jueves, 3 de marzo de 2011

Droga.


Una teja se desprendió del ruinoso tejado, cayendo al interior de la vieja cabaña. David no tuvo que esquivarla, tampoco tendría reflejos para ello. Casi ni se inmutó, aunque por poco lo dejara seco. Miró desconcertado a los restos arcillosos antes de incorporarse, preguntándose de donde habían salido. Dio una vuelta completa sobre sí mismo, como un cachorrillo detrás de su rabo, buscando algún punto de referencia que le resultase familiar. 
En la nebulosa de su mirada distinguió la salida. Avanzó entre los cascotes que cubrían el suelo hasta alcanzar el exterior, parecía un milagro que no se hubiese caído, cuando casi ni era capaz de tenerse en pie en suelo firme.
 En el exterior, el aire era frio, la oscuridad densa, y posando un pie delante del otro, avanzaba tambaleante por el inhóspito descampado.  No había nadie cerca, ni falta que hacía, pero aun así, seguía mirando a un lado y al otro intentando detectar la presencia de cualquier par de ojos que le espiasen desde algún lugar. El pelo, grasiento y sucio le caía por su demacrada cara. Se cubría el torso con una chaqueta raída de chándal, que en algún momento, muy lejano al actual, debió de haber sido blanca, por encima de una camiseta apolillada de los Ramones. Los pantalones, vaqueros, estaban salpicados de barro hasta las rodillas, al igual que los agujereados tenis que llevaba en los pies.
Estaba llegando a una pequeña carretera asfaltada y del cielo comenzaron a caer unas tímidas gotas de lluvia. Las farolas más próximas al descampado, lucían apagadas por las pedradas de algún chiquillo aburrido y aun llevaba la mano derecha cerrada con fuerza. El colocón todavía no le dejaba pensar con claridad.
Su única misión, la que tenía programada en el cerebro, era encontrar algún sitio donde protegerse y poder seguir poniéndose; pero  sabía que aquel sitio que dejaba atrás no era un lugar  seguro. De eso podía dar buena cuenta lo que se quedaba allí, en el suelo.
 Él tuvo suerte.
 Aunque no estuviese plenamente capacitado para darse cuenta de cuan cerca le había pasado la muerte. Se detuvo un instante para coger el cigarrillo que llevaba en la oreja, mientras su cuerpo se bamboleaba adelante y atrás, preso de los temblores. Metió la mano derecha en el bolsillo, allí cambió el contenido de su mano, juntándolo con el resto de tesoros que acababa de encontrar, por el mechero. Encendió el pitillo y comenzó a andar mientras inhalaba el humo con fuertes bocanadas. Diez caladas más tarde, tan sólo le quedaba la colilla.
La luz ya volvía a nacer del alumbrado público, dibujando un efecto extraño con la llovizna y las pocas personas que todavía quedaban por la calle no se iban a asustar con él.

Quizás debería ser David quien se tuviese que andar con cuidado con ellas.
Se movía por las callejuelas como si hubiese tomado una decisión consciente de a donde debía ir. Pero lo cierto era que caminaba sin pensar, doblando las esquinas siempre por el lado menos iluminado. Bajó por unas escaleras adoquinadas, con las paredes pintarrajeadas con grafitis de un gusto discutible. A cincuenta metros estaba una casa abandonada, que ya había usado antes. Apartó a un lado el par de tablones sueltos, que hacían las veces de puerta para entrar, justo en el momento en que comenzaba a diluviar.
En el suelo, toda clase de porquería se daba cita, desde preservativos con restos biológicos, hasta jeringuillas usadas. No mucho tiempo antes, era un lugar donde se reunían asiduamente gente como él para drogarse, pero desde que algún vecino hijoputa llamó a la policía y esta organizó una redada, estaba desierto.
Buscó algún recipiente para poder coger un poco de agua. Al final encontró una vieja botella de plástico de dos litros, a la que, con la ayuda de un pequeño cuchillo sin mango, que también estaba tirado en suelo, le cortó la parte superior para que fuese más fácil reunir el líquido. La colocó debajo de una gran gotera que sabía que se formaba en un lateral de la casa, esperando juntar la cantidad necesaria.
Deambuló por las estancias, mientras hacía tiempo, comprobando que estaba solo. Cuando llegó a la última, decidió quedarse en ella. En el suelo había un apestoso colchón, mil veces regado con orina y abonado con heces, que usaría para dormir.
 Volvió a donde tenía la botella cortada. Ya tenía un culín, más que suficiente. La cogió y se la llevó consigo al lugar escogido.
 Se acurrucó contra la pared, mientras sacaba de sus bolsillos los objetos necesarios para otra dosis. El frio ya no sería un problema, pues si no sientes ni padeces, la necesidad de unas mantas que te calienten se vuelve secundaria. Por las ventanas, tapiadas también con tablones, se filtraban todos los ruidos de la calle y el repiqueteo de las gotas de lluvia contra el asfalto. Pronto dejarían de ser reconocibles. Pronto la pseudorealidad que tanto adoraba tomaría el mando.
Dispuso a sus pies todo el equipamiento. La botella con agua, una bolsita con un polvo acastañado, un cuarto de limón, envuelto en papel de plata (por si surgía la necesidad de hacer una base), la cucharilla requemada, el mechero y por supuesto la chuta. Sabía que el material que tenía era mejor para ser fumado, pero lo que le pedía el cuerpo era un chute. Uno que se pareciese lo más posible al primero de todos, aunque esto fuese imposible.
 Vertió la cantidad necesaria del polvo en la cucharilla, le exprimió unas cuantas gotas de limón encima y le añadió el agua. Con calma, comenzó a calentar la mezcla con el mechero, viendo como burbujeaba ligeramente. Cuando la substancia estuvo lista, quitó de uno de sus bolsillos el último cigarrillo que le quedaba. Le quitó el filtro y dejó el tabaco a parte, ya se lo fumaría después. Desmenuzó un poco la esponjilla y la echo dentro de la cucharilla. Siempre le pasaba igual, le daba un vuelco el corazón cuando veía como la mayor parte de la mezcla era absorbida y parecía ser reducida a la nada. Pero esa sensación se disipaba cuando extraía el líquido del filtro. Ambarino y puro, llenando hasta los bordes a la chuta.  Viéndolo, uno se sorprendía de la extrema meticulosidad con la que realizaba el proceso. Sin temblores en sus manos, con movimientos precisos, casi profesionales. Si pudiera ganarse la vida preparando chutes, probablemente viviría con desahogo.
Se remangó ansiosamente la manga para pincharse, pero se detuvo. Ya no se acordaba que las venas de su brazo izquierdo estaban destrozadas. Dudó un instante, no quería pincharse en los genitales ni en la lengua. Aunque parezca mentira, le daba un poco de reparo. Al final decidió que su brazo derecho estaba lo suficientemente sano como para usarlo y que con la mano izquierda tendría la destreza necesaria. Sosteniendo con cuidado la jeringuilla, buscó con la mirada algún trozo de goma o cuerda. Pero no lo había. Con la mano libre comenzó a quitar los cordones de una de sus zapatillas deportivas. Cuando lo hubo quitado del todo, se lo ató un poco por encima del codo y se dio unos cachetes en el brazo, esperando ver resurgir su vena. Esta tardó un poco en dejarse ver, mientras bombeaba el flujo sanguíneo apretando su puño sobre el mechero.
Con unos golpecitos, movió las burbujas de aire a la superficie. Presionó un poco el embolo, para expulsarlo, hasta que salió una gota del líquido. Sabía que no debía hacerlo solo, que si algo le pasaba, no podrían ayudarlo. Pero ya no confiaba en nadie. La calle era muy perra y la compañía solía salir demasiado cara. Se pinchó con cuidado y extrajo un poco de sangre, provocando que se mezclara ligeramente con la droga. Desató el cordón se su brazo para dar comienzo a lo que estaba deseando.
 Presionó el embolo, inyectándose la mitad de la droga. La heroína recorrió su torrente sanguíneo, transportando esa sensación de placer indescriptible a cada milímetro de su existencia. Un calor repentino, un cosquilleo. Se tumbó un poco, dejándose llevar. Después del primer bombeo, comprobó que la pureza de la droga no era excesiva, y procedió a vaciarse la jeringuilla en la vena. Los parpados le temblaron con esta segunda oleada. Estaba ya en tierra de nadie.
Como pudo se quitó la jeringuilla del brazo. Tanteó el colchón con la mano buscando el resto del cigarrillo, llevándoselo a los labios, no sin cierto trabajo. Se preguntó dónde tendría el mechero, sin darse cuenta de que ya lo tenía en la mano.
Perdiéndose en la laguna de sus pensamientos, encendió el pitillo inconscientemente. El humo entraba como nunca. Incluso parecía heroína. Las imágenes se entremezclaban en su mente. Todas parecían reales, pero ninguna lo era al cien por cien. Poco a poco fue haciéndose más pequeño, enroscándose en un ovillo. Tiró la colilla a un lado, sin fuerza alguna, después de quemarse los labios con ella. Aunque él no lo había sentido. Se metió las manos en los bolsillos y esbozó una estúpida sonrisa.
Con suerte, al día siguiente cambiaría los tesoros que había encontrado por más mierda para sus venas.

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