. Fue ese gesto de sorpresa de cuando no esperas encontrar a alguien el que la delató.
Al entreabrir la boca dejó al descubierto un diente de las paletas ligeramente mellado. En la cafetería no lo había apreciado, pero allí, de cerca y bajo los potentes flexos, se hacía omnipresente para él.
Aunque tal vez fuese por su reticencia a mirarla directamente a los ojos, debido a la vergüenza que sentía.
-¿Martín Leal?-le preguntó sin mucha firmeza en la voz.
-Me temo que sí.
-Sígueme, por favor.- se mordió ligeramente el labio, fruto del nerviosismo que ella también padecía.
Lo condujo por los asépticos pasillos del hospital hasta el escáner. En el trayecto constató dos cosas. Una, que los azulejos de la pared le recordaban mucho a los que había en el colegio al que había ido de pequeño. Eran de un color marrón suave y de forma rectangular. Y dos, si no llegaba pronto a una silla o camilla, se caería por el camino.
Afortunadamente para él, dos puertas después de que le surgieran esos pensamientos, llegaron a su destino.
Antes de mandarlo ponerse en ningún lado, le hizo unas preguntas rutinarias del tipo de si tenía marcapasos, prótesis metálicas,… y todo ese tipo de cosas incompatibles con las resonancias magnéticas.
 Él respondió a todo con escuetos noes, y ella le mandó depositar todos los objetos de los bolsillos en una cajita para guardarlos en una taquilla.
-El anillo también, por favor.- le solicitó una vez se hubo despojado de sus pertenecías.
El anillo. Aún no se lo había quitado, y ya hacía un día que oficialmente ya no estaba casado. Martín apretó los labios hasta que se le emblanquecieron, pensando en por qué todavía lo llevaba puesto, mientras se lo daba a la mujer.
-Túmbese ahí, y procure no moverse a ser posible- dijo señalando  un artefacto inmenso, con una boca circular, al que le sobresalía una lengua blanca en forma de camilla  que  lo iba a engullir.-  Por el altavoz le iremos dando indicaciones de lo que debe hacer.
Martín se tumbó y se puso rígido, procurando cumplir con la indicación de no moverse. La máquina emitía un ruido repetitivo y mecánico, y cuando la camilla lo introdujo en el interior sintió un poco de claustrofobia. Nunca había tenido problemas con los espacios cerrados, pero se notaba un poco intimidado por aquella mole ruidosa.

No sería capaz de decir cuánto duró la prueba. Tenía la sensación de que allí dentro el tiempo transcurría a otro ritmo.

Cuando acabó, recogió sus pertenencias y guardó el anillo en el bolsillo. Le tocaba volver a esperar el resultado de las pruebas en su silla favorita. De camino a la sala de espera, la enfermera se le acercó por detrás.
-Toma, ponte esto, te va aliviar un poco.- le dijo tendiéndole un collarín de espuma.
-¿Por qué?, ¿Ya sabes lo que me pasa?
-Hombre, yo no soy médico, pero diría que tienes una lesión cervical importante.-titubeo un poco pero al final se atrevió con la pregunta.- ¿Cómo te lo hiciste?
-Ayer…, al salir de la cafetería, tuve un accidente con el coche. Creo que lo siniestré.
-Ah, y eso, ¿Te embistieron, o algo así?- era evidente  que sentía curiosidad.
-La verdad…,- dudó, pero algo le hizo ser sincero.- no estoy en el mejor momento de mi vida. Y no sé por qué. Pero iba encerrado en mis problemas y se me cruzaron los cables mientras conducía.
Ella lo miró sin comprender del todo, parecía que mil preguntas acechaban su mente. Al final, una sonrisa bondadosa apareció en sus labios.
-Y eras tú el que pretendía ayudarme.
Martín solo pudo responder con una mueca de resignación. Qué le podía decir, no tenía argumento de ningún tipo. Lo que había hecho era un sin sentido.

Una enfermara de profundas arrugas, que rondaría los cincuenta y tantos, recriminó a la mujer a lo lejos.
-Marta, deja la cháchara para tú tiempo libre que aquí aún hay muchas cosas que hacer.- era evidente que era una persona acostumbrada a imponer su ley.
-  Entonces, ¿No tienes en que volver a casa?
-No, supongo que iré caminando.
-Los resultados de tus pruebas saldrán enseguida, si me esperas, a las tres salgo y te puedo acercar. En tu estado no creo conveniente que de momento camines mucho.  Si quieres…, vamos.
-¡Oh! Sí, por favor, te estaría sumamente agradecido.  ¿En la puerta de Urgencias a las tres?
-Sí.-respondió ella alejándose a la carrera hacía el puesto de enfermeras con la sonrisa todavía pintada en su rostro.



5
Elena se subió violentamente la falda por encima de la cintura, para poder sentir el cálido contacto de la lengua sobre su entrepierna. La música atronaba en el cuarto de baño de aquella discoteca, pero le daba un ritmo agradable a la situación. Hacía que las repeticiones siempre fueran acompasadas.
 Sostenía la cabeza del chico asiéndole con fuerza del pelo rizo, empujando su rostro contra lo más profundo de su pubis. Pronto comenzó a jadear, curvando ligeramente la espalda. A veces se golpeaba la cabeza contra la pared alicatada, pero hacía que lo sintiera todo más excitante aún. Más animal.
El orgasmo comenzó a asomar cuando el frenesí aumento. Tal vez fueran unos pocos segundos, pero para ella el mundo desapareció. La música había cesado llenándolo todo de un silencio vacío, y las imágenes que llegaban a sus ojos se congelaron instantáneamente.
 Sin llegar a ser consciente del momento, el chico la penetró, y sus sentidos regresaron de nuevo. Pero no del todo. Iban y venían a intervalos. Como a fogonazos, similares a la sensación de cruzar un túnel iluminado en coche, o a la de ponerse y quitarse unos auriculares  de las orejas. Solo que en el momento de la nada, su cerebro, sentía una cálida oleada de un placer indescriptible.
El ritmo de la música parecía haber aumentado y las embestidas contra la pared cada vez eran más violentas. Sintió que otro orgasmo cabalgaba desbocado hacia ella. Le clavó las unas en la espalda al chico. Aquel clímax fue más intenso y prolongado que el primero. Quería saborearlo hasta el infinito y se mordió en el labio con fuerza provocándose sangre y encontrándose con un placer diferente al del propio sexo.
No sabía si el chico había acabado o no, pero tras un instante de respiro, lo empujó bruscamente para separarse de él. Todavía jadeaba y la miró con un gesto de incomprensión. Ella se bajó la falda y se pasó el dedo por el labio sangrante. Con un gesto, casi sexual, se chupo la gota de sangre que este había recogido y beso con aspereza los labios de su amante desconocido, antes de salir al lavabo.

Tras colocarse adecuadamente el tanga, se arregló un poco la maraña de pelo que tenía. El agua del grifo corría sobre sus manos cuando vio a través del espejo como el chico se apretaba el cinturón y se dirigía hacia ella con la intención de decirle algo. Sin llegar a sacar las manos de la pileta se volvió hacia él para ofrecerle una gélida mirada que lo paró en seco. No necesitaba hablarle para dejarle claro que aquello se acababa allí.
Se sacudió las manos sobre el lavabo y cogió un toallita de papel para secarse antes de salir por la puerta.
Un metro ochenta y cinco de musculosa carne llegó a la puerta del baño en el momento en el que Elena salía perseguida por su amante.
-¡Dónde estabas metida, zorra de mierda!-le espetó violentamente a la chica, antes de fijar su atención en el chico.-Tú, no te habrás follado a mi chica, ¿no?, ¿Qué hacías ahí dentro?
El chaval, que tendría dieciocho años mal cumplidos, sintió como el mundo se abría a sus pies. Aquella mole debía pesar unos cien quilos y parecía ser capaz de arrancarle la cabeza de un manotazo.
-Eh…-balbuceo el muchacho.
-Este, estaba ahí dentro dándole a otra, lo que tú no eres capaz de darme a mí.- le espetó ella con desprecio antes de chocar contra él para hacerse sitio y alejarse de la situación, señalando la puerta.-Pregunta ahí si quieres saber más.
La multitud que se acababa de agolpar en torno al alboroto no pudo reprimir una carcajada que hizo sonrojar las mejillas del gigante.
-¡No te creo!-rugió con un grito a su espalda y descargo un brutal puñetazo sobre el rostro del muchacho, liberando  toda su frustración sobre él.-Te la has follado cabrón.
Una salva de golpes cayó sobre el chaval, sin que nadie moviese un dedo para ayudarlo. En uno, más desafortunado que el resto, se le rompió la nariz con un sonoro crujido. María, la única amiga de Elena en la isla, estaba apoyada en la pared observando el dantesco espectáculo cuando ella se paró a su altura.
-¿Qué le pasa a Joaquín?-le preguntó María con indiferencia, sin llegar siquiera a descruzarse los brazos.  
-Nada, me agota. Otro incomprensible ataque de celos de los suyos.-repuso ella con una mueca de incomprensión, como si lo que estaba sucediendo a unos escasos pasos de su espalda no tuviese nada que ver con su persona y cambió de tema como sin nada.- ¿No tendrás nada para mí? Tengo que subir a bailar en veinte minutos, y estoy sin vida.
-Claro que sí mi vida, para ti siempre tengo algo.-María esbozó una amplia sonrisa. De repente parecía la mujer más feliz del mundo, cuando un instante antes tenía el aspecto del aburrimiento personalizado. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó dos pastillas el doble de grandes que dos granos de arroz juntos.-Esta son diez euros,-dijo señalando la primera.- y esta te la regalo cariño. Tú te lo mereces todo.
María habría acabado la frase con una caricia disfrazada en un suave pellizco en el rostro de Elena. Pero la vista se le posó en la paliza que Joaquín le estaba dando al pobre chaval y la sonrisa se le borró de golpe, haciéndole retroceder la mano del rostro de ella como si fuese a pasar corriente a través de él.
-Toma.-dijo Elena extendiéndole un billete rojizo que había extraído del sujetador.-Nos vemos a la salida.
Elena cogió las dos pastillas de la mano de su amiga y se marchó hacía los atriles donde tendría que bailar las siguientes dos horas. Mientras se abría paso hacía ellas, tropezó con un montón de gente que corría para ver la pelea.
 Se paró en la barra más cercana y pidió un agua. Como Gogo, no pagaba las consumiciones, pero les estaba prohibido pedir nada que llevase alcohol. Cogió el botellín de agua y lo abrió para darle un sorbo antes de internarse más en la pista central. La música parecía poseer a los centenares de personas que había allí bailando, en un sinfín de cabezas asintiendo al unísono. Protegida entre el gentío cogió una de las pastillas y se la metió en la boca para terminar de tragársela con un trago de agua.
La música seguía ascendiendo como si quisiera emular el éxtasis que había sentido Elena unos instantes antes. Pero ella sabía que eso era imposible. El ritmo solo lograba tal perfección cuando ella estaba sobre el atril y bailaba con todo el desenfreno de su alma. Solo en ese momento la música alcanzaba la misma fuerza que el sexo.


6.
Pasaban cinco minutos de las tres, y Martín, que la estaba esperando en la puerta de urgencias con cierta impaciencia, se preguntaba si ella se habría arrepentido.

Cuando la vio aparecer, vestida de calle, parecía otra persona. No estaba maquillada, ni llevaba ningún peinado especial, pero había algo claramente diferente en ella. Tal vez fuese el brillo de sus ojos, o la sonrisa que no pudo ver el día anterior en la cafetería. El caso es que por primera vez  pensó que era guapa.
-¿Llevas mucho rato esperando?
-No, diez minutos o así.-mintió él mirando el reloj.-Ni me había dado cuenta de que ya era la hora.
 Y lo cierto es que lo había pasado bastante mal. Hacía algo más de media hora que el médico lo había despachado, entre pastillas y recomendaciones de descanso absoluto.  Porque lo malo de tener que hacer tiempo en su situación, era que, cuando estaba sentado, el cuello y la espalda le dolían ferozmente, pero cuando se levantaba un vértigo lo obligaba a volverse a sentar si no quería acabar en el suelo.
Aun así, sonrió
Caminaron doscientos, o trescientos metros por la calle, hasta el coche de ella. Un Peugeot 106 gris, con más golpes y desconchones que años. Al abrir la puerta, el interior no parecía corresponderse con el exterior. Estaba limpio y de los asientos emanaba un olor floral muy agradable, como si se hubiese trasportado en él un cargamento de rosas o algo así.
Regló los espejos y arrancó el motor con un rugido que delataba que era a gasolina.
-Y bien, ¿Dónde vive exactamente?- le preguntó antes de incorporarse a la carretera.
-En el centro. En el edificio contiguo a la sede del teatro Fraga.
-¡Joder, cómo te cotizas, no!-le rió ella.
- Bueno, lo cierto, es que no sé cuánto tiempo más podré seguir viviendo ahí. No me van muy bien las cosas y ahora mismo ya no me lo puedo permitir. En cuanto me recupere un poco tendré que buscar otra cosa.-con un alquiler de mil doscientos euros al mes, no se podría decir que el ático era caro, pues estaba en el meollo de la ciudad. Pero para Martín, que no tenía ni para comer al día siguiente, era un lujo de otro tiempo. Lujo al que había accedido cuando las cosas le funcionaban, y era un empresario de éxito. Porque ella, su ahora ex mujer, se había encaprichado de él y no supo decir que no.
-Ah.- fue evidente que ella se sintió incomoda, pero la pregunta era casi obligada.- ¿Y a qué te dedicas?
-Ahora a nada, antes era empresario. El principal accionista de un conglomerado de empresas del sector servicios, para ser más exacto.
-¿Y ahora ya no?
-Pues no. Lo cierto es que lo perdí todo. No me quedo con deudas grandes, que es importante, pero todo aquello que fue mío, va a dejar de serlo.
- Yo también perdí cosas en la vida, y no por eso voy estrellándome con el coche por ahí.
Martín sonrío por el comentario de la mujer, pues percibió en él limpieza. No había maldad.
-Pues viendo como lo tienes por fuera, cualquiera lo diría.- le replicó él también con bondad.- y que se supone que perdiste tú.
-A mi hija.- el rostro de María se contrajo un instante por el dolor que el pensamiento le evocaba.

jueves, 3 de marzo de 2011

Droga.


Una teja se desprendió del ruinoso tejado, cayendo al interior de la vieja cabaña. David no tuvo que esquivarla, tampoco tendría reflejos para ello. Casi ni se inmutó, aunque por poco lo dejara seco. Miró desconcertado a los restos arcillosos antes de incorporarse, preguntándose de donde habían salido. Dio una vuelta completa sobre sí mismo, como un cachorrillo detrás de su rabo, buscando algún punto de referencia que le resultase familiar. 
En la nebulosa de su mirada distinguió la salida. Avanzó entre los cascotes que cubrían el suelo hasta alcanzar el exterior, parecía un milagro que no se hubiese caído, cuando casi ni era capaz de tenerse en pie en suelo firme.
 En el exterior, el aire era frio, la oscuridad densa, y posando un pie delante del otro, avanzaba tambaleante por el inhóspito descampado.  No había nadie cerca, ni falta que hacía, pero aun así, seguía mirando a un lado y al otro intentando detectar la presencia de cualquier par de ojos que le espiasen desde algún lugar. El pelo, grasiento y sucio le caía por su demacrada cara. Se cubría el torso con una chaqueta raída de chándal, que en algún momento, muy lejano al actual, debió de haber sido blanca, por encima de una camiseta apolillada de los Ramones. Los pantalones, vaqueros, estaban salpicados de barro hasta las rodillas, al igual que los agujereados tenis que llevaba en los pies.
Estaba llegando a una pequeña carretera asfaltada y del cielo comenzaron a caer unas tímidas gotas de lluvia. Las farolas más próximas al descampado, lucían apagadas por las pedradas de algún chiquillo aburrido y aun llevaba la mano derecha cerrada con fuerza. El colocón todavía no le dejaba pensar con claridad.
Su única misión, la que tenía programada en el cerebro, era encontrar algún sitio donde protegerse y poder seguir poniéndose; pero  sabía que aquel sitio que dejaba atrás no era un lugar  seguro. De eso podía dar buena cuenta lo que se quedaba allí, en el suelo.
 Él tuvo suerte.
 Aunque no estuviese plenamente capacitado para darse cuenta de cuan cerca le había pasado la muerte. Se detuvo un instante para coger el cigarrillo que llevaba en la oreja, mientras su cuerpo se bamboleaba adelante y atrás, preso de los temblores. Metió la mano derecha en el bolsillo, allí cambió el contenido de su mano, juntándolo con el resto de tesoros que acababa de encontrar, por el mechero. Encendió el pitillo y comenzó a andar mientras inhalaba el humo con fuertes bocanadas. Diez caladas más tarde, tan sólo le quedaba la colilla.
La luz ya volvía a nacer del alumbrado público, dibujando un efecto extraño con la llovizna y las pocas personas que todavía quedaban por la calle no se iban a asustar con él.

Quizás debería ser David quien se tuviese que andar con cuidado con ellas.
Se movía por las callejuelas como si hubiese tomado una decisión consciente de a donde debía ir. Pero lo cierto era que caminaba sin pensar, doblando las esquinas siempre por el lado menos iluminado. Bajó por unas escaleras adoquinadas, con las paredes pintarrajeadas con grafitis de un gusto discutible. A cincuenta metros estaba una casa abandonada, que ya había usado antes. Apartó a un lado el par de tablones sueltos, que hacían las veces de puerta para entrar, justo en el momento en que comenzaba a diluviar.
En el suelo, toda clase de porquería se daba cita, desde preservativos con restos biológicos, hasta jeringuillas usadas. No mucho tiempo antes, era un lugar donde se reunían asiduamente gente como él para drogarse, pero desde que algún vecino hijoputa llamó a la policía y esta organizó una redada, estaba desierto.
Buscó algún recipiente para poder coger un poco de agua. Al final encontró una vieja botella de plástico de dos litros, a la que, con la ayuda de un pequeño cuchillo sin mango, que también estaba tirado en suelo, le cortó la parte superior para que fuese más fácil reunir el líquido. La colocó debajo de una gran gotera que sabía que se formaba en un lateral de la casa, esperando juntar la cantidad necesaria.
Deambuló por las estancias, mientras hacía tiempo, comprobando que estaba solo. Cuando llegó a la última, decidió quedarse en ella. En el suelo había un apestoso colchón, mil veces regado con orina y abonado con heces, que usaría para dormir.
 Volvió a donde tenía la botella cortada. Ya tenía un culín, más que suficiente. La cogió y se la llevó consigo al lugar escogido.
 Se acurrucó contra la pared, mientras sacaba de sus bolsillos los objetos necesarios para otra dosis. El frio ya no sería un problema, pues si no sientes ni padeces, la necesidad de unas mantas que te calienten se vuelve secundaria. Por las ventanas, tapiadas también con tablones, se filtraban todos los ruidos de la calle y el repiqueteo de las gotas de lluvia contra el asfalto. Pronto dejarían de ser reconocibles. Pronto la pseudorealidad que tanto adoraba tomaría el mando.
Dispuso a sus pies todo el equipamiento. La botella con agua, una bolsita con un polvo acastañado, un cuarto de limón, envuelto en papel de plata (por si surgía la necesidad de hacer una base), la cucharilla requemada, el mechero y por supuesto la chuta. Sabía que el material que tenía era mejor para ser fumado, pero lo que le pedía el cuerpo era un chute. Uno que se pareciese lo más posible al primero de todos, aunque esto fuese imposible.
 Vertió la cantidad necesaria del polvo en la cucharilla, le exprimió unas cuantas gotas de limón encima y le añadió el agua. Con calma, comenzó a calentar la mezcla con el mechero, viendo como burbujeaba ligeramente. Cuando la substancia estuvo lista, quitó de uno de sus bolsillos el último cigarrillo que le quedaba. Le quitó el filtro y dejó el tabaco a parte, ya se lo fumaría después. Desmenuzó un poco la esponjilla y la echo dentro de la cucharilla. Siempre le pasaba igual, le daba un vuelco el corazón cuando veía como la mayor parte de la mezcla era absorbida y parecía ser reducida a la nada. Pero esa sensación se disipaba cuando extraía el líquido del filtro. Ambarino y puro, llenando hasta los bordes a la chuta.  Viéndolo, uno se sorprendía de la extrema meticulosidad con la que realizaba el proceso. Sin temblores en sus manos, con movimientos precisos, casi profesionales. Si pudiera ganarse la vida preparando chutes, probablemente viviría con desahogo.
Se remangó ansiosamente la manga para pincharse, pero se detuvo. Ya no se acordaba que las venas de su brazo izquierdo estaban destrozadas. Dudó un instante, no quería pincharse en los genitales ni en la lengua. Aunque parezca mentira, le daba un poco de reparo. Al final decidió que su brazo derecho estaba lo suficientemente sano como para usarlo y que con la mano izquierda tendría la destreza necesaria. Sosteniendo con cuidado la jeringuilla, buscó con la mirada algún trozo de goma o cuerda. Pero no lo había. Con la mano libre comenzó a quitar los cordones de una de sus zapatillas deportivas. Cuando lo hubo quitado del todo, se lo ató un poco por encima del codo y se dio unos cachetes en el brazo, esperando ver resurgir su vena. Esta tardó un poco en dejarse ver, mientras bombeaba el flujo sanguíneo apretando su puño sobre el mechero.
Con unos golpecitos, movió las burbujas de aire a la superficie. Presionó un poco el embolo, para expulsarlo, hasta que salió una gota del líquido. Sabía que no debía hacerlo solo, que si algo le pasaba, no podrían ayudarlo. Pero ya no confiaba en nadie. La calle era muy perra y la compañía solía salir demasiado cara. Se pinchó con cuidado y extrajo un poco de sangre, provocando que se mezclara ligeramente con la droga. Desató el cordón se su brazo para dar comienzo a lo que estaba deseando.
 Presionó el embolo, inyectándose la mitad de la droga. La heroína recorrió su torrente sanguíneo, transportando esa sensación de placer indescriptible a cada milímetro de su existencia. Un calor repentino, un cosquilleo. Se tumbó un poco, dejándose llevar. Después del primer bombeo, comprobó que la pureza de la droga no era excesiva, y procedió a vaciarse la jeringuilla en la vena. Los parpados le temblaron con esta segunda oleada. Estaba ya en tierra de nadie.
Como pudo se quitó la jeringuilla del brazo. Tanteó el colchón con la mano buscando el resto del cigarrillo, llevándoselo a los labios, no sin cierto trabajo. Se preguntó dónde tendría el mechero, sin darse cuenta de que ya lo tenía en la mano.
Perdiéndose en la laguna de sus pensamientos, encendió el pitillo inconscientemente. El humo entraba como nunca. Incluso parecía heroína. Las imágenes se entremezclaban en su mente. Todas parecían reales, pero ninguna lo era al cien por cien. Poco a poco fue haciéndose más pequeño, enroscándose en un ovillo. Tiró la colilla a un lado, sin fuerza alguna, después de quemarse los labios con ella. Aunque él no lo había sentido. Se metió las manos en los bolsillos y esbozó una estúpida sonrisa.
Con suerte, al día siguiente cambiaría los tesoros que había encontrado por más mierda para sus venas.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Remordimientos-Redención.

Remordimientos. Sientes como te devoran por dentro. Te asfixian, te revuelven las tripas.Siembran la desesperación.

Quieres gritar. ¿Pero, a quién? ¿Acaso alguien, aparte de ti, tiene la culpa?
Supongo que no, sino, por qué te sientes así.

Vacías tus bolsillos para comprobar por enésima vez que sigues teniendo lo mismo. Reniegas con la cabeza incapaz de asumir la realidad, antes de volver a encender otro cigarrillo.
Lo tenías todo controlado, o eso te creías, y en un segundo, no más, todo  se fue a la mierda. Si pudieras voltear la mesa y romperla a patadas, sé que lo harías. Pero aun así no ahogarías a la rabia de que te invade.

Los músculos de tu cara se contraen palpitantes a la altura de las muelas. Tiemblas sin saberlo. Has metido la pata hasta el fondo y no hay vuelta atrás posible. Tú y tu estupidez  tenéis la culpa; viste hacia otro lado mientras te interesaba.
Pero ahora te salpicó a ti. Palpaste de cerca y con tus ojos la verdad.

Maldices otra vez el día en el que se los presentaste. Ella era inocente y te caía bien. ¿Cómo pudiste llevarla aquel tugurio por cuatro cochinas perras? Fue lo más parecido a una hermana que tuviste y la vendiste como a las demás. La única que te apoyó cuando estabas tan abajo como los excrementos de la misma mierda. La que cansada de luchar contigo se abandonó a tus vicios.

No puedes evitar que las imágenes de las tardes que pasasteis juntos se agolpen en tu mente, entremezcladas con las de su cadáver mancillado.

Te arrancarías la piel a tiras si pudieras.

Nunca quisiste saber que les pasaba a aquellas chicas después de que se las tirasen, eran tan yonkies como tú, y sabes que venderían  su alma por media papela. Pero Candela estaba en la mierda por tú culpa y la urgencia de la siguiente dosis te hizo pensar que con lo colocada que estaba se la follarían sin que se llegase a enterar.

Creías poder recogerla cuando acabaran y compartir la papela con ella para compensarla, pero aquella pandilla de hijos de puta tuvo que rajarla como a un cochino cerdo para satisfacer las fantasías de sus mentes enfermas.

Y para demostrarte lo inmensamente hijo de puta que tú también eras.

Por primera vez sientes algo más fuerte que el mono. Algo que te hace sentir peor, pero que encierra en el fondo una vaga esperanza.
Ahora, que las papelas perdieron todo su significado, quieres  ponerte en paz contigo mismo. Sabes de tu alma sucia y buscas un detergente con desesperación.
Poco a poco un plan va tomando forma en tu cabeza. Te cuesta, hace tiempo que no la usas. Pero tienes una idea bastante clara de cómo vas a luchar por tu imposible Redención.


Redención; no sabes si está a tu alcance. Tus actos son horribles e imperdonables, pero de un lugar más hondo que el propio corazón te nace una fuerza que te arrastra a vengarte. A compensar mínimamente el daño causado.
Sabes quiénes son y donde encontrarlos. No vas a ir a la policía. Te vas a encargar personalmente, y no vas a parar hasta arrojarlos al infierno del que nunca deberían haber salido.
Hace tiempo que no te sientes con tantas energías. Coges un bolígrafo y sobre un papel haces un bosquejo rápido de la  ruta que vas a seguir.
Elaboras una lista con los nombres para comprobar que no se te escapa ninguno. Sientes repugnancia. Todos son ricachones, gente influyente en la comunidad, personas públicas.
Defensores de la moralidad a los ojos de sus vecinos, que se entretienen follándose a drogadictas en sótanos nauseabundos para después desollarlas vivas.
Te tomas un instante para ir al baño y una vez estas preparado sales a la calle con tu viejo chaquetón como compañero.
Son cinco, el primer objetivo te espera.
Sabes que lo más difícil va ser pasar desapercibido, por eso el mejor disfraz eres tú mismo y tu condición. Vas al parque más cercano y arrancas un buen manojo de las rosas más espinosas que encuentras. Las dispones de tal forma que satisfagan a tu plan y asaltas al primer de los asesinos.
Le ruegas que te compre una flor, aseguras que es para comer. Él finge no conocerte, intenta desembarazarse de ti. En la refriega se pincha con las espinas.
Y así tu objetivo se ve satisfecho, para poder pasar al siguiente individuo.
El plan se repitió con idéntico resultado en todos los casos. Todos se escandalizaron, bracearon y se pincharon con las flores.

Un relámpago de sonrisa recorre tus labios mientras sentado a la mesa dispones las cinco agujas dentro de su correspondiente sobre. Redactas con la mejor letra que puedes, que no sin faltas de ortografía, la misma nota quintuplicada y también las introduces en los sobres.
Casa por casa dejas la nota.
 En la última sacas la nota para leerla, a modo de despedida, con cuidado de que no se caiga la aguja.

"Mataste a Candela y yo te mato a ti.
Te regalo la  pistola con la que moriste."

La echas al buzón y te vas. El plan era sencillo, le inyectaste un poco de tu sangre a cada uno sin que se dieran cuenta. Nunca pensaste que tener el "bicho" te podría ayudar.
Tú ya estás muerto, pero sabes que ellos también.
Es un buen momento para desaparecer y pensar en quién te puede fiar una papela que te haga olvidar.

Aunque más que olvidar, lo que quieres es no tener que esperar y que el viaje no tenga retorno.

viernes, 11 de febrero de 2011

Un Agasallo diferente.

Moito antes de que o sol comezara a clarexar pola fiestra do meu cuarto, xa espertara. Sentíame cheo de enerxía, por fin era o meu día. Ía a ser o meu primeiro aniversario dende que nos mudaramos; despois do duro que fora para min deixar as amizades que tiña na cidade onde vivíamos antes, estaba desexando ter novos amigos aquí. 
E que mellor que unha gran festa para facer amizades.-pensaba.- Con moitas lambonadas, xogando as agachadas, unha piñata de cores que mercara papá, e unha gran torta de amorodos e tona. 
A verdade, tremía da emoción só de pensalo.

Non sei cantas voltas din na cama ata que me decidín a erguer para ir o cuarto de baño. O volver para a cama, non quería durmir, así que puxen a tele, baixiña, para non espertar os meus pais. Antes de ter tempo de ver nada, un ruído agudo rompeu a soar na quietude da casa. Era o espertador do meu pai, que tocaba para avisar de que se tiña que erguer para ir o traballo.
 Traballo que era o responsable de que tivésemos que mudar de casa. 

Mamá convencerame de que era para mellor.- Agora papá vai ser xefe, e vai gañar máis cartos, e ademais, estaremos máis cerca dos avós. Veras como a nova casa vaiche gustar tanto como esta ou máis, eh? Ratiño.-Dixérame secando as bágoas que me esvaraban pola cara, antes de pechar por última vez a porta do fogar que sempre lembrarei.

Apaguei a tele, non quería que papá me descubrira véndoa a esas horas. Esperei pacientemente mentres ía o cuarto de baño para se arrombar. As sete e medía entrou de puntillas no meu cuarto e púxose o meu lado, mentres eu finxía que seguía a durmir.
-Feliz aniversario pequeno.-deume un bico na fronte e remexeume un pouco os cabelos; eu abrín os ollos para sorrirlle.
-Grazas papá. Vas vir a festa?-pregunteille inocentemente, erguéndome un pouco.
-Non sei fillo. Vou procurar estar, pero xa sabes que teño moito traballo.
-Pero mamá dixo que agora es o xefe. Se es o xefe podes mandarlle a outro que faga as cousas, non si?-estaba decepcionado, e notábaseme na cara. Eu quería que estivese comigo.
-Veras, as veces, o xefe é o que máis ten que traballar.-explicábamo cun sorriso tristón que mudou no último segundo- Pero sabes unha cousa, tes razón, por un día vou ser un pouco egoísta e voume escapar para estar contigo. Durme un pouquiño máis, antes de que mamá veña a sacarte da cama. Pero non moito, eh?- deume outro bico e marchou a traballar.

Nin que dicir ten que non durmín nada. Pasei todo o rato fantasiando no día perfecto que desexaba. Na clase, repartiría caramelos, os nenos cantaríame o “cumpreanos feliz “, e tiraríanme de vagar das orellas. Como facían os meus antigos compañeiros.
 Tan só facía dez días que comezaran as clases, e aínda non tivera tempo de intimar con ninguén, así que obriguei a miña nai a  que mercara invitacións para todos os rapaces. Os  minutos pasaron, seguramente co ritmo adecuado, pero para min voaron, ata que miña nai viume a sacar da cama.
-Arriba ratiño, que xa son horas.-entrara no cuarto como sempre facía, suave, como unha pluma flotando no aire, como a brisa no mar nun día despexado. Descorreu a persiana de vagar e díxome cun sorriso fermoso- ¿Non pensaras chegar tarde a clase no día do teu aniversario?
-¡Nooon! Voume lavar agora mesmo.-exclamei dando un brinco na cama para sorpresa de mamá.
Fun o baño e aseime máis rápido do que normalmente acostumaba. Laveime a cara, fixen pipí e me cepillei os dentes con enerxía. Volvín ó cuarto e púxenme a roupa que a miña nai me deixara enriba da cama. 
Case non o cría, era a roupa dos domingos, a que nunca me deixaba poñer. Para cando cheguei a cociña mamá aínda non rematara de preparar o almorzo.
-¡Xa estou!-sorprendina mentres remataba de preparar o zume de laranxa.
-¡Ah! Xa estas aquí.¡Hai que ver que axiña remataches hoxe!-díxome cun candor que só unha nai pode dedicarlle a un fillo, o poñer diante de min o zume e a leite.-Se fixeras igual todos os días, non me tería que anoxar nunca contigo, pulguiña.
-Xa pero é que hoxe teño moitas ganas de ir o cole. Onde están os caramelos para repartir na clase, mamá?-pregunteille o fin do primeiro grolo que lle din o zume.
-Tes que me perdoar fillo. Xa sabes que onte pola tarde tiven que ir o médico. Cando saín, as tendas xa estaban pechadas, e non me deu tempo a mercalas.-non sei que me pareceu máis amargo, se o zume, ou o dos caramelos.-Pero non te preocupes, voute compensar na festa, pola tarde.
-E que lles digo os rapaces no cole?-pregunteille decepcionado.
-Dilles que quedaron esquecidos na casa, e que llos das na festa.-chiscoume un ollo como facía sempre que quería buscar a miña complicidade.
-Esta ben- respondinlle cun ton un pouco lánguido.-Pero tes que me prometer que os vas ter pola tarde.
-Hai que ver o que bo que es. Queda prometido, vale?-díxome erguendo unha man aberta a altura do peito.
-Vaale.
-Veña, e agora bule que vas perder o autobús.
Comín os cereais a grandes culleradas, e bebín dun grolo o resto de leite con cacao que me restaba. Mamá xa me agardaba na porta coa bolsa da merenda, así que púxenme de pé e apresureime a lavar a boca e as mans. Fun correndo a xunto dela e dinlle un bico despois de que me axudara a poñerme unha chaqueta, que para goce meu, era a miña preferida.
-Vai con coidado, ratiño.- díxome dende a porta.
Eu só tiña que esperar fora, no portal a que me recollera o autobús. E non pasou moito tempo ata que apareceu. Como de costume, unha mestra que tamén viaxaba nel, baixou para axudarme a subir. Sentei nun asento, dos do medio, e continuei a cavilar na festa da tarde, cando uns cativos maiores ca min, e que sentaban detrás comezaron a meterse comigo.
-Es un bebe, ten que axudarte a mestra a subir o bus, que ti só non podes.-comezou a burlarse un, con  esa melodía tan característica e cruel dos nenos.
-Para! Porqué dis iso?-aquilo, no día no que cumpría seis anos, parecíame unha ofensa total. Eu non tiña a culpa de que a mestra confundiran a miña falta de estatura cun problema de desenvolvemento, e en ningún momento lle pedira axuda. Claro que tampouco lla rexeitara.
-Si que es un bebe, que non sabes facer nada ti só.-respondeu o outro a vez que deixaba caer un bolígrafo rebentado enriba dos meu pantalóns novos, feríndoos de morte. Ollei incrédulo para a mancha de tinta azul en forma de nube antes de poder reaccionar. Pero o mangallote aínda non había rematado coa graza, e escachaba a rir, a comparsa có outro.-JA, JA, JA! Ves como es un bebe, xa te emporcaches todo!
Erguinme dun brinco, como se me deran un calambrazo, e con toda a furia que o meu metro trinta me permitía, pegueille un empuxón e berreille que era parvo. Non me facía falta cumprir seis, nin sete anos, nin ningún máis, para saber que acababa de meterme nunha lea considerable. Os dous mangallotes íanme esnaquizar.
 Grazas a Deus nese momento chegamos a outra parada, e a mestra volveuse para mirarnos cunha cara que logrou parar os zipi e zape aqueles, e a min particularmente, darme medo.
-Anxo! Raúl! Que andades a argallar? Teño que ir aí, ou que?
-Nos non fixemos nada mestra!-responderon o unísono a vez que se sentaban dun golpe, facéndose invisibles detrás do respaldo do meu asento. Por incrible que poda parecer, os dous rapaces non volveron a molestarme, e puiden dedicarme a pensar en como llo ía a explicar a miña nai. Estaba case seguro de que se ía a anoxar comigo, aínda que non fora culpa miña.
O chegar a escola, paseniñamente, fun cara a miña clase. A mestra xa estaba na porta, esperando a que todos entraramos, e atenta para que ningún neno se desperdigara polos corredores. Nada máis verme, fixouse, por moito que eu o tratara de disimular coa bolsa da merenda.
-Roi, que che pasou nos pantalóns?-a súa mirada era doce. Non como a de mama, pero reconfortante igualmente. E aínda que eu tan só era un cativo, lembro que xa sabía que ser un larapetas non daba moi bo resultado. Así que inventeime, unha escusa, o mellor que fun capaz.
-É que…, se me rompeu un boli no peto.-dáme a risa de pensar en como puiden crer que podería enganar a alguén con esa trola. A mancha estaba bastante lonxe do que viña a ser a zona de influencia dos petos. Pero a mestra pareceu comprender que era mellor deixalo así, e non me mareou con máis preguntas.
A maña pasou allea os desexos que eu tiña para ela. Tranquila, pero allea. As clases sucedéronse unhas a outras como o paso das horas tiña previsto, e  ninguén se me acercou para felicitarme, nin para tirarme das orellas, nin tampouco preguntaron polos caramelos.  Teño que recoñecer que isto último era o único que en certo modo me aliviaba, aínda que tamén me deixaba un poso amargo.
 Faltaban uns minutos para que o timbre da escola soara anunciando o fin das clases por ese día, e eu non sabía que facer. Por un lado dábame rabia que ninguén se lembrara de min, e non quería avisar para que viñeran á festa. Pero por outro lado tiña medo de que se non avisaba tampouco viría ninguén. Por ode de lista, un tras outro fomos, gardando os libros no armario da mestra, e regresamos os nosos pupitres. Mentres remataba de recoller o lapis e a goma de borrar, o compañeiro que estaba o meu lado comezou a falar comigo.
-Miña nai díxome que te dixera, que non pode levarme ás cinco, pero que ás seis chegaría a túa casa.-alegreime de ver que estaba triste por iso.-Paréceche mal?     
-Nooon! Ven cando poidas. Vai a haber torta de amorodos con tona e miña nai prometeume que tamén vai a haber unha sorpresa.-respondinlle feliz, como posuído por unha forza torrencial.
-Vale!-o outro rapaz tamén me sorriu, pero ademais, o feito de que se lembrara deume forzas para erguerme e ir a xunto da mestra, que estaba rematando de borrar o encerado.
-Mestra, hoxe e o meu aniversario e gustaríame recordarlle os demais a festa que vou facer.-ela volveuse cara min sorprendida.
-Como non me dixeches antes que estabas de aniversario? Houberámosche cantado o “feliz no teu día”.
-É que esquecinme dos caramelos na casa, e dábame vergoña.-ela reprimiu un sorriso e chamou a atención de todos os nenos da clase.
-Mirade, o voso compañeiro Roi quere contarvos algo.-no momento que vin que tiña que ser eu o que falara diante de todos case me da algo. Non sei por que pensei que sería ela quen llo diría os nenos.
-Po…, Pois, é que hoxe é o meu aniversario…, e quería saber se ides a vir a festa. Esquecéronseme os caramelos na casa, pero pola tarde xa vos los dou.-isto último era totalmente prescindible, pero estaba nervioso, e falaba por impulso. Afortunadamente nas caras dos nenos debuxáronse unhas mocas de felicidade, mentres asentían coas cabezas, armando un pouco de balbordo.
-Oe, Roi! Para min tamén vai a haber caramelos?-preguntoume a mestra risoña.
-Si! Mañá llos traio seño.-o de seño era un vicio que me quedara da miña antiga escola, sorte que esa vez quedou solapado polo estrondoso chiar da serea. Todos os rapaces se levantaron dos seus pupitres e dispuxéronse a saír. Algúns pararon o meu lado para felicitarme, e aliviar o meu pesar, aínda que non o superan.
 De volta no autobús, a mestra que compartía liña coa miña, quixo volver a axudarme a subir o aparello. Non sabía como llo ía a dicir, pero despois do acontecido, non podía permitir que continuara con esa actitude proteccionista comigo.
  -Mestra, podo eu só.-díxenlle coa cara máis sería que coñecía, no momento no que me quería agarrar da man. Ela sorprendeuse un pouco e ollou para min con dúbidas, pero o final accedeu a miña pretensión. Con dificultade e apoiándome no pasamáns, pois as miñas pernas non me daban para subir moi ben os chanzos, accedín o interior do bus. Fixeime onde se sentaban os nenos que me estragaran o pantalón e senteime na outra punta. Xa tivera abondo có da maña. Que me deixaran saír sen un raspuño xa era un éxito, non había que tentar a sorte. Ademais, aínda me quedaba explicarlle a mama o da mancha no pantalón novo. Non tiña nin idea de como o ía a facer. Seguro que se anoxaba comigo. Ao  menos, quedábame o consolo de saber que os meus compañeiros ían a vir a festa. Xa estaba mais cerca de facer amizades, de ter con quen xogar polas tardes. Devecía por volver a pasar as tarde xogando con alguén. Como facía no sitio onde vivíamos antes. 
  Cando cheguei a casa o coche de papá estaba aparcado no garaxe, e mamá agardábame no portal. Volvín a colocar estratexicamente a bolsa da merenda, rezando por que non se dera conta do borrón de tinta.
-Ola ratiño! Que tal na escola?
-Beeeen! Os rapaces, tooodos, dixeron que van vir a festa!
-Que che pasou no pantalón?-a miña emoción traizoarame, e deixara o descuberto a mancha.
-Uns nenos maiores mancháronme cun boli. Estas anoxada comigo?-pregunteille con medo. Pero para sorpresa miña díxome que non pasaba nada, deume un bico e acompañoume o interior da casa, semellaba cansa. Papá estaba cociñando, algo que só facía os domingos e festas de gardar, cun delantal que quería simular o corpo dunha galiña de plumas brancas cunha paxariña vermella.
-Papá! Xa estas aquí! Que ben!- berrei botándome os seu brazos.
-Como non ía a estar no aniversario da miña pulguiña.
Xantamos os tres xuntos, e o rematar, eu recollín a mesa, e meu pai limpou os pratos. Mentres, mamá descansaba un pouco no sofá, non se atopaba moi ben. Cando rematamos de recoller a cociña papá quitou o coche do garaxe, e comezamos a montar as mesas para a festa. Levabamos o redor dunha hora e media preparando as cousas, cando me acordei dos caramelos e fun correndo a xunto da miña nai.
-Mamá! Onde están os caramelos?-ela seguía tendida no salón e tiña a cara un pouco pálida.
-Están aí, na cociña, o lado do leite.-respondeume languidamente. Din a volta e votei a correr para collelos. O caso é que non sei como fixen, pero tropecei coa alfombra, ou con algo, e fun bater coa cabeza contra o marco da porta. Non é que o golpe fora moi forte, pero tiña o día mimoso e deume por chorar. Pronto os miñas bágoas quedaron tapadas polos queixidos da miña nai. Meu pai apareceu a carreira.
-Xa esta aquí!-berroulle mamá.
-Vale, vou polas chaves do coche!-eu non entendía nada, acababa de darme un croque tremendo contra a porta e ningún dos dous me facía caso. Pero o fixarme na cara de dor de mamá pasoume de súpeto o meu. Que lle pasa?- Preguntábame a min mesmo. Meu pai volveu a aparecer un instante despois coas chaves na man.
-Respira, respira! Tranquila vamos chegar a tempo o hospital.-dicíalle a mamá mentres a axudaba a erguerse do sofá.-Veña Roi vamos para o coche.
-Pero…, a festa…-non daba crédito, apenas faltaba un chisco para chegaran os nenos, e tiñamos que marcharnos.-E os meus novos amigos?
-Mira agora temos que levar a mamá o médico. Colle un lapis e un papel e déixalle unha nota. Prométoche que cando mamá se poña ben facemos a festa. Apúrate, vou a axudar a mamá a entrar no coche.-Miña nai ensinarame a ler e a escribir moito antes que os mestres na escola, e facíao perfectamente, así que fun correndo o meu cuarto e escribín nun papel o seguinte:
Miña nai púxose mala. Temos que ir o médico. Cando se poña ben faremos a festa. Perdón.
 Roi.
 Baixei as escaleiras rápido como un raio, collín un anaco de fixo e peguei a nota na porta da casa. Meu pai xa arrancara o motor do coche e viña a cerrar a porta da casa con chave, mentres mamá coa cara branca como o papel bufaba no asento do acompañante, cando unha furgoneta pintada a lunares de colores aparcou detrás de meu pai. Dela saíu un home vestido de paiaso, cunha perruca laranxa, o nariz vermello, e uns inmensos zapatos.
-A festa ten que quedar para outro día.-apresurouse a dicirlle papa.-Teño que levar a miña muller o hospital. Xa o chamarei.
Entramos no coche e papá pisou o acelerador ata o fondo, mentres a cara sorprendida daquel home disfrazado perdíase na distancia.  
Non sei canto tempo tardamos en chegar, pero seguramente non foi moito. Lembro como adiantábamos a todo o que se movía pola estrada, mentres papá pitaba indiscriminadamente. Parou o coche diante da entrada de urxencias do hospital, bloqueando a entrada, e un par de enfermeiros chegaron correndo con unha padiola antes de que meu pai puidera saír. Sacaron a mamá do coche, e obrigaron a papá a quitalo de alí nese momento. Dixeron estiveramos tranquilos, que aínda lle quedaba un anaco. Aparcamos o coche e fomos correndo outra vez para a porta de urxencias. Entramos e papá preguntou no mostrador por miña nai. Indicáronnos onde estaba e fomos para alí.
Mamá estaba nun cuarto no que eu non podía entrar. Un señor cunha bata branca estivera falando con papá ao menos medía hora, mentres eu ollaba para eles sen entender nin unha palabra do que dicían. Cando remataron de falar, papá quitou o móbil do peto e chamou os avós para contarlles que ía a nacer o meu irmán, e que mamá estaba ben. Teño que recoñecer que estaba un pouco anoxado. Non podía nacer noutro día,-pensei.- alí no hospital non podía celebrar a festa, nin facer amigos. 
Os avós chegaron o cabo dun anaco, e papá pediulles que agardaran comigo fora mentres non pasara todo. Así que saímos a outra sala, alí sentei nunha cadeira incómoda de plástico laranxa. A avoa estaba o meu lado, tranquila, mentres o avó andaba dun lado para outro.
-Non te fai ilusión que o teu irmán naza o mesmo día que ti?-preguntoume a avoa toda contenta.-É algo extraordinariamente raro.
-Si…, pero chafoume a miña festa de aniversario, e eu quería facer amigos.
-Xa farás amigos outro día.-díxome remexéndome o pelo.- Non penses que me esquecín de ti, téñoche un agasallo que te vai encantar.
-E que é? Avoa, dime, dime…
-Todo no seu tempo, saberás o que é cando cho dea, o día celebres a túa festa de aniversario. Vale?-non tiven tempo de responder, papá viunos a avisar de que todo saíra ben, e xa podíamos ir  ver ao meu irmán.
Entrei na habitación de mamá detrás de todos os maiores, como se me quixera agachar. A avoa adiantounos a todos o carón  da cama da miña nai.
-Hai que ver que cousa tan bonitiña que es!-exclamáballe a un vulto de mantas que eu non podía apreciar ben pola altura, facéndolle cucamonas, antes de dirixirse a mamá.- Que tal estas filla?
-Ben, un pouco cansa, pero ben.-respondeulle cun sorriso. O baixar a vista, tropezou coa miña.-Ah! Estas aí, ratiño. Ven ver, aquí hai alguén que quere ser amiguiño teu.
Papá colleume en peso, e sentoume con coidado na cama, o carón daquel estraño vulto de mantas. Mamá apartounas un pouco, e vin fascinado como unha cabeciña pequena se asomaba, cos olliños medio pechados. Era a primeira vez que miraba o meu irmán, e tralo primeiro segundo xa había tomado a decisión de querelo para toda a vida. Dinlle un bico na fronte como os que me sempre me daba papá. Miña nai olloume feliz, e deume outro bico a min. Erguín vista e un por un fun mirando a toda a miña familia, incluíndo o recen chegado. Xa non estaba anoxado polo da festa, xa non desexaba ter amigos a toda costa, acababa de comprender que non hai mellores amigos, que os que te queren de verdade.
fin