sábado, 13 de octubre de 2012

La sombra de una duda.

-¿Crees en Dios?
La pregunta surgió de la nada; como un susurro imprevisible a su espalda.
-Lory, ¿qué dices?-acertó a contestar Steve, dándose la vuelta para ver a su mujer.

-Digo, ¿qué si crees en Dios? Sea lo que sea, no es nada malo, puedes decírmelo.
-Sabes de sobra cual es mi opinión… ¿a que vienen ahora estas dudas existenciales?-Steve miró a su mujer, con los ojos entrecerrados. Buscando alguna señal que le indicara el porqué de la angustia que se adivinaba en su cara.
Aunque en el fondo, él ya lo sabía. Conocía muy bien a la persona que le había acompañado durante los últimos veinticinco años.
-¿Es por lo de esa mujer, la escritora japonesa? ¿Cómo se llamaba? Sakura…
-Se llamaba Sakura Murakami, y era una estupenda escritora-Lory torció aun más su gesto-…tenía la misma edad que nosotros.
Steve cerró el periódico. Sabía que su mujer necesitaba un abrazo, y no iba a negárselo.
¿Cómo iba a hacerlo?
A fin de cuentas, después de todo lo que habían pasado juntos, su mujer se merecía eso, y mil veces más. Se lo merecía todo.
-Ayer por la noche acabé de leer su libro-dijo Lory todavía sin separarse del abrazo de su marido-. Era una mujer muy sensible.
Steve estrechó aún más a su mujer. La amaba, y en cierto modo la compadecía un poco. Le costaba aceptar que la extrema vulnerabilidad emocional que padecía Lory fuese tan virulenta; que se presentase siempre por sorpresa, estremeciendo hasta sus pilares más fundamentales.
-Bueno, no te preocupes más. Seguro que encuentran pronto al culpable.
-Es que no creo que la hayan matado-Lory se separó un poco de su marido-, ¿Quién, y por qué la iba a querer matar? Solo era una escritora.
Steve la miró a los ojos. A él también le costaba creer que un asesino rondase por su pequeño pueblo.
-¿Qué quieres decir?
Lory se separó del todo de él y caminó hasta la estantería del fondo para coger lo que le quería enseñar a su marido.
-En el libro, el que terminé de leer anoche, Sakura cuenta una historia sobre un juglar medieval que se queda mudo-la mujer intentó sopesar las palabras con las que terminaría de describir la escena-. El caso es que, al verse sin voz con la que contar las historias que bullían por su sangre, el juglar decidió que lo mejor era desaparecer para siempre-Lory volvió a hacer otra pausa valorativa, esta vez más larga que la anterior-. Tal vez, ella…
-¿Crees que se suicidó?
-Es posible-le costó admitir-. Su literatura es muy melancólica, puede que demasiado, míralo tú mismo- Lory entregó el libro para que Steve lo ojeara-. Y siempre deja entrever que la vida se cobra un peaje muy caro en forma de sufrimiento.
Steve sostuvo la obra en sus manos. Era una edición de bolsillo, no muy gruesa, apenas tendría doscientas páginas. En la portada, impresa con un fondo negro, destacaba la foto de una imagen labrada en piedra. Steve supuso que sería la imagen de un juglar. Le dio la vuelta y leyó la sinopsis de la contra. Era cierto, su mujer tenía algo de razón. La palabra introspección se intuía muchas más veces, que las tres que se habían incluido en el breve texto.
Abrió el libro y leyó un par de hojas al azar. A primera vista le gustaba como estaba escrito: era sencillo y las escenas se veían con claridad; pero enseguida percibió lo que su mujer le quería decir. De las letras, del fondo de las palabras, parecía emanar un sutil aroma de angustia.
En cierto modo, se podría decir que lloraba con lágrimas secas.
Steve le devolvió el libro a Lory. Ya había leído suficiente como para saber que no era la literatura más adecuada para su mujer.
-¿Ves lo que quiero decir?-le preguntó ella, expectante.
-No sé Lory, no lo tengo tan claro. Es la policía la que tiene que decir lo que pasó. Y supongo que si fuese un suicidio, ya lo sabrían. Son federales, miran muertos todos los días.-Steve no fue brusco, más bien todo lo contrario, pero tenía que decírselo. Sabía como acababan las derivas emocionales de su mujer-. Los libros japoneses suelen ser así; no sigas preocupándote. No vas a solucionar nada.
-Ya sé que no voy a solucionar nada, pero…
-Déjalo ya y vente a tomar un café conmigo a la cocina.-la sonrisa de Steve fue lo suficiente grande como para que Lory comprendiese que si quería seguir hablando del tema, él la escucharía. Pero también para que supiese que no lo iba a convencer de nada.
Frustrada ante la actitud de su marido, y con el rostro todavía un poco contraído por la angustia, Lory abrió el camino hasta la cocina, arrastrando los pasos, peleándose con una idea que se empezaba a formar en su mente.

Una idea que no pensaba discutir con su marido.


lunes, 1 de octubre de 2012

El misterio de Rebeca





El sol brillaba en el cielo como lo haría un día corriente, templando con gratitud cualquier pedazo de piel que pudiese tocar. En la calle, la brisa mecía con ligereza las ramas de los arboles plantados a lo largo

de la acera. Parecía un día bueno para las cosas buenas.
Rebeca paseaba con sus amigas; hacía tiempo que no salía con ellas, y se sentía un poco rara sonriendo sobre cosas de las que no sabía nada. Fingiendo que su vida era tan simple y convencional como la de ellas. Pero lo que le había sucedido un par de días atrás, aún seguía en su cerebro como un eco imposible de acallar.
María, la más decidida y resuelta de sus amigas, seguía contando con gran misterio y diversión una historia acerca de uno de los chicos de la piscina (que supuestamente le estaba tirando los tejos), cuando Rebeca volvió a ver el callejón que daba a la tienda de antigüedades. Sintió el deseo de abandonar inmediatamente a sus amigas. Tenía que volver allí. No podía seguir escuchando cosas insustanciales que ya nada le aportaban. Y menos, después de lo que le había sucedido.
-Oye Rebeca,-interrumpió de golpe sus pensamientos Lucía, quizá la muchacha con la que más amistad tenía-¿Qué has estado haciendo estos días?, no se vio ese pelo moreno tan bonito que tienes por ningún lado.
Rebeca se estremeció un poco nerviosa.
-Nada interesante, estudiar para el examen del jueves que viene.-mintió.
No podía decirles nada. No lo entenderían.
-Pero si apenas entra materia. Va a ser el examen más sencillo que hicimos hasta ahora.-se extrañó Lucía.
-¡Oh! Sí, pero no sé, me apetece prepararlo bien. Nunca se sabe…-Rebeca cogió aire, tenía que desprenderse de sus amigas, y quería hacerlo ya-, ¡Mierda!, mi madre.
-¿Tu madre?-repitió como una bobalicona María, incapaz de comprender a su amiga.
-Sí, me acabo de acordar que no le compré algo que me pidió.-Rebeca podría haber recibido un Oscar por aquella actuación.- Y es urgente. Tengo que dejaros chicas. Lo siento mucho, de veras, luego os llamo.
Sus amigas se miraron entre sí, extrañadas, preguntándose que demonios le pasaba, mientras Rebeca marchaba a la carrera en dirección contraría a la que habían seguido hasta llegar allí.
Una vez llegó a la esquina de la calle, la dobló y se quedó quieta esperando a que sus amigas se alejasen un poco. Contó hasta treinta para si antes de asomarse para ver. Ya se iban, caminando con el mismo paso pausado y distendido con el que habían ido toda la tarde; sin volver la vista atrás como deseaba Rebeca.
Rebeca tragó saliva y salió de detrás de la esquina tras la que estaba escondida. Llegó hasta el escaparate y se quedó mirando a través de él. Pudo observar como la niña trasteaba de un lado para otro con algún objeto y como el hombre mayor limpiaba con esmero una figura que parecía de bronce, sentado detrás de un escritorio.
Solo Dios sabía si su vida volvería a saltar por los aires con aquella nueva visita a aquel lugar mágico.