sábado, 15 de marzo de 2014

Prime Time.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
Cintia se apoyó contra un árbol para tratar de recobrar el aliento. Le dolían las piernas, los brazos, la espalda… No estaba acostumbrada a correr.

Abatida por su nefasto estado físico, sopesó la idea de dar media vuelta y regresar a casa. Aunque, por algún motivo que ella misma ignoraba, se resistía a aceptar ese fracaso.

A unas decenas de metros la esperaba realizando estiramientos su mejor amiga.

– ¿Quieres volver? –preguntó.

–No –alcanzó a responder Cintia entre sus resuellos–. Terminemos el circuito.

Sheila esbozó una media sonrisa ante la tozudez de su amiga.

– ¿Estas segura?

–Sí –haciendo un gran esfuerzo, volvió a trotar hasta alcanzar a Sheila–. ¡Vamos! Este verano quiero lucir modelito.

 

Las dos mujeres continuaron con su carrera por el sendero de arenilla. Cada pocos metros se cruzaban con más personas que al igual que ellas, se habían decidido a aprovechar la soleada tarde para hacer algo de ejercicio por el parque.

–Anoche –comentó Sheila–, Lipp no vino a cenar.

Cintia apenas tenía fuerzas para correr, pero aquella noticia la hizo acelerar el paso para no distanciarse de su amiga.

–Llegó tarde y se metió en cama sin hacer ruido… –continuó– Olía raro…

Por un momento ninguna dijo nada.

– ¿Crees que está teniendo una aventura? –preguntó Cintia al cabo de unos segundos.

Sheila quiso llorar, pero no lo hizo.

–No lo sé…

Cintia sabía lo que era la traición. La puñalada trapera cuando menos te lo esperas. Sus carnes la habían sufrido en un pasado muy cercano.

Comenzó a recrearse en sus propios recuerdos, descompasándose del ritmo de su amiga.

– ¡Espera! –le pidió al ver que ésta aceleraba el paso.

Sheila se giró para ver el trecho que le había sacado, perdiendo la posibilidad de percatarse de que tras la curva venía un chico montado en bicicleta.

El golpe fue tremendo.

Sheila cayó por la pequeña pendiente que había por los laterales del sendero y fue a parar detrás de unos matorrales. Boquiabierta, Cintia, tardó unos instantes en asimilar lo que había pasado.

El ciclista se levantó del suelo, llevándose la mano a la cabeza.

– ¿Dónde está? –preguntó confuso.

– ¡Allí! –Cintia señaló los pies que asomaban tras los arbustos.

Los dos bajaron corriendo hasta el lugar donde se encontraba. Estaba inmóvil, parecía inconsciente.

– ¡Oh, Dios mío! –exclamó Cintia ahogando un grito de pánico.

– ¡Hay que llamar a una ambulancia! –el chico también estaba nervioso.

–No traje el móvil… –la joven mujer se pasó las manos por la ceñida ropa deportiva que llevaba.

 

Sheila escuchaba las voces como un eco lejano. Llegaban hasta sus oídos, pero perdían  coherencia en el cerebro. Comenzó a moverse despacio, con los ojos todavía cerrados. Le dolía muchísimo la cabeza, apenas era capaz de recordar lo que había pasado. Todo era una gran confusión.

–Se mueve… –alcanzó a entender, sin darse cuenta de que se referían a ella.

Decidió abrir los ojos lentamente. Notaba su cuerpo lleno de roces y arañazos. No tenía ni la menor duda de que con toda seguridad, no eran pocos los cortes que le sangraban.

Quejumbrosa, se estiró con la intención de salir de allí. Sin embargo, percibió algo por el rabillo del ojo que la perturbó hasta el punto de hacerla olvidar todos sus dolores. A unos centímetros de su cara, en el corazón del arbusto, una mano asomaba de entre las raíces con un bolígrafo sujeto entre los dedos.

Gritó con fuerza.

El ciclista y su amiga la quitaron de un tirón y vieron su cara de horror.

– ¡Hay un hombre! –señaló al lugar.

Cintia vio a Sheila sin comprender.

– ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Muerto! –Sheila comenzó a hiperventilar.

Cintia la abrazó con ternura para consolarla, mientras el muchacho contra el que se había accidentado removía el arbusto para comprobar lo que decía la mujer.

–¡¡Joder!! –exclamó–. ¡Tiene razón!

–No te muevas –Cintia dejó a su amiga en el suelo y se acercó para ver.

 

Se asomó al hueco que el chico había despejado con las manos, para no ser capaz de dar crédito a lo que estaba viendo. Había un hombre tirado en el suelo, vestido con una camisa blanca impregnada de sangre. Siguió la línea hasta su cabeza para descubrir con repugnancia que a aquel ser le había arrancado los ojos de sus cuencas. Sin pensárselo más, dejó de ver y corrió a abrazar a su amiga de nuevo.

 

Nadie reparó en que, tras unas ramas sin remover todavía, en la otra mano del cadáver, se ocultaba un periódico atrasado con dos enormes círculos concéntricos dibujados a todo correr.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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